Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Niccodemi
Hombres y mujeres que he conocido:
DARÍO NICCODEMI
Especial para “Caras y Caretas”. Por PITIGRILLI

MERCED al empeño de una excelente compañía de aficionados, volvió a aparecer en un teatro de Buenos Aires una comedia que la gente joven no conoce, pero que el público de la generación anterior recuerda con suave añoranza: Retazo” de Darío Niccodemi. Aquellos que, como pájaros, abren desmesuradamente la boca con esnobística admiración ante la palabra “vanguardia” dicen que ese género de teatro ha sido “superado”, porque el teatro de hoy se compone de efectos de luz, músicas esotéricas, mosaicos de heteróclita y disparatada taracea, en habitaciones sumergidas en la penumbra, con un reflector dirigido ora a una dirección, ora a otra, y que se nos aparece de pronto como un bar de Los Ángeles, o un oasis en el desierto, o la silla eléctrica de Sing-Sing, para transformarse a continuación en un instituto de belleza, en la cámara mortuoria del primer actor, en el tribunal de los divorcios, el patio de un convento de las hermanas de la Caridad, en el puerto de Hamburgo, en una calle del barrio negro de Harlem, el dancing del Savoy Hotel. El autor de la comedia que se desarrolla en este medio de la mil y una noches se ha librado del canon de la unidad de tiempo y lugar, lo cual era un alarde de fe para los viejos autores, y que cuando llegaba a resolverse, constituía una victoria contra la más recia de las dificultades.
Pero los vanguardistas, los independientes, los surrealistas actuales van aún más lejos. Han suprimido los escenarios y los han substituido con un telón de terciopelo negro, donde el espectador ve lo que quiere. Yo creo que el teatro independiente se puede definir con los siguientes términos: se llama teatro independiente aquel donde en el escenario no existe sino un lienzo negro, y el público cree que ve unos muebles; los personajes no dicen nada, y el público cree que comprende algo; y donde los actores creen que ven las butacas llenas de público, y en cambio están vacías.
Vayan, pues, nuestros más amplios parabienes y nuestros votos a esos valiente aficionados que han sacado a la luz a “Retazo” y lo han llevado, con todo su juvenil frescor, a los honores de la escena.
Niccodemi tenía predilección por esta comedia. Cuando la escribió era ya célebre. Pero la celebridad no otorga inmunidad contra el frustrado éxito. Antes bien, el público no respeta las famas asentadas, y a menudo, dejándose arrastrar por la sádica mentalidad de la muchedumbre, es justamente al triunfador a quien desea ver caer durante su gloriosa marcha. Cuando Puccini había llegado al pináculo del mundo musical el público se entregó a la alegría cruel de silbar a “Madame Butterfly”, de derribar al ídolo, por la única razón porque era un ídolo.
Antes de entregar a Dina Galli la copla del texto de “Scampolo”, Darío Niccodemi la copió de nuevo catorce veces, con esa escritura clara y elegante, “dannunziana”. me atrevería a decir, de los artistas que poseen dignidad y probidad. El día en que la levó ante Dina Galli, la mayor artista cómica que haya habido en Italia en estos últimos sesenta años, la grande actriz le dijo:
—Querido Darío, ¿cómo voy a poder interpretar el papel de una chiquilla, yo, que (a ti te puedo confesar) tengo cincuenta años?
—No —le contestó Darío Niccódemi—; será una prueba más de tu talento escénico. Tú perteneces a la clase de las grandes actrices: eres como la Sarah Bernhardt, que vistió el traje masculino de “l’Aiglon”'; como Emma Gramática, quien, más joven que tú, se envejece para representar “Las medallas de la vieja señora”.
Quien como el grande comediógrafo sabía convencer al público, supo convencer a la actriz Y pocos días después Dina Galli, descalza y vestida con un trajecito rotoso v sucinto de chiquilla del pueblo romano, consagró una vez más el genio del más europeo entre los autores italianos de nuestros tiempos.
No hubo país donde la jovencita romana desharropada y sentimental, de modales populares, pero elegante en el fondo del alma, no haya arrancado lágrimas a los públicos de cuanto teatro cuyas tablas pisaba. Amalia de Isaura, Blanca Podestá, Eva Franco, llevaron brillante e inteligentemente a “Retazo” a la escena argentina.
Me hallé justamente Don Darío Niccodemi en París, en el Café de la Paix, un día en que había llegado “Caras y Caretas”, cuyas páginas traían las fotografías de Blanca Podestá en el papel de Retazo. Niccodemi guardaba un grande y Particular afecto a Buenos Aires, donde se había desarrollado en él el genio teatral. A la sazón secretario de la gran actriz Réjane. se hallaba en Buenos Aires cuando tuvo la primera idea de escribir esa comedia “Refugio”, que fué su consagración artística. Por esto y por la vibrante sensibilidad del público porteño, por la espontaneidad con la cual Buenos Aires aquilata los verdaderos valores, Niccodemi hablaba conmovido y con nostalgia de la tierra argentina.
—Cuando me retire del teatro —me dijo— compraré una estancia en la campaña argentina. No muy lejos de Buenos Aires, porque yo no puedo renunciar a la grande metrópoli: soy un enfermo de “metropolitis” y me es menester el mezclarme con el rumor de la muchedumbre. Por ello, en cuanto me asiente en mi estancia, mis autores serán los grandes clásicos Racine, Corneille, Tirso de Molina, Goldoni, Moliére, Rojas, Tirso de Molina, Lope de vega... y quizás en mis años provectos “aprenderé” cómo debe hacerse el teatro. Probablemente sea tarde, pero vaya a saberse si no me servirá para cuando por metempsicosis, vuelva a una vida futura. Pero creo que diariamente sentiré el deseo de meterme entre el turbión de la calle Florida, mezclarme con el público elegante de la avenida Santa Fe... Y terminaré siempre por esa mi incurable "metropolitis", alquilando un cuarto de un hotel de la Avenida de Mayo, cuyas ventanas den sobre la avenida y dejaré que la tierra de mi estancia vuelva a su estado agreste, la cual económicamente es un error, pero así estéticamente se transformará en una manifestación de arte, el triunfo de la naturaleza virgen...
Darío Niccodemi era un verdadero señor: aristocrático en el arte y aristocrático en la vida. Poseía un estilo y una técnica personales para obtener la disciplina de los cómicos de la compañía de la cual era el director. Había una actriz que fumaba exageradamente durante los ensayos, lo que disgustaba a Darío Niccodemi, quien lo tomaba como una irreverencia hacia el arte, para con el autor, los compañeros y hacia él. Pero los fumadores saben que cuando sienten el deseo de fumar un cigarrillo, lo fuman aunque el médico les haya decretado que “el tabaco será su muerte”. Varias veces había advertido Niccodemi a la actriz, muy disciplinada en todo, menos en esto. El comediógrafo aprovechó la ocasión de una función en honor de ella para regalarle una magnífica cigarrera de oro, colmada de finísimos cigarrillos, y en cuya tapa hizo grabar estas palabras: “A. Níobe Sanguinetti (así se llamaba la actriz), a quien pido que no los fume durante los ensayos.” Desde ese día la rebelde Níobe Sanguinetti obedeció.
—Yo debiera haber sido músico —me contó Darío Niccodemi—, y creo que ha habido en mí desde muchacho cierta disposición para la música, pero el sagrado fuego no existía. Todas las mañanas, con mi violín, iba a casa del maestro; a veces no llegaba con puntualidad para la lección porque me detenía a jugar en la calle con los rapaces de mi edad, y volvía con retardo a casa, con la comprensible inquietud de mi madre,
porque los pihuelos me aguardaban a la vuelta de la lección para reanudar la partida a las bolitas que había dejado en suspenso a la ida. Un día uno de mis amiguitos me mostró un grande álbum con una multitud de estampillas pegadas, que exaltaron mi imaginación: las de la India con los tigres, las del Egipto con las pirámides, las triangulares del Transvaal..., y el feliz poseedor de esas pintorescas maravillas me propuso un negocio: me habría cedido el álbum completo en cambio de mi violín, estuche comprendido. Mi violín, desde luego debo confesarlo, no era un Stradivarius, pero tampoco la colección de estampillas contenía el famoso ”2 nennies rojo de la Guinea”... Trato hecho, volví a casa sin violín y con las estampillas. Cuando el profesor supo que yo había renunciado a la música, dijo:
”—¡Qué lástima!
’’Francamente no sé si deploraba la pérdida para la música de un virtuoso del violín, o más modestamente lamentara las cinco liras por hora que debía tachar del balance de sus entradas.”
Y cuando Niccodemi me relató esta anécdota, mientras bebíamos un ponche en el Café de la Paix. por un nebuloso atardecer parisiense, concluyó:
—Probablemente, sería yo ahora un ignorado instrumentista de segunda categoría en una pequeña orquesta de provincia.
El hado, con sus medios invisibles, ¡qué bien sabe hacer las cosas!...
Revista Caras y Caretas
03.1954

Ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba