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crónicas del siglo pasado

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Historia Universal del Barrilete
Mucho antes de aviones y astronaves -y aun de globos y zeppelines-, el más logrado de los intentos humanos por conquistar el espacio fue la cometa.
De uso militar en sus orígenes, fue medio de comunicación entre los chinos, permitió a Benjamín Franklin determinar la carga eléctrica de las nubes y se convirtió, en Argentina, en risueña, infantil tradición de arrabal

Ahora son de plástico, sin cola, con largos y rutilantes flecos. Llevan imágenes que la televisión y hasta la política fijaron en la idolatría de la gente menuda. Por 800 pesos viejos (600 el barrilete; 200 el ovillo con 100 metros de hilo), los preferidos son aquellos que llevan la imagen de La Momia, Hijitus, Pepino, El Zorro, El Sargento García o Juan Domingo Perón.
El barrilete, la cometa —nombre castizo y universal—, el volantín o la pandorga (nombre que también registra el diccionario) constituyen la forma más primitiva que el hombre ideó para escapar de la tierra, jugando a viajar por el espacio. El cielo porteño vive —desde hace algunos años— un renacimiento del antiguo pasatiempo. Sábados, domingos y eventuales feriados, los espacios abiertos de Palermo, la avenida General Paz y los ramales de la Ruta Panamericana son invadidos por aventureros espaciales que, a veces con excusas (la condición de padre es la más utilizada) desgranan allí una liberación momentánea.
Claro que no todo es diversión o melancolía, también hay quienes hacen un pingüe negocio con eso de remontar barriletes. “Ganamos muy bien cobrando este precio. Nos permiten ese margen porque la Municipalidad sabe que únicamente podemos vender los fines de semana o los días feriados”, asegura la concesionaria de un puesto en el barrio Saavedra. Un plañidero colega, establecido en Libertador y Pampa, está decidido a cubrirse de los embates inflacionarios. “Soy jubilado, y con la miseria que cobro... Tras esa disculpa aparece una cotización que no conoce precios máximos y que oscila según la traza del cliente. Días atrás, se le escuchaba variar entre 1.000 y 1.200 pesos la oferta de un mismo barrilete.
La anécdota es poca cosa para empañar la tamaña historia de la
cometa: se sospecha que el barrilete fue inventado por Arquitas de Tarento, 400 años antes de Jesucristo. Se sabe, por el contrario, que en el 594, durante el reinado del emperador chino Won-t¡, los ejércitos sitiados en la ciudad de King-Thai lo utilizaron para solicitar ayuda a sus aliados de extramuros. Guillermo, El Conquistador, usó volantines para comunicar a sus tropas la señal de ataque, en la batalla de Hastings. En 1752, Benjamín Franklin, el físico y político norteamericano, descargó la electricidad de una nube mediante un barrilete corriendo el riesgo de morir electrocutado. Desde algunos años atrás, la NASA se sirve de cometas —sin armazón de madera, fabricados con tela especial— para indagar las corrientes de aire en la altura: estudio imprescindible para graduar el reingreso de las cápsulas espaciales en la atmósfera.
Pero esta historia de volantines también se remonta a los viejos tiempos de la colonia en el antiguo Buenos Aires. Por entonces, el barrilete comenzó a ocupar el tiempo libre de los porteños. La ciudad se prestaba: escaso tránsito, ausencia de cables telefónicos y eléctricos, terrenos baldíos, amplias azoteas y fondos prolongados ofrecían pistas ideales para entregarse al sueño de volar.
La parroquia de San Nicolás era la sede central de los barrileteros. Allí, quien mandaba era El Paraguayo, sirviente de un coronel de apellido Pader, y gozaba de una popularidad que había nacido en su arte para fabricar barriletes; desdeñaba los vulgares, con tres o cuatro cañas, para crear hermosas estrellas o singulares medios mundos. Cuentan que de su manos nació un mundo entero, maravilla voladora cuyo armazón necesitaba de sesenta y cuatro cañas. Se lo compró, en 70 centavos, un tal señor Lafuente, quien vivía en la calle Del Parque, para poder regalárselo a su hijo.
