Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Silvina Bullrich
Silvina Bullrich: El best-seller de la playa

No es casual que, al pedir prestado un libro de Silvina Bullrich (Bodas de cristal) para refrescar algunos conceptos con destino a esta nota, Kado Kostzer haya visto con asombro cómo de sus páginas caía una fina lluvia de arena. Es que la Bullrich —acaso la escritora argentina más popular, más leída— goza de un raro privilegio: es la autora favorita de la playa, la que las señoras llevan en el bolso para hojear, distraídamente, bajo la carpa. Tampoco se debe al azar que uno de sus éxitos mayores, Mañana digo basta, se desarrolle en el balneario uruguayo de La Paloma; ni que ese libro haya conocido un increíble auge, dos veranos atrás, en ambas orillas del Plata.
Hija segunda (tuvieron tres: la mayor y la menor ya han muerto) del ilustre médico argentino Rafael Augusto Bullrich, hombre de vasta cultura y coleccionista de obras de arte, y de su mujer, Laura Meyrelles, la escritora —nacida en Buenos Aires el 4 de octubre de 1915— domina, quiérase o no, el oficio de hacer accesible cierto costado de la literatura, el menos difícil, a una burguesía de pequeña para arriba que demuestra afán de cultivarse, aunque no siempre se allane al esfuerzo correspondiente. Pero no es desde este ángulo que conviene asomarse a una personalidad demasiado trajinada por todos los medios de difusión; puesto que ella misma insiste en que su vida y su obra son una sola cosa, parece importante contemplarla desde el punto de vista humano, como fenómeno cultural, sociológico, hasta económico, donde interesa tanto una frase de un texto suyo cuanto una boutade lanzada en una comida, una reflexión filosófica cuanto la elocución "bien” de su bronca voz, la cifra de una edición como el arco de una nariz que fue reformada cuatro años ha.
Por eso, para presentarla aquí se eligió un método heterodoxo: hacerla hablar de sí misma e ir intercalando entre sus palabras, frases arrancadas de sus obras y que componen así, con aquéllas, un revelador claroscuro, una suerte de mapa orográfico que resulta un retrato inédito de la escritora.
—Todos me suponen emparentada con los Bullrich ricos; no es así. El amor fraternal es el único sin intereses; adoré a mis dos hermanas. El mito de mi vida es más conocido que mi obra. Antes no se leían libros de autores argentinos, salvo el Martín Fierro y La gloria de Don Ramiro. Los hijos de madres burguesas suelen ser liberales.

Yo maté a mi madre; no fue mía la culpa sino de ella por haberme engendrado. ("La redoma del primer ángel”).

—Cuando gané mi primer premio en efectivo, compré un traje para mi hijo, libros a montones y fundas para mi autito. Yo he trabajado toda mi vida; no entiendo por qué, si todos lo saben, me hacen fama de tilinga.

... soy libre como esos indios que los blancos tratan inútilmente de civilizar... ("Historia de un silencio”)

—Jamás fui ansiosa. No necesito escribir para vivir, pero no podría vivir sin escribir. Me revienta que me digan burguesa: ¿cómo pueden afirmar eso, si no como en casa y salgo todo el tiempo? Quiero ser actriz, hacer características tipo Ethel Barrymore. La moda no me interesa, me gusta estar siempre en pantalones.

Claro está que George, pese a su nombre masculino y a sus pantalones, era mujer y tenía el defecto más difundido entre las mujeres: se creía una excepción ("George Sand”).

—Detesto la popularidad; nada más incómodo para un escritor. Al casarme por segunda vez vendí mi tambo para comprar un departamento. Reconozco influencias de Faulkner y de Hemingway, de José Bianco y de Borges. Algunos piensan que soy rica y que esclavos me escriben las novelas. En mi departamento de avenida Alvear tengo tres máquinas de escribir; en La Creciente, mi casa de Punta del Este, otras dos. Jamás fui envidiosa.

Si no existiera Beatriz en el mundo, yo podría considerarme una de las personas más hábiles para hablar por teléfono (“Teléfono ocupado”).

—Siempre me enorgullecí de mis éxitos campesinos. Mi primera novela fue la semilla de Bodas de cristal y de Los burgueses. Me es difícil establecer un diálogo con mis colegas respecto a la creación literaria.

Los hombres son concretos hasta cuando tocan temas abstractos; las mujeres son abstractas hasta cuando tocan temas concretos. ("Teléfono ocupado”)

—Soy una demócrata. Como generalmente en el Club Francés, el Yacht Club de Olivos, La Biela o el Edelweiss.

Bizantinismo porteño, pueblo de bandidos y sibaritas (“Calles de Buenos Aires”).

—Se habla tanto de los Bullrich, cuando socialmente era más personaje mi abuelo materno. Recibí la Venus de Oro a la mujer más importante del año, que me fue otorgada por el Círculo Femenino, entidad que preside la señora Ana María Cachito.

Un gran escritor, un gran artista, reciben en premio un título de nobleza... ("Los burgueses”).

—Tengo un cuento publicado en Grecia. Los argentinos tienen vocación de fracaso; detestan a la gente que triunfa.

... Yo los escuchaba y mi indignación flameaba como una bandera... (“Los burgueses”).

—Los reportajes me producen la sensación de estar permanentemente en el diván de un analista; estoy 'harta de hablar de mí.

Ahora te confieso que a pesar de mi dolor, quiero pensar en mi ("Hágase justicia”).

—Soy de Libra, el signo argentino. Las revueltas de mayo del 68, en París, fueron una reacción de los hijos en contra de los padres. Los escritores son un opio. Los hijos de madres disipadas suelen ser reaccionarios. Hay una realidad argentina en el interior del país; si no me voy a vivir allí es por mi madre, anciana y enferma.

Basta explicar que uno tiene un complejo contra su madre para estar disculpado de todos los deberes para con ella... ("Mientras los demás viven”).

—Nací en 1915; es estúpido mentir la edad, los acontecimientos paralelos suelen delatarte. Eduqué a mi hijo en colegios pagos: francés, inglés, box, gimnasia, mejores médicos, inmejorables clínicas, bicicletas, buena ropa. No conocí la miseria, ni la verdadera pobreza, ni la riqueza. Cuando escribo me siento plena.

Pablo Godoy, a pesar de ser escritor, era inteligente. (“La creciente”).

—Como a las 10 de la noche en este edificio se apaga el aire acondicionado central, tengo otro equipo individual en mi dormitorio; duermo en verano con una frazada. Libertad Leblanc es un encanto de mujer; me acuerdo con cariño de ella. Mi padre fue decano de la Facultad de Medicina. Me han traducido dos libros al francés: uno en edición de bolsillo. Los únicos presidentes argentinos que terminaron su mandato fueron de Libra, como yo. Hace Veinte años que tengo éxito: 22 títulos en la calle, todos se venden bien.

Yo ya no me sentía con fuerzas para seguir la comedia y estuve a punto de confesarle todo. No lo hice, pero creo que él ya lo sabía (“La tercera versión").

—En Buenos Aires me siento acosada por la popularidad. No soy una vedette. Es excitante estar en la plaza Roja de Moscú.

En una macumba que presencié en Brasil me detuvieron cuando iba a pisar un gran rectángulo de tierra ("La aventura interior”).

—Una vez le preguntaron a Manuel Gálvez si sabía leer y escribir. No soy una frustrada. Mi próxima novela será el testimonio vivo y, por lo tanto, comprometido de la realidad que vive América Latina: habrá guerrillas, bombas, secuestros, tupamaros, en torno a una gran familia que será el eje del relato. Para editar mi primera novela empeñé un brillante.

Ser pobre no es un deshonor; ser empleado tampoco es un deshonor; el trabajo no deshonra a nadie; lo único que deshonra es ser deshonesto ("Los burgueses”).

—De joven escribía más de doce horas diarias. Cuando me separé de mi primer marido tenía un hijo de siete meses para criar. Nací el mismo día que Marcelo de Alvear.

—... Oprimen conmovidos la mano del abuelo y la de la abuela con esa unción con que los fieles hambrientos besan sin rencor la piedra valiosísima del anillo episcopal ("Los burgueses”).

—A los jóvenes antes les importaba el amor; ahora la violencia los ha envuelto. Yo desnudo a mi clase, por eso soy un personaje polémico.

... Hay intelectuales entre ellos, escritores, y usted sabe que un escritor es capaz de arriesgar su vida con tal de hablar... ("La creciente”).

—Gasto más de 500 mil pesos por año en dactilógrafos que copian mis originales. No todos tenemos el mismo punto de vista, cada uno mira para un lado diferente. Los burgueses está en su decimocuarta edición. Mujica Laínez se retiró del ruido; hizo bien. A Cortázar, en París, lo conocen, pues se hizo amigo de los escritores más importantes.

Ellas, las mujeres, hablaban de objetos; se arrojaban de la mesa porcelanas, alfombras, sillones, soperas, grabados ("Los burgueses”).

