Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Manuel Puig
Boquitas pintadas, por Manuel Puig.
Sudamericana, Buenos Aires, 1969, 242 páginas. $ 650.


Hay que sumergirse de pies a cabeza en las reglas de juego que propone este folletín para advertir que su escritura cursi y el perfume rancio que desprenden sus personajes son algo más que una parodia. El lector convencional podrá suponer que “Boquitas pintadas" es una variante culta de las fotonovelas o, en el mejor de los casos, un intento de alterar las viejas leyes del melodrama mediante el empleo de una técnica nueva para cada capítulo. Los adeptos de Eugenio Sue y de Xavier de Montepin percibirán también que Puig ha reemplazado ese suspenso escandaloso que cortaba la acción en los momentos culminantes por varios centros de interés, repartidos con armonía.
Es preferible que ninguno de esos lectores se acerque a Boquitas, porque el desmesurado oxígeno de Manuel Puig podría alterar el ritmo normal de sus respiraciones. Esta es una de las obras más blasfemas de la literatura argentina, un golpe directo en las sienes de lo que se entiende por "escritura literaria”, una burla flagrante del estilo de vida nacional y, a la vez, una bomba en los cimientos de la novela latinoamericana tal como la fundaron Fernández de Lizardi y José Mármol.
Bajo el disfraz de un folletín, de una narración popular, Puig desbarata los viejos almidones que imponían a los personajes de ficción un lenguaje de osario, y convierte en materia viva casi todos los tabúes del género: los lugares comunes, la sintaxis esclerosada de los periódicos, las interjecciones triviales, las cursilerías del amor. Su máximo desplante, sin embargo, es la inmolación de lo que podría llamarse el Mito de la Trascendencia, que exigía de todo novelista una visión conceptual del mundo, una suerte de legado metafísico. Al dar la espalda a ese prejuicio, Puig Instaura una forma nueva de profundidad: aquella que propone al lenguaje como una reelaboración de la vida y establece una alianza secreta entre lo que se cuenta y las palabras que se emplean para contarlo.
Si "Boquitas pintadas” es una obra más rica que "La traición de Rita Hayworth” (la primera novela del autor, publicada en 1968) es justamente porque Puig parece haber tomado una conciencia más clara de la vulgaridad de sus materiales y porque se entrega a ellos de un modo más desenvuelto, más auténtico. El término vulgaridad carece aquí de todo rasgo peyorativo: son vulgares el habla y los movimientos de la gente, las desdichas y las alegrías populares. Al elegir lo cursi como paradigma expresivo, Puig da su batalla en tres frentes, y la gana en todos: elabora una obra de consumo masivo mientras de un modo subterráneo traza la parodia de esa obra. A la vez, consigue parodiarse a sí mismo, exhibirse sin pudor como un vendedor de baratijas verbales. Lo mejor de Boquitas es que Puig conoce esa limitación, y la asume lúcidamente: de ahí que su folletín resulte una obra abierta, un acto de amistad con el lector.
La vitalidad del relato no reside tanto en los avatares arguméntales o en el dibujo minucioso de los personajes como en la estructura de la novela. En la primera entrega, seis cartas enviadas por Nélida Fernández de Massa (o Nené) o doña Leonor de Etchepare, más dos recortes de periódicos y un inventario o muebles y de gestos cotidianos, introducen al lector en el corazón de una aureola gardeliana: Juan Carlos, el hijo de doña Leonor, acaba de morir, y su obituario basta para resucitar en Nené la historia de amor que vivió con él, para sacar a la superficie las atroces represiones burguesas que han convertido el matrimonio de Nené en un calvario tedioso.
Otros volcanes crecen luego sobre el desierto de esas cartas: el primero, el más letal, es el que habla minuciosamente de los amoríos de Juan Carlos en Coronel Vallejos (una pequeña ciudad bonaerense que encubre a la de General Villegas, donde Puig nació en 1932). Los otros son cráteres interiores de ese laberinto: descubren los chismes y las hipocresías vecinales, las mentiras con que los personajes se consuelan ante el espejo, los velos que les Impiden amar abiertamente y ser ellos mismos.
Lo que esta parodia pretende (y consigue) es abatir todas las máscaras de la realidad apelando al simple recurso de mostrarlas. Las convenciones de la vida cotidiana —parece advertir Puig— son el escudo detrás del que se parapetan los cobardes y los débiles. Por eso Juan Carlos Etchepare es la contrafigura del Toto de "La traición de Rita Hayworth”: éste era el testigo, el ojo cruel que revelaba las mentiras de la vida burguesa, pero sin romper con ella. A Juan Carlos no le importan la reprobación ajena ni las intrigas de su hermana Celina: enfermo de tisis, recluido en un sanatorio de Cosquín, prefiere de un modo inconsciente (y a la vez certero) acelerar su muerte para no perder la alegría de bañarse en las aguas de un arroyo.
Puig ha conseguido que esa maraña de aventuras triviales y lacrimógenas se trasforme en una novela admirable por obra de una técnica siempre cambiante, que obliga al lector a no distraerse: recurre a cartas, a la descripción de un álbum de fotografías, a apuntes en una agenda, a monólogos interiores, a datos meteorológicos, a partes médicos. Jamás esos experimentos están divorciados de la acción: es más, la fuerzan a progresar, a Imponerse al lector no sólo a través de la mirada sino también del tacto, de los oídos, del olfato.
Sería Injusto no decir que "Boquitas pintadas” es una obra maestra. Pero también lo sería no indicar que es maestra en el mejor de los sentidos: el del escándalo, el del rechazo de los museos y cementerios del lenguaje, el de la apertura hacia las fiestas torpes y hermosas de la vida.
PANORAMA, SEPTIEMBRE 23, 1969

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