Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Robert Kennedy
El senador Kennedy
El abogado Robert Kennedy resplandecía, al alba del miércoles pasado, cuando enfrentó los micrófonos de la radio y la televisión, en el hotel Statler-Hilton, en el centro de Manhattan. Mientras el escrutinio continuaba, su rival, el candidato republicano Kenneth Keating, acababa de aceptar la Victoria del ex ministro de Justicia.
Robert Francis Bob Kennedy martilleó una vez más su seco inglés para comprometerse a trabajar, desde el Capitolio, por el progreso de Nueva York, el estado que lo ha convertido en el tercer senador de su familia (el primero, su hermano mayor, John, luego presidente de USA; el segundo, su hermano menor Edward, representante de Massachusetts).
Detrás de la victoria de Bob se clausuraba una poco sutil maniobra política y una cada día más honda tradición que parece determinar todas las actitudes y posiciones del clan Kennedy. El padre, hoy mellado por la hipertensión, quiso ver a uno de sus hijos en la Casa Blanca. John se instaló allí a principios de 1961 y la abandoné, en un ataúd, menos de tres años después. Ahora le toca el turno a Robert; Edward puede esperar.
Bob no logró, como algún optimista supuso, la nominación vicepresidencial junto a Lyndon Johnson. Desde entonces, un único horizonte se levantó delante de él: Nueva York, el estado más importante de la Unión, dueño de 43 sufragios en el Colegio Electoral, fabulosa llave para cualquier carrera por el poder. A comienzos de setiembre, y contra la opinión de los “reformistas” demócratas de Nueva York, Robert Francis (38 años, 8 hijos, ex colaborador del comité de investigaciones del senador McCarthy) obtuvo la candidatura que ansiaba, y recibió, además, el respaldo del Partido Liberal, que en 1960 proveyó a su hermano John de 406.000 votos.
“Bob siempre quiere ser el primero en todo”, comentó alguna vez Dave Powers, un asesor de la administración Kennedy. Más que un juicio, estaba elaborando una regla sin excepciones. Al ganar la candidatura a senador por Nueva York, Robert Francis desplazaba a la guardia renovadora del Partido Demócrata, en la que supuestamente debía militar, y era ungido por el predominio de los viejos politicastros.
Buena parte del millón y medio de dólares que insumió su campaña provinieron de los diez millones que constituyen su fortuna personal. En los hoteles Carlyle, Chatham y Statler-Hilton estableció .cuarteles; al lado de Bob se alinearon dirigentes prestigiosos como Averell Harriman, Arthur Schlesinger y hasta la eterna Marlene Dietrich. En la vereda opuesta, y al lado del contendor, Kenneth Keating, se ubicaron 120 correligionarios de Bob (entre ellos, el novelista Gore Vidal y el actor Paul Newman) y fuerzas republicanas e independientes.
Keating, de 64 años, y sus estrategos, prepararon un minucioso plan de batalla amparados en la popularidad y hombría de bien de que goza el tostado dirigente republicano en Nueva York. Esas cualidades y el hecho de que el masón Keating rompió con Barry Goldwater no le aseguraron el éxito. El católico Kennedy le llevaba ventajas. suculentas: juventud (tiene 38 años), un apellido histórico, la obcecada voluntad de vencer. Y un don nada despreciable: su porte, su arrogancia. PRIMERA PLANA oyó aullar a cientos de mujeres maduras y maquilladas adolescentes, al paso de Bob, el jueves 29 de octubre en un mitin en la Séptima Avenida; el sábado 31, en el Madison Square Garden; el martes 3, por la mañana, en el jardín zoológico del Bronx.
La de Nueva York fue una vorágine distinta, pespunteada de recursos oscuros, humor y grotesco. Keating no halló argumentos sólidos para batir a su oponente: le reprochó, a lo sumo, haber distorsionado su foja de servicios como congresal (12 años de diputado, 6 de senador) y ser un extranjero en una ciudad y en un Estado cuyo respaldo procuraba.
Bastaba observar a Robert Francis para advertir hasta qué punto lo guiaban sus ambiciones políticas y no sus deseos de servir a los electores, a quienes decidió utilizar como trampolines. Discurso tras discurso, machacó lo mismo en su cortante, peyorativa, lengua de arribista. Costaba acercarse a él, aunque en cualquier calle de Nueva York, muchachos y muchachas asaltaban a los transeúntes con fotos y distintivos del ex ministro. PRIMERA PLANA, luego de insistente persecución, logró cruzar con él unas palabras en el hall del Chatham. Y Bob contó, nuevamente, su rosario de proyectos: mejoras en el transporte, la vivienda, la educación, supervivencia de la Nueva Frontera.
—¿Busca usted la presidencia de los Estados Unidos?
—Busco el bien de Nueva York y de mi país —respondió Bob, antes de que un tornado de colaboradores lo quitara de allí.
Sin embargo, es natural y es obvio que busque la presidencia. No lo hará en 1968. El mismo lo ha dicho, pues entiende que Lyndon Johnson aspirará a la reelección. Entretanto, van a tentarlo la gobernación de Nueva York —ahora en las manos republicanas de Nelson Rockefeller—, alguna cartera dentro del gabinete, algún puesto clave en el partido. En 1972, a los 46 años, este abogado que jamás atendió un pleito quizá se proponga repetir la hazaña de su hermano John. Y quizá, también, no necesite más que proponérselo.

La sombra del caudillo
Pero Nueva York no solamente presenció el apogeo de Robert Francis Kennedy —contra quien aconsejó votar el influyente The New York Times— sino, además, el apogeo de otro hombre joven que aparece como su contrafigura: el representante (diputado nacional) republicano John V. Lindsay.
Un veterano parlamentario, seis años mayor que Bob, Lindsay se negó aun más abruptamente que Kenneth Keating a respaldar la candidatura de Barry Goldwater. Una especie de héroe popular del distrito 17 de Nueva York —una amplia zona de Manhattan que amalgama sórdidos cafetines y lujosas residencias—, Lindsay se postuló como representante y fue reelegido por una diferencia de 80.000 votos sobre unos 200.000. “Mi lucha por la reelección —dijo Lindsay a PRIMERA PLANA en su oficina de la calle 44, entre la Quinta y Sexta avenida— es una lucha para preservar el Partido Republicano, según lo que yo creo y siento que debe ser el Partido Republicano.”
¿Qué debe ser? Curiosamente, sus ideas no difieren demasiado de los principios demócratas, inclusive de los temas que tocó Bob Kennedy en su campaña. Lindsay fue uno de los más encendidos defensores de la Ley de Derechos Civiles, ha presentado nutridas iniciativas para mejorar la educación, la vivienda. con las condiciones laborales.
En su distrito, blancos y negros, grandes y chicos, conversan con Lindsay. En la mañana siguiente a las elecciones, el reelecto congresal recorría su barrio, agradeciendo a los vecinos. En sus gestos sencillos, en sus palabras cálidas, ningún rastros de demagogia, ninguna desmedida egolatría. Meses atrás, los líderes republicanos le propusieron postularse como senador y aprovechar su prestigio. “Primero, tengo que ser un buen diputado, y para serlo me faltan muchas cosas por hacer en favor de Nueva York”, replicó Lindsay. Lo más importante de todo es que, en esos momentos, decía la verdad.
PRIMERA PLANA
10 de noviembre de 1964

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