Mágicas Ruinas
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Espaciales
Espías en el cielo

La Salyut-4, una aeronave rusa que se mantiene en este momento sobre el planeta, sería en realidad una nave espía, según ha declarado Harro Zimmer, director del Observatorio Espacial Wilhelm Foerster, de Berlín Occidental. Zimmer ha sacado a luz algo que mucha gente sospechaba: “Tanto los norteamericanos como los soviéticos se valen de satélites y de espacionaves para reconocimiento de la superficie terrestre. Pero los norteamericanos siempre lo admiten, y los rusos siempre guardan secreto. Aunque esta vez, la misma agencia rusa Tass confirmó sutilmente que la tarea de las estaciones Salyut consiste en hacer estudios geológicos-morfológicos de la Tierra. Basta leer entre líneas”, arriesgó.
El instituto de Berlín tiene una situación geográfica ideal para captar todas las comunicaciones radiales entre la estación orbital y la base terrestre, en la Unión Soviética. Así, han podido establecer —dice Zimmer— que la Salyut-4 envía imágenes de la Tierra en frecuencias poco comunes, hacia una misteriosa estación aislada y vigilada que está cerca de Moscú. Hay un código “pero no es posible crear un código indescifrable, ya que siempre es necesario utilizar un alfabeto electrónico básico. Los americanos no reconocen estar descifrando esas señales, pero lo hacen”.
La nave rusa tendría, entre otros elementos, un poderoso teleobjetivo que puede reflejar cualquier objeto de un mínimo de 90 centímetros que esté sobre la Tierra. “Dijeron que era para estudiar el Sol, para eso no necesitan ese telescopio que busca detalles y no vistas panorámicas. Nosotros hemos constatado, a través de nuestro telescopio y de las emisiones de radio captadas, que ese teleobjetivo está enfocado hacia la Tierra.”
La Salyut posee, además, sensores térmicos que miden las diferentes radiaciones de calor que parten de la superficie terrestre. “Con ayuda de satélites y de sensores térmicos, los soviéticos obtuvieron informaciones precisas acerca de las usinas nucleares de los Estados Unidos. Midiendo las temperaturas de las aguas de refrigeración despedidas por las usinas, se calcula su capacidad”, apunta Zimmer, quien asegura que toda información secreta sobre misiles y cohetes obtenida actualmente por las dos grandes potencias, viene de observaciones espaciales. “El reconocimiento de la Tierra para fines meteorológicos se hace con satélites en órbita que están entre los 800 y 1000 kilómetros de altura, pues así se obtiene un ángulo mayor del planeta. La órbita de la Salyut-4 permanece siempre por debajo de los satélites meteorológicos, entre 342 y 355 kilómetros de la Tierra.”
Con una inclinación de 51 grados en relación con el ecuador, la nave permite observar más de un noventa por ciento de la superficie terrestre, incluidos —según avisa, inquietante, Zimmer— todos los países del hemisferio Sur.


CHATARRA ESPACIAL
Lo que nos llueve del cielo

Los numerosos y complejos artefactos que el hombre envía al espacio con el objeto de cumplir investigaciones científicas, ¿podrían convertirse en peligrosos boomerangs que lluevan destructivamente sobre la Tierra? Mucho más que una especulación propia de la literatura de ciencia-ficción, este interrogante forma parte indisoluble de la evolución de la astronáutica. Hace pocas semanas, cuando se informó que en Mendoza había caído un trozo del cohete Saturno desintegrado al regresar a la atmósfera, la propia Argentina se convirtió en escenario de una de los hechos que otorgan impostergable vigencia a la cuestión de la chatarra espacial.

EL TRANSITO EN EL CIELO. De acuerdo con los más recientes datos aportados por el Sistema de Rastreo y Descubrimientos Espaciales del Comando Norteamericano de Defensa Aérea, existen en el espacio 583 satélites y sondas girando en sus órbitas. De ellos, 341 son norteamericanos, 204 soviéticos, 9 franceses, 6 canadienses, 5 ingleses, 4 japoneses, 3 de la Organización Europea de Investigación Espacial con sede en Alemania Federal, 3 italianos, 2 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), 2 chinos y 1 australiano.
Por supuesto, éstos no son todos los vehículos que han sido lanzados hasta el momento, sino sólo los que aún no han caído ni se ha desintegrado. En cambio, el número de artefactos lanzados hasta ahora supera los 10 mil. Una cifra harto elocuente, sobre todo si se toma en cuenta que hasta el 4 de octubre de 1957 —cuando el Sputnik 1 fue colocado en órbita—, el espacio exterior permanecía incontaminado de toda presencia humana.
La Red de Pilotos Voluntarios (Volunteer Flight Officer Network), un organismo que depende del Observatorio Astrofísico Smithsoniano de la Universidad de Cambridge, Massachusetts, ha previsto que para el año 2.000 habrá alrededor de 100 mil satélites girando en el espacio y que esto provocará un peligroso congestionamiento cuyas consecuencias conviene comenzar a delinear ya.

MAS ALTURA, MAYOR PELIGRO. Según estimaciones de este mismo . organismo, sólo el 20 por ciento de los satélites actualmente en órbita continúan siendo útiles a los fines páralos cuales fueron lanzados (esto es, investigación meteorológica, militar o biológica, medición y observación de terrenos, comunicadores o sondeo espacial u otras misiones). El resto pasa a ser un peligro potencial que adquiere diferentes características. Esos riesgos van desde la posibilidad de que en su caída a Tierra alguno de esos artefactos —convertido en un verdadero proyectil— se estrelle contra aviones en vuelo o se precipite en zonas pobladas, hasta la no descartable eventualidad de que algunos provistos de carga radiactiva la dejen escapar y la diseminen en la atmósfera terrestre.
Un caso de este último tipo fue denunciado hacia 1972 por el doctor John Harley, director de Salubridad y Seguridad de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, Harley hizo referencia entonces a un satélite disparado en 1964 que se incendió en la atmósfera, sembrando sobre 12 países del hemisferio Sur su carga de un kilo de plutonio radiactivo. Este es el más durable y mortal de los elementos radiactivos, calculándose que su poder puede prolongarse alrededor de 80 años. El satélite se incendió sobre Madagascar y rastros de su carga fueron detectados en Ecuador, Nueva Zelandia, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Australia. La porción correspondiente a Argentina fue de 1/4 de milicuríes, si bien Harley se apresuró a asegurar que en ningún caso había peligro.
De todas maneras el incidente significó un aclara señal de alerta. Precisamente la Red de Pilotos Voluntarios se creó para prevenir algunos de los accidentes posibles, principalmente los que amenazan a la aviación. Actualmente los jets de carga y pasajeros vuelan a una altura tope de 12 mil metros y se considera que están protegidos por un colchón de gases atmosféricos. Al friccionarse con estos gases los objetos que caen a la atmósfera se desintegran totalmente impidiendo impactos fatales con las aeronaves. Pero no está lejano el momento en que los aviones alcancen una altura de 17 mil metros. Entonces el 90 por ciento de los gases quedará por debajo de ellos y el 10 por ciento que tendrán como “techo” no alcanzará a destruir por simple fricción molecular los artefactos que regresan a la atmósfera.

LA COMPUTADORA VIGILA. A través de la Red los pilotos de todo el mundo se comunican entre sí todo tipo de información sobre cuerpos que caen. Esta información, más toda aquella que se pueda reunir, se procesa en computadoras. El papel de los cerebros electrónicos es el de predecir la caída de artefactos espaciales que reingresan a la atmósfera terrestre marcando el momento y el lugar en que la misma se producirá, para prevenir de ese modo cualquier tragedia.
La predicción se hace sobre la base de la evolución de la órbita de cada satélite. Cada órbita cuenta con un perigeo (el punto más cercano a la Tierra) y un apogeo (el más alejado del planeta). En el perigeo los satélites se friccionan con los gases de la atmósfera terrestre y esta fricción va frenando el impulso del vehículo. Como resultado de ello la órbita se va acortando hasta que llega un punto en el cual la fricción es tan grande que el satélite no tiene fuerza para completar su ciclo y es entonces cuando se precipita. Por ejemplo, el satélite soviético Cosmos 423 fue lanzado en mayo de 1957 con un apogeo de 462 kilómetros y un perigeo de 268. En setiembre de ese año las cifras eran de 338 y 240 kilómetros respectivamente. El 3 de setiembre de 1967 el artefacto cayó a tierra.
Proyectando y programando este tipo de datos las computadoras predicen la caída de los diferentes satélites y sondas. Estos datos son comunicados a los pilotos para que éstos puedan estar prevenidos. A su vez, una vez que se verifica la caída, los pilotos retransmiten los datos para que, cotejados con los de la computadora, puedan ajustarse aún más las futuras predicciones.
Lo cierto es que al mismo tiempo que se van haciendo más completas estas predicciones resultan también más difíciles. Es que los artefactos espaciales no caen a tierra en un solo bloque, tal como partieron. Por el contrario, su choque con la atmósfera produce una desintegración a raíz de la cual se multiplican los proyectiles.
El promedio de altura a que se hallan los satélites que conforman la chatarra espacial es de 36 mil kilómetros. Ese es el tope momentáneo del congestionamiento espacial. Un embotellamiento que, por otra parte, no es sólo físico. Los expertos se preocupan igualmente por la posibilidad de que la superabundancia de chatarra en esa franja del espacio termine dificultando los sistemas de comunicación. Ese es otro de los grandes problemas a resolver. Y no será seguramente el último. Es que al abrir las puertas del espacio el hombre franqueó también la entrada a nuevas dificultades y acechanzas de cuya exitosa resolución depende en cierto modo su propia evolución.

PANORAMA, FEBRERO 22, 1975

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