Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Rufino
Cantores
Los que aspiran al trono de Gardel

“Sí, Gardel era uno más entre los otros cuando vivía. Lo cierto es que su vida fue difícil, pero después vino la gran mentira. La oportunidad le llegó demasiado tarde, con la tragedia y la muerte.” Quien lo dice es Edmundo Rivero, una especie de místico que todavía ronda, junto con otros, el trono de Gardel, sin que ninguno haya conseguido ocuparlo. Quizá porque para desalojar un mito como ése “es necesario morir antes”, como admite a su vez Hugo del Carril.
En algunos films, Rolando Chaves, Jorge Vidal y el propio del Carril encarnaron alguna vez a Gardel. En los hechos, el resplandor de El Mudo —como siguen llamándolo los compadres— sigue resistiéndose a ser ensombrecido.
No sólo contra los fantasmas deben combatir los nuevos héroes del tango. Casi sin piedad —y, ciertamente, sin la menor tregua—, los cantantes de temas internacionales, ungidos por la televisión, golpean al tango con sus aluviones de discos y su inacabable irrupción en los clubes de Buenos Aires. Edmundo Rivero o Hugo del Carril han ganado cien veces más que Gardel, pero Leo Dan o Palito Ortega acumulan 300 mil pesos en el mismo club bonaerense donde alguna vez, y entre dientes, se quiso contentar a Rivero con quince mil.
del CarrilLos cantantes de tango de vuelta de la fama están forzados a refugiarse mansamente en caldeadas cantinas: a veces, el interior argentino los compensa de sus desdichas; allí, Alberto Margal, un imitador de Magaldi, puede imaginar, por una noche, que es un ídolo.
“Nuestra vida es angustiosa, dramática, a veces trágica. Sí, es como el tango”: Hugo del Carril pareció respirar mejor tras aliviarse de esas frases. Pero no alcanzó a sonreír. Sólo lo hizo después, esforzándose, aunque él es uno de los grandes que logró resistir en primer plano. Un minuto antes acababa de rechazar un viaje al interior; pocas horas atrás, las mesas del Casino le habían arrancado 250 mil pesos. Su rostro enjuto y nervioso, luciendo apenas en la penumbra de su oficina de la calle Maipú, se animó un poco al hablar de los 35 millones invertidos en su último film Buenas Noches, Buenos Aires; “Ahora el tango caminará otra vez con fuerza. Creo que éste es el deslinde de una mala época. Dentro de un rato, unos meses tal vez, ya nadie se acordará de ese tropel de la nueva ola. Quizá se salve Violeta Rivas, por su deliciosa voz.”
Después, del Carril quedó otra vez hundido en una marea melancólica. Evocó “los intérpretes excelentes que un injusto destino planchó en los últimos años”. ¿Quién aguanta esto?, se preguntó del Carril, seguro de haberlo aguantado bien y con ganancias.
Hace pocos meses estrenó un piso en Malabia y la avenida Santa Fe; vive allí con su segunda esposa, Violeta Curtois, y su hija de 20 meses, que no pudo conocer el zoológico privado de su padre. “Los bichos a veces se enferman y temí un poco por la nena”, explicó del Carril añorando sus ardillas, tortugas, gatos monteses, zorrinos y hasta pájaros que revoloteaban libremente en las habitaciones.
No mencionó siquiera su dramático tropiezo en el año 55, cuando el gobierno revolucionario declaró interdictos sus bienes y lo envió a una celda de la Penitenciaría Nacional. Pero 1964 fue su buen año; por cada una de sus presentaciones en televisión obtuvo 250 mil pesos; se autopagó un millón por su intervención en Buenas Noches, Buenos Aires, y varios centenares de miles de espectadores se apretujan para ver este film en las cuatro primeras semanas de exhibición.
Se crispó un poco al hablar de ciertas radiografías de su corazón —fuma demasiado—, pero no vaciló en rechazar una dorada oferta de empresarios mexicanos: cinco millones de pesos mensuales libres de impuestos. En cambio, prefiere leer incontables libros cinematográficos, detenerse parsimoniosamente en escrutar la tumultuosa vida del dictador Francisco Solano López y, ahora, en viajar despreocupadamente por Italia, España, Estados Unidos y México.

Cantar donde se come
También este año fueron muchos los solistas del tango que no pudieron coincidir prácticamente con Edmundo Rivero: “Yo no canto donde se come.” Tras desembarcar rabiosamente de, a veces, dilatadas como esplendentes popularidades, dos decenas de intérpretes se aferran al escenario humoso de varias cantinas porteñas. La paga suele ser exigua, pero se complementa con largos aplausos, generosos platos y desbordantes copas “sin cargo”. Rómulo Arias, un astuto mesonero, invirtió su capital en dos cantinas donde se canta tango.
Una de ellas es El Abrojito, que asoma al sur de Buenos Aires, en la calle México. Sus cincuenta y ocho mesas se colman los sábados y domingos con juiciosa gente de clase media: por cada cuatro comensales suelen escurrirse dos mil pesos hacia la caja de Arias. La otra cantina, enclavada en Palermo, ofrece 55 mesas en el mismo local que antes ocupaba La Enramada.
En uno y otro sitio se turnan Héctor Mauré, Jorge Casal, Roberto Goyeneche, Carlos Olmedo, Alfredo Herrera, Jorge Vidal, Alberto Morán y Raúl Berón. Según Arias, algunos de estos intérpretes —lo dijo con recelo— pueden redondear hasta treinta mil pesos al mes.
Los lunes, Arias acostumbra organizar homenajes a grandes figuras. No hace mucho, acongojó con uno a Tita Merello. Estas citas acrecientan el movimiento de parroquianos, quienes casi siempre se animan a bailar algún tango cuando descansan los solistas. Uno de ellos, Roberto Goyeneche, no se queja de su peregrinación por las cantinas, pero recordó con malas palabras su pasado de intérprete de orquesta. “Era un esclavo y no lograba arañar treinta mil pesos. Hoy, que ando solo, me las rebusco mejor. Entre las cantinas, las presentaciones en clubes y los shows en el interior, consigo más plata.”
La mala economía, los gustos cambiantes, erradicaron de la noche porteña una docena de cabarets en la última década, y éste es otro golpe que encrespa a los solistas. Les queda muy poco en la noche, además de las cantinas. En Patio de Tango, una suerte de confitería de la calle Corrientes, cada concurrente debe contar por lo menos con ciento veinte pesos para debitarse con semi ídolos. Dos boites atraen, en cambio, con intérpretes de primera línea: Briquet, en la avenida Santa Fe, paga altos honorarios para que Edmundo Rivero murmure tangos lunfardos a un público de alto status, y Maison Dorée, sobre cuyas parejas soñolientas Alberto Marino desliza tangos románticos.

Tangos como trompis
Mi padre era analfabeto y mi madre una sirvienta, espetó con furia Julio Sosa, mientras aguardaba un avión para Córdoba, donde lo esperaba “un millón libre de polvo y paja”. El hombre que es ahora el patrón del tango, llegó hace 15 años sin una moneda al puerto de Buenos Aires. Al bailotear sobre las dársenas porteñas dejaba atrás una historia de miserias: Luces de Canelón Chico, el bodegón uruguayo donde cantó por primera vez, y el iracundo capataz del ferrocarril que lo echó porque no le gustaban los muchachones locos. Aquí, también fueron años duros.
SosaLos primeros días emergió en Chacarita y cantó tangos a un paso de las viejas bóvedas por diez pesos cada noche. Los hombres se iban rabiosos con sus mujeres tras escucharlo cantar con bravura. Es que el público femenino parecía enamorarse de ese mocetón, capaz de convertir cada tango en una trompada sentimental. Es desde entonces que lo llaman “el varón del tango”.
Después, cantó con las orquestas de Enrique Mario Francini-Armando Pontier y Francisco Rotundo. Siempre con malos modales. Hoy, los fajos de diez mil pesos suelen entrar como una tromba en sus bolsillos. Semanas atrás, una empresa grabadora lo condecoró con el Disco de Oro por sus quinientos mil discos vendidos. Sus estridentes éxitos, con el acompañamiento invariable de Leopoldo Federico, son Cambalache, Madame Ivonne, El último café y Mano a mano.
No hago negocios. La plata la pongo en el banco y me conformo con el interés que me dan. ¿Sabe cómo me mangan? Pero le aseguro que yo no soy otario. Si es cuestión de enfermedad, les compro los remedios; pero a mí no me pasan. Me tienen loco a mangazos. La cara cuadrada de Sosa resplandeció, mientras su representante lo atisbaba celosamente; un hombre que se lleva el riguroso diez por ciento de todas las entradas del patrón.
Son sus vertiginosos paseos al interior argentino y al Uruguay los que hacen crecer su cuenta bancaria hasta el estrépito. En Montevideo le pagaron un millón y medio por diez días. En 1965 piensa arrancar ochenta mil pesos por presentación a un canal de televisión, en Buenos Aires. Durante los últimos años aposentó a su madre en una finca nueva y se compró una casita de dos plantas para él y su mujer, en Villa del Parque.
Al oír hablar de la nueva ola, revienta de odio. En medio del estallido, aclara que “Julio Sosa no sangra por la herida porque gana lo que quiere, cuando quiere y donde le gusta. Es un problema hormonal —afirmó encrespado— el de esta gente. Son inaguantables. Para mí sería una tragedia tener un hijo dedicado a esas mariconadas. Mire; preferiría que fuera chorro, porque a lo mejor una buena mujer lo endereza”. Una hilaridad acuciante parece consumirlo cuando evoca a Néstor Fabián, a Dumas o a Raúl Lavié cantando un tango recio. “¿Cómo pueden decir: Matala, matala..., si ellos no pueden ni siquiera matar una mosca?”
Para Sosa, el tango subsistirá hasta el fin de los tiempos porque es verdad antes que nada. Sin embargo, alguna vez Sosa tuvo sus acres dudas sobre el propio destino. A los treinta años, escribía: “El erótico error de mis padres/me dio luz, yo me llamo fracaso... /Es mentira que tengo otro nombre/ por más que lo diga, lo grite, lo ladre/ el absurdo y severo papel de un juzgado...”
Son versos que integran una lista de 24 poemas publicados en febrero de 1964 por Sosa, con el titulo de Dos horas antes del alba. Cuestan cincuenta pesos en cualquier librería de la calle Corrientes.
Los amigos de Sosa aseguran que en 1965 piensa romper la barrera de los diez millones de pesos. Es un solista del tango, cuyo máximo convencimiento es que “las mujeres siempre se van” y cuya intimidad sentimental se aprieta —según sus versos— más bien junto a su madre, su perro v sus sueños.