—Lo importante es trabajar. No creo en el amor en general como los hippies; el ser humano debe fijar su amor en una sola persona. Si fuese millonaria, como dicen, haría con ese dinero una revolución o tendría a 600 jóvenes trabajando para mí en un gran diario.

—Tenían miedo de que yo vomitara la verdad y ya se sentían salpicados por ese vómito ("Los burgueses”).

—Me parece que los tupamaros son gente muy bien, que saben lo que quieren. Los uruguayos me aprecian mucho porque yo les dediqué La creciente. Hice un viaje siguiendo los pasos de Cristo a la cruz; muy emocionante.

Hay descentrados por inadaptación a lo bueno son los viciosos, los criminales, la escoria del mundo... ("Mientras los demás viven”).

—Un escritor de éxito en la Argentina, mi caso, gana como máximo entre 5 y 6 millones de pesos viejos por año; una miseria. Alguien debería escribir una obra teatral especialmente para mí. Tuve Un premio por una adaptación cinematográfica de una novela de Guy des Cars. En mi época todos los jóvenes eran nazis.

La camaradería es un gran descubrimiento del siglo XX ("Calles de Buenos Aires”).

—Mi hijo es, en muchos aspectos, muy reaccionario. Tradujo los primeros libros de Simone de Beauvoir. Un argentino debe saber lo que es una catedral gótica. A muchos les revienta mi apellido.

Nunca un emperador chino haya dado la mano a uno de sus súbditos, pues todo contacto facilita la obra del enemigo ("La aventura interior”).

—Es increíble que el día antes de Navidad todo sea violencia, basta leer La Razón. Los burgueses es uno de los libros más importantes que se han escrito en el país. El destino me dio un premio consuelo: el éxito. De política no me interesa hablar en un reportaje, el tema da para una novela, o varias novelas. Un día de 1945, Ortega Anckerman me dijo: Usted ha tenido su propia guerra, su campo de concentración privado. Siento que la gente vive pendiente de lo que hago y esperando de mis declaraciones: demoledor... demoledor. Me gusta ser Silvina Bullrich.
Kado Kostzer/Marcial Berro
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BALANCES
Que ayer no más decía
Entre mis veinte y treinta años, por Silvina Bullrich. Emecé, 1970. 622 páginas.
Si bien mucha gente, y en todos los tiempos, ha pretendido “saber” sobre qué normas reposaba o reposa una obra admitida como literaria, pocos, en cambio, han pensado en codificar todo el material que incesantemente produce la humanidad y que podría desaparecer sin dejar ni un rastro. Cuanto más, esa masa escrita ha podido o puede ser materia de análisis para la sociología o la antropología, en la medida en que toda señal producida por el hombre es recuperable.
Pero aquí hay una "obra”, la de Silvina Bullrich, convencionalmente aceptada como perteneciente a la literatura. No se trata, pues, de sociología ni de antropología; hay que tratar de reconocerla —como lo quiere su éxito— dentro de un campo y no fuera de él. Pero es difícil. El “contenido” que la Bullrich presenta una vez más en esta selección —seis novelas cortas o, más simplemente, narraciones, y una biografía de George Sand, más algún poema de juventud— exige un compulsivo tratamiento sociológico que destierra toda posibilidad de un mínimo examen literario. La autora no deja (por ejemplo) de situarse críticamente con respecto a la burguesía haragana y trivial, al ordenamiento de la sociedad, a la fijación que se hace de la mujer en un único papel de mujer-amante, a las injusticias y a muchas otras cosas. Bullrich critica, pues, enormemente, visiblemente; pero es posible que no llegue a criticar, porque lo hace declarativamente. Sus “señales” sirven menos para conocer una sociedad que para reconocer un “caso”: el de la ideología que tan sin tapujos se pone frente al lector.
A partir de esta comprobación inicial, la tarea es más simple: declaración es igual a enunciados, y éstos lo son de excelentes propósitos; una moral íntegra planea judiciosamente sobre las acciones narradas: "sacrificios”, "misión” que ciertos elegidos cumplen, se oponen a la frivolidad, a la pobreza espiritual, a la falta de rigor de los que no entienden. Obviamente, esta moral rectora es espiritualista: a veces se trata de “la sed devorante que no pueden conocer las razas inferiores”; otras es "la sed del héroe, del santo, del artista; sed de las razas nobles, de los privilegiados”; y, sobre todo, es el impulso que arrastra a los personajes a fijarse en actitudes reconocibles. Por ejemplo, una noble misión —a la que están casi fatalmente condenados— suele excluir el placer físico, como si el placer físico fuera "lo” rechazable en circunstancias grandiosas.
De la lectura surge una evidencia: hay una casta integrada por gente que "comprende”. El lector podría preguntarse por la forma de reclutamiento de sus integrantes; pero, entre otras posibilidades, es a nivel de la descripción —verbalmente considerada— que conviene comprobarlo. Así, en Saloma, por un lado, las clases altas se ejercitan en un lenguaje refinado, ya sea cuando los personajes hablan entre sí (y en este caso, las tonterías "distinguidas” que se dicen constituirían una especie de acusación), ya sea cuando son vistos desde afuera ("Marcos reía, y ella bebía esa risa tan franca, tan particular, sonora como una cascada”; "se aplastaba sobre la arena cuya tibieza la -hacía soñar”; “erguido ante ella estaba Fernando. fuerte, bruñido”), y en este caso suelen ser absueltos e incluso confirmados en su sustancia distinguida.
Por el otro lado, los pescadores en la fiesta, por ejemplo, se presentan por medio de un lenguaje más crudo, con mayor adjetivación y colorido, un poco a la manera elemental en que Echeverría determinaba, por medio del lenguaje, la divisoria entre el bien y el mal, la carne y el espíritu. Los "finos" son vistos convencionalmente, los "groseros” con vulgaridad (“A la ...ísima madre que te parió”, dice uno de los pescadores), atados unos y otros al lenguaje que les es propio: la escisión —y tal vez la lucha— de clases penetra por medio del estilo de la descripción. Y cuando en esas páginas se habla de clases, pareciera que hay que optar. Bullrich, en cambio, no opta ni por una ni por otra: elige un campo más jerarquizado, que le permite apartarse, tomar distancia, arrojar su moral sobre los acontecimientos que relata.
Se trata, entonces, del "escritor”: el que mira, el que cuenta, el que juzga, el que espía, miembro de una casta superior o diferente, atemporal. Y el escritor, así visto, no constituye ninguna sorpresa, más bien asoma como la imagen más convencional del escritor: precisamente, la que un escritor no está autorizado a tener de sí mismo. Desde esa atalaya se contempla el fluir de la existencia mediocre de una sociedad, se la entiende en su miseria, se la ataca en sus debilidades con armas que ya vienen privilegiadas por proceder de esa tercera zona, tan implícitamente exaltada.
Esta concepción del escritor no es ni mala ni buena; es acrítica, anodina, especulativa, no añade ningún elemento de corrosión de las ideas preestablecidas. Y, en consecuencia, el escritor así concebido será acrítico, anodino, especulativo, insignificante. Y la literatura por él producida, cargará con los mismos estigmas.
Estas obras —el prólogo se lo advierte— son tempranas y, por lo tanto, se les reconoce su debilidad. Pero, a pesar de la advertencia, ¿cómo no sufrir una retracción frente a los menesteres en que los personajes ocupan su tiempo (organizarse para ir a una boîte, ir a comprarse guantes, tomar cocoa tibia medio dormida, tener una vieja costumbre, "resistirse a la frivolidad de su medio”, etcétera)? Haber hablado de las sirenas de los barcos o de los ruidos de los trenes que parten, aunque sea en algún momento de "una carrera literaria”, no es imperdonable; pero resulta difícil encontrarle atenuantes. Sobre todo cuando se recupera, en los años 70, algo que ya estaba mal cuando se incurrió originalmente en ellos, tres décadas antes.
El prólogo, los textos en sí y la autobiografía final, aportan elementos a los estudiosos de la obra de Silvina Bullrich, De todo ello puede abstraerse algo fundamental: el único momento en que se produce una relación noble y verdadera de la autora con la palabra, es en el epílogo autobiográfico. Allí se advierte la presencia de una mujer, la mujer que tanto —y tan vanamente— intentó construir a lo largo de sus novelas. Hasta la propia Silvina parece advertirlo: "Todo lo que sufrí durante estos meses y después de su muerte, lo escribí en algunas páginas de Mientras los demás viven. Por desgracia, cedí a la cobardía de disfrazar la verdad e inventar una historia sin pies ni cabeza, vivida por personajes irreales y contradictorios. Hubiera sido tanto más importante contar la verdadera historia de una mujer que ve agonizar al hombre a quien quiere y, con él, la última esperanza de vivir una felicidad duradera”.
Tununa Mercado
PANORAMA, FEBRERO 9. 1971
Silvina Bullrich

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