Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Drogas
Cleopatra y los silicones
Hace un par de meses, en París, murió una segunda figura del strip-tease francés. Se llamaba Régine Rumen y era muy hermosa, pero, a los 28 años, sus senos estaban perdiendo algo de la perfección profesional. Entonces decidió apelar a la inyección de silicones. El cirujano que se prestó a sus demandas, intentó desviar las acusaciones que llovieron sobre la jeringa. El padre de la bailarina, indignado, clama todavía por una prolija investigación. Y los médicos susurran comentarios inquietos acerca de shock alérgico y de reacciones tóxicas.
Es el signo más detonante (y lamentable) de una moda que nació a partir del descubrimiento de un japonés, el doctor Sakurai, y que tiene su epicentro en USA: la de apelar a procedimientos químicos para desarrollar el busto.
Los silicones —o mejor dicho, las resinas de siliconas— son materiales plásticos derivados del silicio. Se emplean para revestir cueros y telas, o en la fabricación de cosméticos. A Sakurai se le ocurrió inyectarlos, bajo la forma de un fluido ligeramente viscoso, entre los músculos pectorales de la pared de la caja torácica y la parte trasera de los tejidos mamarios. Según él, la sustancia rellena la piel floja y empuja el pecho hacia adelante. Las japonesitas recibieron la noticia con una algazara rayana en el delirio: sus senos pequeños lucían muy bien bajo el kimono ajustado de antaño, pero apenas si aparecen enfundados en los chemisiers a la occidental. La técnica no tardó en penetrar al mundillo de las sexy norteamericanas.
Carol Doda (26 años), una rubia que se convirtió en la sensación del espectáculo nocturno, en el Cóndor Club de San Francisco, explicó las aritméticas razones de su promoción. Según ella, todo empezó cuando sus medidas (80-60-80) se transformaron en 110-60-80. Los silicones líquidos hicieron el milagro.
La vedette no entiende por qué “si la ciencia inventó todas esas drogas maravillosas, no vamos a usarlas”. La oficina federal de Medicamentos y Alimentación de los Estados Unidos brinda una causa: las inyecciones de silicones violan una regla sobre los específicos farmacéuticos no probados. Morris Yakowitz, director de Supervisión en aquel organismo, sostiene que los silicones “no deben usarse en un tratamiento experimental sobre seres humanos, porque antes no fueron probados en animales de laboratorio”.
No hace mucho, en los consultorios de varios médicos californianos, la oficina federal incautó grandes cantidades del producto. Para los médicos, la experiencia reporta una considerable ganancia. La serie de veinte inyecciones cuesta entre los 750 y los 1.000 dólares (en París, a la pobre Régine le costaron 1.350 nuevos francos) y el médico californiano que trató a Carol Doda tiene sus turnos cubiertos hasta el mes de mayo de 1966. Puede haber tenido que ver en ello el entusiasmo de la bailarina. Carol dice a todo aquel que quiera oírla: “Estoy recibiendo innumerables cartas de chicas acomplejadas por las medidas de su busto. Pero ahora —declara, exultante— una chica puede ser tan grande como sueñe serlo”.

¿Silicones o silastic?
En los Ángeles, el tratamiento ya se ha convertido en una industria floreciente. No menos de 75 médicos apelan a los silicones y hasta un cirujano plástico declara que nunca hace menos de 25 operaciones semanales, por cada una de la cual recibe un millar de dólares. En Beverly Hills, la euforia ya encontró un sobrenombre para las intervenciones: las denominan la aguja de Cleopatra. Contra la opinión general, una encuesta reciente descubrió que no todas las pacientes son coristas. Al contrario, la mayoría se cosechan entre las “disminuidas” amas de casa. Hay también muchas universitarias, y hasta adolescentes a las que llevan sus propios padres, temerosos de ser culpables de algún trauma posterior. Muchos de los que ahora llegan a Las Vegas, no lo hacen para tentar la suerte frente a una máquina tragamonedas. Doscientas mujeres han permitido a un médico de la ciudad aplicar 16 mil inyecciones, una cifra que, además de oficio y experiencia, le reportó 200 mil dólares.
Sea cual fuere la profesión de las que se someten al trámite, ninguna puede evadir un prudente formulismo: la firma de un texto, en el que reconocen que el tratamiento es experimental.
Hay, además, quienes no se dejan envolver por la “fiebre del silicon”. El doctor Herbert Conway, del Colegio Médico de la Universidad de Cornell, advierte que la droga puede emigrar entre la piel y el músculo, o entre dos juegos de músculos. También podría acumularse provocando “burbujas”. Además, dice Conway, “si los tratamientos no se repiten, el busto comienza a decaer”. Todo esto no significa que Conway se abstenga de un interés profesional por “el crecimiento”. Lo demuestra usando una prótesis de goma siliconada (Silastic),
desarrollada hace dos años por Thomas Cronin, cirujano de la Universidad de Baylor y producida por la Dow Corning Corp. Las prótesis, que se parecen a cilindros anchos y algo chatos, contienen entre un cuarto y un tercio de silicones gelatinosos. El “uso Cronin” enseña que hay que insertarlos entre la pared de la caja torácica y la trasera del pecho, a través de una incisión de tres pulgadas, efectuada en la base. Conway asegura que el aditamento “no produce cáncer”, algo que atemoriza a muchas norteamericanas, pero que no impide al cirujano de Cornell obtener de mil a dos mil dólares por operación.
El jefe de Cirugía Plástica del Hospital San Lucas, de Nueva York, no confía en el injerto, porque tampoco cree en ninguna de las formas conocidas de prótesis. Las esponjas de material plástico, por ejemplo, suelen ser bien toleradas pero pronto las invade el tejido conjuntivo y los pechos de la infortunada bella quedan robustos, pero duros como de madera.
El debate entre Stark y Conway, si bien puede tener cierta trascendencia
desde el punto de vista médico, no guarda ningún significado social. Eso es lo que piensa, al menos, el famoso dibujante norteamericano Al Capp. El padre del Chiquito Abner sostiene que usar silicones carece de sentido: Sakurai tuvo que inventar la inyección bajo el ímpetu de japonesitas desoladas, que intentaban parecerse a las norteamericanas abundosas. Además —concluye—el boom del busto artificial llega un poco tarde, cuando el “estilo muchachito” es de rigueur para las elegantes y está tan de moda el derriere. “¡Qué lástima!”, se lamenta Capp.
“Hace diez años, esto hubiera sido festejado como un envío del cielo.”
No obstante los pareceres de su creador, Daisy Mae la (ahora) esposa de Li’l Abner, no se ha plegado al movimiento de las mujeres tabla, y continúa con sus violentas curvas, cada vez más obsoletas. Aunque, por supuesto, ella nunca necesitó silicones.
4 de enero de 1966
PRIMERA PLANA

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