Tango y rosas
Los años de "tango y rosas” —como él los define— tardaron en llegar para Edmundo Rivero. A fines de la década del 30 y comienzos de la del 40, su voz le causó desilusiones, bromas de alto tonelaje, puertas clausuradas de golpe en sus enormes narices. Fue un tiempo de “tango y patadas” que Julieta, su mujer, se empeña en evocar con ironía.
RiveroHacia el 40, Rivero se había convencido de que le convenía tentar suerte como un empleado más en cualquier escritorio, en cualquier odiosa oficina de Buenos Aires, Prefirió el Arsenal Naval, donde su salario alcanzó a ciento veinte pesos por mes. Pero su vocación de intérprete fue más agresiva que su entrega al fracaso, y así persistió en un Rivero que trasnochaba para cantar en cafetines hoy desaparecidos; sobre todo en uno de Rivadavia y Castelli. Cuando terminaba con sus tangos, era ya hora de entrar al Arsenal. Un día cayó como herido de muerte al bajar de un tranvía, y comprendió que su carrera de burócrata estaba quebrada.
Después, afloraron imperceptiblemente las rosas; crecieron de golpe cuando Aníbal Troilo descubrió que “se trataba de un oso capaz de cantar como los dioses”. En estos días se siente todo lo dichoso que puede ser un hombre que sufre con el tango. Invirtió tres millones y medio de pesos en un departamento en Bulnes y Santa Fe, donde procura estar mucho tiempo con Julieta y sus cuatro hijos.
Su vida es tan disciplinada como al comienzo; parece fastidiarlo su obligación de trasnochar en una boite, pero allí, y con otras presentaciones, logra elevar sus ingresos mensuales hasta más allá de los 400 mil pesos. Su regalía por discos grabados le asegura además una renta considerable, consolidada con sus últimos hits, El lunfardo y Rivero canta Discépolo.
La irritación también sube en él como una fiebre súbita al mencionarse la nueva ola, pero es una reacción menos hosca que la de Sosa. Prolijamente describió las cualidades que distinguen al chanssonnier del cantante y del intérprete: “Yo soy un intérprete, porque vivo cada una de las situaciones de los personajes del tango”. Y agregó con socarronería; “Esos chicos blandos no saben lo que hacen.”

El oro de los blandos
Algo así como el comienzo de la veta de su Yukón propio fue El Rey del Chupín para Néstor Fabián. En esa cantina de la Boca, un día de julio de 1961, Fabián fue descubierto para la televisión. Tenía 19 años, y ya era virtualmente millonario; la cantina le pertenecía, y también una cuantiosa participación en la curtiembre que su familia tiene en la zona Sur. “Cantaba por cantar, y me llevaron casi a la fuerza al profesionalismo.” Aunque él no lo admite, los expertos del medio afirman que en 1964 Fabián terminará por completar tres millones de ganancias.
Es difícil dialogar con Fabián, sencillamente porque no tiene nada que decir. Ninguna experiencia profunda parece haber penetrado sus 22 años. Quizás sólo el tremendo golpe de un tranviario que le partió años atrás la cabeza con el “fierro de los boletos”. La cicatriz le cruza la frente, pero Fabián la explica con una ingenua sonrisa. “¿Qué hice con la plata?”, se inquiere a sí mismo. Su franca respuesta es que lo engañaron infinitas veces en la compra de automóviles. Ahora, cuidadosamente, revela que el dinero lo invierte en suculentos negocios, y trata de convencer a quien quiera escucharlo de que “realmente me casaré con Violeta Rivas”, su compañera de Todo es amor, en el Canal 9.
Otro intérprete joven y menos rico que Fabián es Jorge Sobral (32 años, casado, dos hijos). Sobral, que fue durante dos años solista en Yo soy porteño, del Canal 13, vivió épocas desalentadoras, a pesar de haber sido estrella de las orquestas de Mariano Mores y Astor Piazzolla. Así, dejó el tango durante dilatados meses para ser maestro industrial. En estos días terminará su contrato con el 13 (recibía setenta y cinco mil pesos por mes y otros trescientos mil al año por su intervención en shows') y se embarcará en una gira por la costa del Pacífico. Empresarios de Chile, Perú y otros países le han asegurado mil dólares semanales libres de impuestos. Es la única manera, según Sobral, de acercarse a cifras que un gigante de la nueva ola es capaz de obtener de un solo golpe de histeria en apenas una noche.
Primera Plana
17/11/1964

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