Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

JOAN MANUEL SERRAT
LA MADRE DEL BORREGO
Sonriente o enfático, de pie firmando autógrafos o recostado en el césped para tomar un poco de sol, el más genuino de los cantantes de protesta no dejó de precisar -durante las cuatro horas concedidas a SIETE DIAS- que su verdad es la definición, echando como nunca antes sus cartas sobre la mesa

Nunca fue más cierta la afirmación de que un personaje "brindó su radiografía": "A los seis años me atropello un coche rompiéndome en varias partes el fémur. Estuve tres meses en cama. Después me caí dos veces de una moto y jugando al fútbol me lesioné nuevamente. En total, además del fémur, tengo fracturados el peroné, el tobillo, dos dedos de la mano izquierda y uno de la derecha, que me molesta mucho cuando toco la guitarra. Por si eso fuera poco, siete veces me abrí la cabeza". Luego de cuatro horas de densa charla con SIETE DIAS, los recuerdos de Joan Manuel Serrat se agolpan y surgen en forma casi confidencial. Claro que, a pesar del deliberado desorden de la charla, el tema central no fue la traumatología: prohibido reiteradamente en España, atacado sistemáticamente por algunos sectores revolucionarios y criticado por la burguesía, el juglar catalán termina de conjurar uno de los mayores peligros para su carrera artística: la prohibición de toda actuación en público en su país y el retiro de su pasaporte. La medida, adoptada por el gobierno español, fue finalmente levantada el 8 de febrero para que pudiera cumplir compromisos en la Argentina. Ahora, descansando en Mar de! Plata, realiza un balance de toda su actuación: —A raíz de todos los follones que ocurrieron en el mes de diciembre, y que no eran más que una muestra de algo que viene sucediendo desde hace bastante tiempo, hubo una serie de manifestaciones en toda España. Una de ellas, integrada por 300 personas de alguna manera relacionadas con la cultura, me contó entre sus filas. Se resolvió redactar un documento que molestó a las autoridades porque fue muy difundido en todo el mundo. Además, permanecimos en encierro durante dos días en el monasterio de Montserrat, hasta que nos desalojó la fuerza pública. Después vinieron las sanciones.

—Reiteradamente afirmaste que la guitarra no es un fusil. Ahora tenés que reconocer que sobre tu figura de artista se van conformando, aunque no lo quieras, elementos netamente políticos. En casi todos los reportajes que te han hecho, hasta en las revistas más frívolas y superficiales, se contemplaba el aspecto político. ¿Eso significa que va cambiando la imagen tradicional del cantor popular?
—Si alguna ventaja puede tener el ser un cantante popular y vendedor, es que permite la apertura hacia un tipo de diálogo más interesante, que puede permitir que alguien se dé cuenta de una serie de problemas y de inquietudes que en otro caso no surgirían. Yo soy un señor que puedo tener una página en un periódico y entonces decido usarla lo mejor posible. Siempre es mucho más comprometido y útil tener una conversación interesante que decir una cretinada.
—Hay una contradicción que merece ser aclarada. Insistís en que muchas cosas de la sociedad actual —si no todas— deben cambiarse; en tus canciones exaltas al hombre pobre y ridiculizás a la burguesía (Fiesta, Señorita típica, Poco antes que den las diez); sin
embargo, te alojás en el Alvear Palace Hotel o en el Hermitage y cantás —en Mar del Plata— para un público perteneciente a la clase que combatís.
—Si yo no estuviera cantando en el Hermitage, no tendría un programa de TV de una hora de duración, ni me darías tu espacio en la revista, ni sería conocido. Esto es un juego: tú integras una maquinaria, un engranaje. Tienes que saber cuál es tu posición dentro de esa maquinaria y saber usarla. No te voy a decir cuál es mi ubicación en este juego, pero puedes suponer que la sé claramente. Cantar en la oscuridad o entre cuatro paredes puede ser muy glorioso, pero no sirve para nada.
La soledad del bosque Peralta Ramos es casi total. Serrat retoza relajadamente. Señala los rascacielos que se ven a lo lejos y suspira: "Qué bueno es alejarse un par de horas de todo ese ruido". Su piel blanca reclama insistentemente un baño de sol. Joan Manuel Serrat accede. Y se tira unos instantes en el prolijo césped. Desde la horizontal reflexiona: "¿Te has fijado? Yo traje el buen tiempo. En siete años de actuaciones nunca suspendí una función por mal tiempo. Soy solífero, a diferencia de Josefina Baker, que tiene fama de acuífera".
—¿Qué hacés con la plata que ganás?
—El dinero me ha servido hasta ahora para poder pasarme mucho tiempo sin trabajar. Pero no me sobra tanto como para pensar en inversiones. Tengo una casa en Barcelona, en la parte alta, y otra en Mallorca, en Cala d'Or. Estoy intentando comprar un teatro, de a poco. Por ahora está arrendado y allí se hace lo que el empresario actual quiere. Cuando sea totalmente mío, lo dirigiré personalmente y haré lo que yo quiera. Todavía no estudié a fondo el asunto, pero te puedo asegurar que no lo dedicaré al cine.
—Quiere decir que te interesa hacer teatro?
—Bueno, con Gila siempre quisimos hacer una comedia musical. Pero cuando pienso en hacer teatro de éxito me asusto: tener que representar durante meses la misma cosa me enfermaría, me aburriría.
—¿Te aburren tus propias canciones?
—No es precisamente eso, pero quiero cambiar muchos de mis temas. Hacerlos de tal manera que me vuelva a gustar cantarlos. Posiblemente al público no le guste, pero de todas maneras cuando llegue a España voy a grabar dos longplay en los que voy a revisar toda mi obra, en una especie de jam-session.
—Últimamente te has revelado como experto en tango, llegando a cantar en público una milonga de Edmundo Rivero. ¿Cómo accediste a la música porteña?
—El tango me enloquece, especialmente Pichuco Troilo y Edmundo Rivero. Desde chico escuché muchos tangos: mi padre era un tanguero viejo. Nació en uno de los barrios más pobres de Barcelona, pero tiene algunos recuerdos que lo llenan de orgullo, especialmente el haber conocido a muchos artistas de tango que actuaron en España. Hace poco tuvo una alegría grande: le compré un tocadiscos y una colección de discos de tangos. Antes de conocer la Argentina, ya había tomado contacto con las vanguardias de tango, como Astor Piazzolla.
La tranquilidad se rompe momentáneamente. Un grupo de turistas reconoce a su ídolo y lo rodea pidiéndole autógrafos. J.M.S. accede a todos los pedidos, sonriente. Algunas mujeres lo besan. Renacida la calma, el tema no puede soslayarse:
—¿Qué mecanismos se mueven para provocar una idolatría tal? He presenciado actuaciones de Palito Ortega, de Sandro y tuyas. Mientras los que tienen para pagar 5.000 pesos de entrada escuchan cómodamente sentados, cientos de personas enloquecidas permanecen horas en la puerta, esperando ver pasar al objeto de su veneración.
Aplauden a cada persona que se parece, aúllan ante cada foto. Finalmente se retiran descorazonados, luego de escuchar tan sólo el murmullo de la actuación. ¿Cómo se puede cambiar, en tu criterio, esa verdadera humillación del público?
—No tiene sentido cambiar sólo los aspectos parciales de una sociedad. Si el público reacciona de esa manera, es porque hay montado todo un aparato que lo alienta a eso. No se logra nada cambiando el estilo de una actuación o el de un público. Lo que hay que cambiar es la verdadera madre del borrego. Eso implica hacer un cambio total en la sociedad actual. En primer lugar, debe hacerse una auténtica revolución económica y luego una profunda revolución cultural. Esto es importante, porque parece que todas las revoluciones realizadas en el mundo se han quedado solamente en el aspecto económico. Este proceso llevará años, pero ya está iniciado y es irreversible. Lo importante es no detenerse en aspectos parciales.
—¿Tu madre qué dice sobre todo lo que hacés y pensás?
—Mi madre ha pasado muchos años de penurias y en este momento lo único que le queda son sus dos hijos (mi hermano está en el negocio de los tragamonedas musicales). Lo único que dice es ¡Cuídate! Cuando la policía toca varias veces a tu puerta es lógico que te asustes.
—Algunas versiones indicaban que te radicarías en la Argentina.
—No. Yo me iré a España. Siento necesidad de dar dos recitales que tendría que haber dado en diciembre. ¿Sabes?, hace un año, cuando terminé un recital en Barcelona, sentí una depresión tremenda. En el camarín me puse a llorar desconsoladamente: sin ninguna explicación lógica, creía que ésa iba a ser mi última actuación en Barcelona. Hasta ahora esa premonición se cumplió, pero quiero vencerla.
—¿Cuáles son tus objetivos finales?
—En cada momento hago lo que quiero hacer, pero sin metas fijas. Un trozo de una de mis canciones grabadas en catalán es muy elocuente:
Yo no os prometo nada,
ando sencillamente, mojando
[la pluma en el corazón,
que es donde hay que mojar la
[herramienta.
Tampoco sé lo que me propongo,
porque tener un propósito
no quiere decir trabajar.

La claridad se esfuma y comienza a refrescar: es la hora del regreso a la ciudad. Joan Manuel Serrat recuerda en voz alta sus inmersiones en el Mediterráneo, "donde cada centímetro es todo un espectáculo del que no te puedes desprender", las travesuras infantiles junto a su hermano robando higos, sus fracturas y golpes. En el hotel, un torneo de canasta reúne a lo más representativo de la sociedad local. Una sesentona corre, se cuelga de uno de sus brazos y cargosea: "Divino, vení a jugar a la canasta conmigo. ¡No sabés la envidia que les voy a dar a las chicas!"
OTELO BORRONI
Revista Siete Días Ilustrados
22.02.1971

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