Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Trinidad y Tobago
América
Trinidad-Tobago, a las puertas de la OEA
En Port of Spain, la piscina del Hilton copia palmeras y montañas; cruzando la calle —una suntuosa avenida llamada Frederick— se aborda el palacio, donde el doctor en filosofía Eric Williams, graduado en la universidad de Oxford, hace un cuarto de siglo, gobierna, como líder del People’s National Movement, a sus compatriotas, los naturales de las islas de Trinidad y Tobago: se los llama, genéricamente, trinitarios, y suman casi un millón de habitantes.
Varias ciudades de ambas islas y no pocas calles de Port of Spain ostentan toponimia hispánica. Ya en 1532, la corte de Madrid designaba un gobernador de Trinidad; hubo después una copiosa inmigración francesa, desde Haití, y por fin, durante las guerras napoleónicas, Gran Bretaña asaltó esta isla, entre muchas otras del Caribe; el tratado de Amiens, en 1802, reconoció esa conquista.
Casi un siglo y medio perduró el régimen colonial. A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, los ingleses debieron ceder una base en Trinidad a los Estados Unidos, por 99 años, a cambio de cincuenta destructores usados. La presencia de fuerzas aeronavales extrañas alentó el movimiento de independencia, que ya se había manifestado desde 1921. Por lo demás, la rica producción de petróleo —más de 7 millones de toneladas— ya había atraído a compañías norteamericanas.
Trinidad y Tobago ejercen el gobierno propio desde medio siglo atrás, pero la independencia no llegó hasta 1958. Entonces formaban parte, con Jamaica, Barbados y otras islas (Barlovento y Sotavento), de una Federación de las Antillas Británicas. Como jamaiqueños y trinitarios evidenciaron la misma voluntad de hegemonía, se hizo inevitable la partición, cinco años más tarde. Actualmente es un dominio de la Comunidad Británica, con plena soberanía.
La población es heterogénea. Predomina el negro importado de África, pero progresa el mestizaje (con hindúes, con chinos), sin contar los frecuentes casos de descendencia entre chinos e hindúes, las dos comunidades dedicadas al comercio minorista.
En cuanto a los residentes de raza europea —británicos, franceses, holandeses, norteamericanos—, se abanican en los porches de sus claras residencias, donde transcurre una monótona vida social endulzada por débiles tragos.
Los trinitarios de origen iberoamericano —venezolanos, en su mayoría— soportan un desprecio casi unánime: “basura” es el tratamiento más cordial que conocen; son tan pobres como los negros, pero menos numerosos.
La renta nacional es de las más altas en el continente: casi 600 dólares por habitante. Pero en las colinas de Shantytown, chozas de madera y de lata recuerdan los arrabales de cualquier ciudad iberoamericana. El turismo —principal industria, después del petróleo— se esfuerza por ocultar esas lacras, conduciendo a las infatigables filas de viajeros hacia los barrios residenciales y la base aeronaval. A muchos les complace ver, en las plazas, a oradores de color con su grupito de oyentes, tan aburridos unos y otros como los del londinense Hyde Park, y también a los baptistas que rezan al aire libre, como en cualquier ciudad norteamericana.
Otros prefieren asistir a las delicias del calipso —una pareja que se contonea en una baldosa, descendiendo hasta el suelo y luego levantándose— o el limbo, casi un rito, exclusivo para hombres, quienes se agachan hasta pasar por debajo de una vara de bambú, casi a ras de la tierra. Los negros trinitarios tienen las cinturas más delgadas y flexibles del mundo, y elegantes mulatas pasean sus turgencias entre el delirio cromático de una flora incomparable.
El gobierno de Eric Williams —nacionalista, pero conservador— desea ser admitido en la Organización de Estados Americanos; Venezuela, su vecino, presentó oficialmente la propuesta. Desde luego, Londres mira esa propuesta con menos simpatía que Washington. La carta de la OEA no fija el procedimiento para la admisión de nuevos miembros. Esta cuestión inquieta a la Argentina y a Guatemala, que temen crear un antecedente nocivo para los casos de Malvinas y Belice.
Aunque la Argentina fue el primer país en reconocer a Trinidad-Tobago cuando el archipiélago declaró su independencia, se esforzó por evitar que el ingreso a la OEA se tratara, como quería Venezuela, en una conferencia extraordinaria que debía celebrarse en Washington, el 28 de diciembre. En cambio, logró que esta cuestión sea trasladada a la agencia de la VI Conferencia Inter americana (la misma que debió celebrarse en Quito hace cinco años, y que desde entonces se suspendió varias veces).
Un redactor de PRIMERA PLANA entrevistó, la semana pasada, a Patrick Solomon, canciller de Trinidad-Tobago, quien llegó a Buenos Aires para agradecer el empeño argentino en favor de su país. Solomon, de elevada estatura, refinado y culto —un. gentleman de color—, dijo estar “muy agradecido por la actitud amistosa” del presidente Illia y del ministro Zavala Ortiz. - “No nos sentimos aislados de América latina; mi viaje demuestra el interés que nos provoca la integración en el continente.” A una pregunta sobre el castrismo en su país, respondió: “No hemos tenido ese problema. A Casero le interesa Venezuela, no Trinidad. Somos un país estable. Tenemos un pequeño ejército, y no necesitamos que sea mayor.”
PRIMERA PLANA
24 de noviembre de 1964

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