Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

APOLO 14
¿LA ULTIMA ODISEA?
Las peripecias sufridas por la cuarta misión norteamericana destinada a hollar la superficie selenita exacerbaron, como nunca, las críticas disparadas contra el proyecto Apolo. Los riesgos a que somete la vida de los astronautas, sumados a la multimillonaria inversión que demanda, hacen tambalear la continuidad del programa

"¡No logro gobernar la nave; tuvimos un percance inexplicable...!" El alerta —trasmitido por una voz metálica, casi inaudible— hizo trepidar de inquietud a los paneles de control del Centro Espacial de Houston, Texas, en el sur de Estados Unidos. Hasta ese minuto, los técnicos de guardia vigilaban casi con modorra la ruta del bólido lanzado a la Luna; pero bastó aquel S.O.S. cósmico para que abolieran su sopor y reanimaran las computadoras y receptores de microondas. Más aún, cuando otro cosmonauta se quejó: "Hemos sufrido una brusca interrupción en el suministro de energía eléctrica". Mientras, en el tablero B del módulo de comando —a bordo de la Apolo—, la aguja saltaba enloquecida denunciando el brusco aumento de la presión: de 899 a más de 1.100 libras. Fue el momento en que la base de Houston —un descomunal mecanismo de relojería— se aturulló con órdenes contradictorias, y el astronauta James Lovell, comandante de la astronave, era censurado agriamente por su colega Jack Swingert: "¿Cómo quieres que haga nada, si no me escuchas y estamos hablando todos al mismo tiempo?" El retorno a la Tierra estuvo marcado por la acechanza constante de la muerte, y por una abrumadora sensación de fracaso: el operativo había fallado.
Aquellas tribulaciones desplomadas el 14 de abril de 1970 —casi un año atrás— sobre el vuelo de la cosmonave lunar Apolo 13, volvieron a ensombrecer con oscuros presagios la odisea del vehículo que, esta semana, se propuso completar dicho operativo. Porque cuando a las 18 horas y 3 minutos (hora argentina) del 31 de enero último el reloj del recinto texano destelló cuatro ceros separados por dos puntos —signo de que los cinco motores del coloso se aprestaban para la partida desde Cabo Kennedy— un rosario de dudas se cernió otra vez sobre el programa espacial estadounidense.
La Apolo 14, reedición mejorada de su fallida predecesora y por ello rebautizada en los círculos atronáuticos como 13 bis, habría de refrescar varias incertidumbres: ante todo, la licitud de poner en juego valiosas vidas humanas; en segundo término, el valor mismo de toda la concepción espacial estadounidense, jaqueada por una montaña de obstáculos. Al margen del drama que segundo a segundo fue creciendo en torno a la suerte de esos tres pioneros, encerrados en una cápsula a más de 300 mil kilómetros de su planeta natal, todo el plan conocido como Apoll-Applications soporta hoy críticas quizá definitivas. Cercenadas sus primitivas ambiciones de exploración científica, reducido a sólo dos raids más —en el mejor de los casos— y tijereteados los fondos presupuestarios, el actual éxito de los robots rusos no tripulados revitaliza un interrogante: ¿Tiene sentido insistir en tales exploraciones que subordinan al hombre a los enigmas de un universo desconocido? En todo caso, ¿cuál será el rol de los pilotos interplanetarios una vez traspuestos la Luna y Marte, últimos límites posibles para esos cosmonautas de carne y hueso?

LOS CAPRICHOS DEL LEM
El mayor de la Fuerza Aérea Stuart A. Roosa, de 37 años, se acordó repentinamente de sus cuatro hijos. "Digan a ellos y a mi mujer que estamos bien, que mantengan la calma". Pero los médicos, siempre vigilantes en el laboratorio houstoniano, comprobaron con alarma cómo el corazón de Roosa había batido un récord de 144 pulsaciones por minuto. Ocurrió a las 20 horas y 17 minutos del 31 de enero cuando los tres lunautas de la Apolo 14 apenas arañaban los 10.329 kilómetros de altitud y tropezaban con un accidente imprevisto: tras orbitar una vez y media alrededor de la Tierra, situándose en la senda hacia su destino a 36.750 kilómetros de velocidad horaria, debían encarar una operación "de rutina": encender la tercera sección de ese monstruoso cohete Saturno 5, alto como un rascacielos de 36 pisos; enseguida, desacoplar los dos habitáculos que componen la fase decisiva de estos buques del éter (el denominado módulo de comando, y el módulo de exploración lunar o LEM); por último, imprimir a la cápsula madre una rotación de 180 grados, para tornar a unirla con el LEM mediante una maniobra de enganche o machihembrado. Así dispuestos, ambos módulos estarían listos para el accionar último de los tripulantes: cuando el capitán Alan B. Shepard (47, dos hijos, comandante de la expedición, el más veterano de los astronautas en actividad) y su cofrade Edgard D. Mitchell (40, dos hijos), ingresaran al LEM a través
seis veces menos; todo eso quizá dificulte la faena de nuestros muchachos".

INTIMIDADES DEL SISTEMA SOLAR
Era un monje y cosmógrafo italiano que durante su dilatada vida —entre 1494 y 1575— hizo mérito como para que una franja del satélite terrestre lleve su nombre: Francisco Maurolico se eternizó gracias a la región de Fra Mauro; con el agregado de que esa zona, elegida como blanco para los periplos de las Apolo 13 y 14, acaso contribuya a develar las claves más íntimas sobre el origen y antigüedad del sistema solar. Neil Armstrong y Edwin E. Aldrin recorrieron el Oriente selenita, tras descender el 20 de julio de 1969 en su Apolo 11; un escudriñamiento proseguido por la A-12, en noviembre de ese año, en la llanura conocida como Océano de las Tormentas que yace a unos 170 kilómetros al oeste de Fra Mauro.
La relevancia de esta última "pista de alunizaje", la más accidentada de cuantas se afrontaron hasta ahora, radica en que podría proveer información valiosísima acerca de capas "geológicas" cuya vetustez se remontaría a 5 mil millones de años, de acuerdo con muchos científicos: en su opinión, el impacto de un gigantesco meteorito habría dado lugar a la enorme depresión surcada por grietas y ásperos promontorios, la "hoya impenetrable" que Shepard y Mitchell se propusieron hurgar merced a un utilaje técnico, propulsado por energía nuclear, que anticipa los logros del siglo XXI. Aunque tal vez sufra, ella también, las crecientes críticas de quienes prefieren orientar las sumas escalofriantes del programa Apolo —un costo total
de 23.817 millones de dólares hasta la fecha, a los que deben sumarse los 392 millones del proyecto inicial Mercurio y los 1.284 millones del Geminis, sus antecedentes obligados— hacia esquemas más específicos de desarrollo social.
El hecho es que, además de un sismógrafo único en su tipo, los luna-exploradores iban cargados con cables de los que pendían geófonos, suerte de estetoscopios que registrarían las explosiones sublunares naturales así como las provocadas por el thumper: un detonador cargado con un fuerte explosivo, que al dispararse cada cuatro metros hunde hasta 21 cartuchos generando ondas de choque capaces de penetrar 450 metros bajo la superficie. Un contador iónico apto para pesquisar cualquier gas que fluya del suelo, un detector que sabe ubicar los corpúsculos magnéticos que azotan a la Luna, aparte de los morteros que deberían ser deflagrados en próximos meses desde Houston mediante señales de radio, son elementos que entre otros —como el carrito trasportador Met— proponen una averiguación fascinante: si la Luna alberga entrañas calientes, productoras de gases y fluidos; si hay indicios de agua, o si por el contrario habrá que obtenerla fabricándola mediante electrólisis a partir del óxido de hierro y titanio, que se halló en las muestras cosechadas con anterioridad. Asimismo, la firma Black and Decker diseñó para este safari Apolo 14 un taladro especial: su mecha de acero al tungsteno, de excepcional resistencia al calor, no vacilará en barrenar el territorio más arisco.

¿HOMBRES O MAOUINAS?
Tantas ambiciones tambalean bajo otra clase de explosivos. Una
sucinta reseña permite memorar el infortunio que planea sobre estos vuelos con tripulación humana: desde que el 21 de julio de 1961 Virgil I. Grissom casi se ahoga en el Pacífico, al amerizar con su cabina Mercury para un solo navegante, hasta que el mismo Grissom junto con sus compañeros White y Chafee murieron carbonizados el 27 de enero de 1967 —al incendiarse su prototipo Apolo 1 en tierra firme— y el cosmonauta ruso Vladimir M. Komarov se estrelló por una falla en su paracaídas cuando descendió del Soyuz 1 en abril de aquel año, los partidarios del automatismo espacial y los que defienden la participación humana eligieron dos caminos en apariencia divergentes. Una ristra de accidentes menores pasaron, entre tanto, casi inadvertidos: por ejemplo, la peligrosa panne de las computadoras durante la etapa final en el descenso lunar de la Apolo 11, o el accidente que por poco cuesta la vida al astronauta Eugene Cernan —miembro suplente de la misión A-14—, al precipitarse a tierra el 23 de enero el helicóptero en el que perfeccionaba su entrenamiento.
Como sea, una flamante encuesta Gallup acaba de dictaminar que sólo el 39 por ciento de los estadounidenses son favorables a la conquista de Marte, y un 53 por ciento muestran franca hostilidad al proyecto, anunciado alguna vez como posible para 1987. Entre tanto, el 29 de enero el Congreso reunido en Washington castró radicalmente el porvenir de la exploración cósmica de esa nación: casi 217 millones de dólares menos que en 1970 —poco más de la mitad del presupuesto cósmico de la década del 60— desesperan a los científicos que soñaban con un total de 20 vuelos Apolo antes de pasar a ilusiones de mayor envergadura. Entre ellas, la reseñada no hace mucho por el experto de la NASA profesor George Muller; explicando que cada 179 años los planetas Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón se alinean en una misma fila "como si fueran bolas de billar", anticipó una tentativa que roza lo fantástico: algo así como una carambola interplanetaria, alimentada por la fuerza gravitatoria de dichos cuerpos celestes, que posibilitaría bordearlos en solamente 13 años; la coyuntura se daría hacia 1976. Al margen de este Grand Tour, el directivo del Centro Kurt Debus reiteró la semana última una expresión de deseos: la construcción de talleres espaciales hacia 1972-85.
Sin embargo, ya desde 1968 las tajantes podas financieras elevaron a 240 millones de dólares la construcción de cada cohete Saturno 5: resultaban más caros que cuando se fabricaban en mayor cantidad. Ahora, el doctor Wernher von Braun puede lamentarse de que "la nación está desmantelando un equipo espacial de la más alta competencia", y Rocco Petrone —director del Programa Apolo— reconoce: "No cesaremos nuestra misión de arar las rutas del cosmos; a fines de 1972 instalaremos un primer laboratorio espacial, el Skylab, y tantearemos viajes con trasbordos en pleno espacio. Lo que se suspende, sí, es una parte de un plan: el Apolo".
El Lunokhod I, antiestético robot soviético que desde el 17 de noviembre se consagró a recorrer la Luna, cráter por cráter, cosechando datos de primordial interés científico, quizá no sea un elemento menor en esta desesperanzada suspensión.
Revista Siete Días Ilustrados
8/2/1971

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba