Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Vida Moderna
También el baile es una lengua muerta
Es casi la oración, en Buenos Aires. Un gato cruza ante la ventana semi-abierta de una escuela de danzas. El gran espejo de la sala, rodeado de felpas y sillas sin testigos, reproduce la imagen de tres edificios y refracta el rumor de los peatones y la estridencia de las bocinas.
El gato continúa su ronda, el espejo recupera su pequeño trozo de cielo y hormigón armado, junto a una pareja que comienza a bailar.
Sobre el olor a tierra y fatiga de la alfombra roja, un cuarentón ruborizado se contonea en brazos de una mujer a la que recién conoce. Sus ojos van desde la punta de sus zapatos hasta el rostro inmutable de la mujer.
El bolero se detiene: es el final de la primera lección de baile, a la que se somete uno de los pocos legos ("sobre todo, gente del interior y los eternos solitarios") que llegan a las desfallecientes escuelas de danza, no más de cinco en todo Buenos Aires.
La lección termina media hora después. Al mismo tiempo que el maduro alumno recobra su aire desenvuelto, la mujer, con los pies ahora tan doloridos como su orgullo pedagógico, dice, mientras se quita los zapatos: "La gente ha cambiado las costumbres. Antes, cuando a un hombre le gustaba una chica, si la seguía por la calle se ligaba un carterazo. Por eso el baile era el medio más seguro para entablar una relación."
En la última década, la decadencia de los salones de baile, el crepúsculo de las soirées danzantes, las citas familiares, despeñaron una molicie que para los sociólogos constituye la caída de la gazmoñería, por lo menos en la Capital y en las grandes ciudades. El riesgo del carterazo femenino parece casi desterrado, mientras que nuevas fórmulas proponen atajos menos ambiguos para el acercamiento entre los dos sexos.
"Si el baile resulta, siquiera para la juventud, un medio para exacerbar los sentidos, está probado que cada vez es menos útil. El baile en sí, por el baile mismo, sólo atrae a unas minorías exquisitas", explicó hace tres días una especialista del Departamento de Sociología de la Universidad de Buenos Aires, en una intrincada cafetería de intelectuales porteños.
Sin ningún lugar a dudas, "el negocio no puede sostenerse con una minoría", se queja Ángel Alba (54 años, una hija), propietario de una academia de bailes; es un viejo negocio ahora deteriorado por una incipiente malignidad: "No en todas las academias pasan esas cosas que la gente supone. Aquí todo es decencia, esto es una escuela, una escuela", ronronea, abrumado por la desesperanza, mientras cruza la sala vacía y comenta las dotes que adquieren sus alumnos en clases colectivas que nunca exceden de las diez parejas y a precios que oscilan entre los 300 y los 3.000 pesos. "Depende de la aptitud de asimilación de mis alumnos", dice con un hilo de voz el apesadumbrado maestro, mientras desliza una escoba sobre las alfombras mohosas.
Alba les enseña los pícaros arabescos del ocho ("El tango es mi pasión"), las fintas estilizadas, la ortodoxia del convite y la manera correcta de devolver a una señorita a su asiento después de cada pieza.
En un chapoteo de empirismo filosófico, destila su última conclusión: "El baile es mejor que el psicoanálisis, es una de las principales funciones sociales. El que no sabe bailar es un parásito sin remedio."

Los malos tiempos
Tan rotundas aseveraciones no encuentran demasiado eco entre sus discípulos, en su mayoría hombres que frisan la madurez, "no siempre desprendidos —dice el profesor folklorista Julio Laurent, 25 años, casado— de las costras de la timidez". Una timidez patológica, ennegrecida por los prejuicios y, a veces, atenaceada por una mórbida retracción sexual, que llevó a un alumno a explicar así las causas de su desaliento: "Enseñan bien, pero no pasa nada. Las profesoras son todas veteranas" Otro, un salteño de 40 años, llegado a Buenos Aires hace cinco meses, fue todavía más lapidario: "Ir a una academia de bailes para aprender a bailar, ¡es ridículo!"
El folklorista Laurent modela a danzarines menos displicentes en la escuela Panelli, un ejemplo de organización: la cadencia de los ritmos tropicales, tanguísticos o clásicos puede aprenderse en cursos acelerados de cinco días, a 2.300 pesos. La enseñanza en lapsos ordinarios de 20 días cuesta 1.600 pesos. Pero, hasta ahora, las opciones no sirvieron para repoblar sus aulas; antes que eso, demostraron la fragilidad de un argumento de Laurent para recuperar el meneante esplendor perdido: "La gente está cada vez más ocupada; procuremos no someterla a una obligación demasiado larga."
El administrador Fortunato Jala (54 años, 5 hijos), cuya afición por el tango lo decidió "a fundar una academia de cortes y quebradas en la esquina de casa, hace treinta años", también desfleca su melancólica duda: ningún indicio le permite asegurar que volverá a tener 40 alumnos diarios, como en los buenos tiempos. Ahora gime un lastimoso "sólo vienen seis o siete".
Pero la más demoledora imagen de la decepción la brinda el legendario Domingo Gaeta (50 años, casado), presidente del directorio de una sociedad anónima dedicada a fomentar el baile, y autor de un libro. El arte de enamorar (1.500 pesos la edición de lujo), espiralado buceo casi obsesivo que contempla los más complejos enfrentamientos eróticos: desde cómo enamorar a la viuda de un militar hasta cómo responder epistolarmente al amante de su hermana, que ahora se le declara a usted.
El esclarecedor Gaeta descubre sus tres dientes de oro y destella en una sonrisa: "Cerraremos la academia. No, no quiero publicidad. La cerraremos." Se jacta de haber signado los destinos de una gran empresa, un reverbero de expertos danzarines, hombres y mujeres que se despojaron de sus inhibiciones dando ágiles volteretas.
"Siempre nos dimos el lujo de elegir a nuestros alumnos. Aquí no viene cualquiera; imagínese, las clases son individuales y siempre hay dos profesores para cada alumno." Pero con tanta eficiencia ahora resulta, no más, un lujo: Gaeta guiña un ojo y admite que "mejor es retirarse, los tiempos cambian".
Sin embargo, para el cuarentón ruborizado y la joven de rasgos orientales que aguardan su turno en la sala de espera, esta vez sin la muda presencia del gato, el tiempo cambia, pero no tanto. En algún recoveco de su mente, el arte de hamacarse sigue suponiendo un envión para sumergirse en la sociedad.
PRIMERA PLANA
27/10/1984

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba