Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Un premio para 19 millones de negros
Un mes atrás, cuando Pablo VI recibió al sacerdote protestante Martin Luther King (h), en el Vaticano, y apoyó su lucha contra la segregación racial, el Parlamento noruego dudaba entre tres candidatos a quienes conferir el Premio Nobel de la Paz 1964: el propio King, el general Dwight Eisenhower y el diputado alemán Konrad Adenauer.
El miércoles pasado se disiparon las dudas: será Martin Luther King el hombre que el 10 de diciembre, en Oslo, reciba de manos del rey Olaf V el galardón (en metálico: 273.000 coronas suecas, unos 54.600 dólares) y se convierta en el tercer negro que asciende a esa cúspide, después del norteamericano Ralph Bunche (1950) y del sudafricano Albert Luthuli (1960), otro combatiente por la igualdad racial como el pastor bautista King.
Si coronar a Bunche y a Luthuli fue, para el siempre calmo aparato de los Nobel, un desafío a la tradición, la consagración de King aparece como el más oportuno y más admirable golpe dado por el Parlamento de Noruega —a cuyo cargo está el Premio de la Paz—, en una lista que congrega a Woodrow Wilson y a Albert Schweitzer, que increíblemente favoreció a Theodore Roosevelt y omitió a Gandhi. Recompensar a King es, hoy, recompensar el largo calvario de 19 millones de negros norteamericanos; pero es, también, una egregia manera de decir a esa población que no está sola, que su lucha tiene sentido y que vale la profecía de James Baldwin a sus hermanos de color: "Vosotros sólo podréis ser destruidos si creéis que sois, en verdad, lo que el mundo blanco llama un negro."
Curiosamente, el Premio Nobel ha recaído en quien, ante ojos imparciales, carece de la brillante oratoria, de la capacidad administrativa, de la sofisticación o de la ruda militancia de otros caudillos negros norteamericanos. Pero a mediados de 1963, cuando un siglo después de la Emancipación estalló en USA la Revolución Nacional del Negro, era King el que encabezaba en Birmingham la fase más dramática de esa revolución, el artífice de un movimiento que desencadenó la ira de los blancos, el chorro mordaz de las mangueras, las dentelladas de los perros, y que cubrió las prisiones de negros jubilosos, atados a sus spirituals como a una Biblia inapelable.
Otro era el espíritu de los negros, 25 años atrás, cuando Martin Luther King subió con su maestro a un ómnibus y fue obligado luego a dejar el asiento a un blanco, mientras el conductor lo insultaba desde el volante. "El viaje duró 150 kilómetros —recuerda—, y yo y mi maestro lo hicimos de pie, deslomados por el sueño."
En su sangre ya había síntomas de rebeldía: el abuelo materno dirigió un boicot contra un diario de Atlanta; el padre de King —pastor, como él— se levantó en ese mismo Estado contra las leyes de la segregación. Antes de los 13 años de edad, Martin Luther trató de suicidarse dos veces. A los 20, supo que el pulpito era el mejor reducto para expandir su amor cristiano, para estar al lado de su pueblo.
"De mi hogar y de Jesús salen mis ideales. De Gandhi, mi técnica operativa", confiesa a menudo. Pero este hombre que predica la no violencia, es perseguido por la violencia. Ha sido atacado cuatro veces y encarcelado quince; tres bombas estallaron en su casa de dos pisos y cuatro dormitorios de Atlanta, donde las paredes rebosan de pinturas sobre temas africanos y retratos del Mahatma.
Sin embargo, la paciencia y la sensatez de King le dan el triunfo. Sus discursos se cubren de metáforas espesas ("Sólo siguiendo la causa del corazón puede el hombre matricularse en la universidad de la vida eterna"), aunque esas metáforas llegan a su gente, la vienen convenciendo desde 1955, desde un 1º de diciembre en que la pastosa voz de King logró su primera victoria: la compañía de ómnibus de Montgomery, Alabama, reservaba a los negros la parte trasera de los vehículos, según las normas vigentes. El pastor bautista —que ya se había casado con la soprano Coreta Scott— hizo que sus hermanos anduvieran a pie; al borde de la ruina, la compañía obtuvo la derogación de aquella rémora.
La de Montgomery fue una de las grandes batallas ganadas por los negros de USA en su accidentada guerra. Pero King perdió su siguiente batalla en 1961, en Albany (Georgia): prisionero de la policía, proclamó que iba a quedarse en su celda hasta que el gobierno decretara la integración. A los dos días aceptó salir en libertad bajo fianza, y el chispazo de Albany se desmoronó. En el remordimiento de ese error, de esa derrota, King comenzó a preparar su mayor ofensiva: la de Birmingham, ciudadela de la segregación, que se inició en abril de 1963 y arrancó titulares a toda la prensa internacional.
El 28 de agosto, los 200.000 negros que marcharon sobre Washington y se apostaron en los alrededores del Lincoln Memorial, recordaron el discurso de uno solo de los cinco dirigentes que los arengaron: el de Martin Luther King. Tiempo después, el semanario Time, de Nueva York, colocaba por segunda vez el rostro de King en su portada y lo elegía Hombre del Año 1963, una distinción a nivel universal.
La noticia del Premio Nobel encontró al pastor en la cama de un hospital de Atlanta, exhausto, internado allí por un examen médico. Legó el dinero a la Southern Christian Leadership Conference, que preside, dijo unas conmovidas palabras a los periodistas. El galardón no cambiará su vida: continuará vistiendo de negro su metro 70 de estatura y sus 80 kilos de peso, continuará leyendo a Thoreau, a Kant, a Hegel y a Gandhi, jugará con sus cuatro hijos (Yolanda, de 8 años; Martin Luther, de 6; Dexter, de 3; Berenice, de 18 meses), tocará en el piano el Claro de Luna.
El día de King es amplió: empieza a las 6 y media de la mañana y casi nunca termina antes de las 2 del alba siguiente. Gana unos 10.000 dólares anuales, tiene dos automóviles (un Ford 1960, un Rambler 1963) y recibe 500 cartas por semana. Sus amigos dicen que carece del sentido del humor; él lo sabe. Pero sabe que no necesita del humor, que su lucha es cruel y sagrada, que le costará hacerse tiempo el 10 de diciembre para estar en Oslo.
20 de octubre de 1964
PRIMERA PLANA

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