Otro talentoso artesano fue el mulato Romualdo, aunque poseía un sentido comercial no igualado por sus pares: a pedido, fabricaba cualquier variante y su ingeniosidad dependía del dinero ofrecido por el cliente. De Romualdo —que solía exponer sus productos a la vista y apetencia del viandante en pleno centro— aprendieron El Inglés Gath y El Indio Chaves el secreto de mercar, algo que los indujo a instalarse con un bolichito en la calle De la Piedad. El cartel que Gath y Chaves colocaba en el suelo, junto a las ofertas, le fue dictado por Romualdo: “Ganar poco y vender más”.
Con todo, la actual vivencia de los barriletes tiene ahora características distintas a la de los viejos tiempos: se acabó el sutil artesanado doméstico por el que se armaba el esqueleto con cañas cortadas al medio, se preparaba un recipiente de engrudo a punto; se combinaba el polícromo aspecto, con trozos de papel para barrilete, toda una entidad distintiva; se ajustaban los tiros, tarea de precisión que decidía el futuro del engendro, y se acudía a los rincones para anudar, con resto de viejas prendas, la muy famosa cola.
Actualmente, aquellas hermosísimas estrellas sólo aparecen como melancólicos testimonios. Sin embargo, un ventoso domingo de julio, junto a la General Paz, un padre se disponía a remontar, con su pequeño hijo, un producto de barrilete factura casera. “El nene tiene uno de plástico, que no sube bien. Me acordé de cuando era chico —se pavoneó ante Siete Días— y le dije: vení que te hago uno. Y... debo haber gastado unos 80 pesos de papel y engrudo. La caña se saca de cualquier lado, lástima que se va a romper pronto".
Distinta es la alternativa de los modernos, poco hábiles progenitores. Los barriletes actuales, con frente de plástico, reparan sus heridas con apósitos de cinta scotch. En cuanto al armazón, consiste en apenas dos varillas de pino; una vertical; la otra arqueándose trasversalmente, compone con aquélla una imagen que remeda a una primitiva ballesta. Si alguna de ellas se rompe, no queda más que acudir a uno de los quioscos y adquirir el repuesto: 150 pesos viejos la unidad.
La simple elección infantil del color o el personaje preferido, ha limitado las reglas del pasatiempo a un acto más bien individualista y preñado de total ingenuidad. La antigua factura personal le otorgaba, al remontar el barrilete, un carácter competitivo, del que no escapaba alguna actitud picara, hasta malintencionada. Hoy, los barriletes no necesitan de cola, y no la tienen. En el pasado, cuando el constructor dominaba a la perfección su técnica, tal vez como una sofisticación, ligaba a la cola hojitas de afeitar, con ¡as que, en el aire y con un juego de hábil manipuleo, cortaba el hilo de barriletes vecinos. Era común ver a erguidas cometas estremecerse imprevistamente, como fulminadas, y caer con movimientos epilépticos. Ya no ocurren esas batallas aéreas.
Al revés de lo que ocurre en Buenos Aires, donde sólo es diversión de pocos, en los Estados Unidos es asombrosa la afición por los barriletes. Sin embargo, hasta hace unos años estaba prohibida su práctica en cualquier plaza de Nueva York. Thomas Hauling, Comisionado de Parques, logró que la medida caducase. Entonces, una novedosa industria levantó vuelo: 40 millones de barriletes se venden, anualmente, en USA.
En enero de 1969 Buenos Aires recibió una curiosa, imprevista visita. Will Yolen, 75 años, norteamericano, dijo ser el primer campeón mundial de remontar barriletes; el título, según la versión del propio, simpático viejito, lo había ganado en un certamen que se realizó en Los jardines del Palacio de Caza del Maharajá de Bharatpur, en la provincia de Uttar Pradesh, India. ¿Cómo averiguar si era cierto? Además, ¿a quién Le importaba demasiado? Los periódicos porteños corrieron a entrevistar al personaje. “Desafío a cualquiera de los remontadores argentinos, por dinero o sólo por el honor —bramó el anciano, en franco delirio—. Pero sé que nadie me puede superar, porque soy el más grande del siglo. Mi barrilete llega hasta donde nadie Lo puede ver". Contaba que la pasión Lo abordó a los 26 años de edad —algo tarde, es cierto—, y que hasta pudo convencer a un editor para publicar un libro: Guía para los jóvenes remontadores de barriletes.
Yolen no tuvo más repercusión que algunas sonrisas misericordiosas, y desapareció. Había intentado dar demasiada seriedad a un juego, a una cándida fantasía que no tiene más pretensiones que estar inmersa en un ovillo de hilo.
revista Siete Días Ilustrados
06.08.1973

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