Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Ocho autores en busca de un personaje La directora de un colegio inglés es asesinada por un joven alumno. A partir de ese escueto episodio narrado por la crónica policial, ocho escritores argentinos fueron convocados para interpretar el hecho “Un muchacho de 17 años, hijo de un conocido industrial de la zona, mató a la directora de su colegio (inglesa, 62 años) e hirió de gravedad a una profesora al penetrar en la sala de dirección empuñando un revólver. Los tiros atrajeron al portero del establecimiento, quien lo detuvo”. Cuando Alberto Manguel (20), copropietario con Guillermo Shaveltzon (23, casado) de la editorial Galerna, desplegó el vespertino porteño La Razón para leer la noticia, intuyó que el desdichado suceso podría dar pábulo a un astuto complot. Y, en efecto, días después congregaría en su oficina de Boulogne Sur Mer al 600 a ocho escritores en torno de una propuesta: rellenar la historia, encontrar motivaciones, desentrañar significados o, como se dijo luego en un prólogo, “tirar por la borda la seguridad y la confianza que el señor lector tiene en sus interpretaciones”. Todo, para producir un libro, o un experimento, que ya tiene título: Variaciones I. Los elegidos para desempeñar el rol de intermediarios entre asesino y lector fueron Marta Lynch, Estela Canto, Abelardo Arias, Dalmiro Sáenz, Leónidas Barletta, Manuel Mujica Lainez, Roger Pla y Eduardo Quiroga. Ninguno de ellos, quizá, había visto en su vida un asesino, presenciado un crimen, sentido el paso rasante de una bala. Pero todos aceptaron escribir un cuento a partir de esa breve historia. LOS PADRES TERRIBLES Cinco de los ocho escritores coincidieron en señalar en los trasfondos del crimen la presencia del padre autoritario. El primero en hacerlo fue Abelardo Arias (50, libretista cinematográfico, traductor, responsable de novelas como Alamos talados, El gran cobarde, La viña estéril), quien explicó a SIETE DIAS, apoltronado en su sillón de bibliotecario del Colegio de Escribanos: “Nunca tuve nada que ver con un episodio policial, pero esa experiencia no es estrictamente necesaria para escribir un cuento. Además —precisó, mientras abría un diario en la sección policiales—, el contacto con una cosa así puede producirse de esta manera”. Y recorrió con el dedo las noticias del día. Confesó que no le interesaba establecer lo que auténticamente había ocurrido: “Para mí, las cosas fueron de una sola manera, como las conté”, y aseguró que no le molestaba trabajar por encargo sobre un tema determinado: “Soy un escritor de poca imaginación”. Pestañita, título de su cuento, parece haberle servido para otros fines: “Es —conjetura— un tema con el que quizá hubiera escrito una novela y atrapó mi interés porque me permitió ensayar la búsqueda, la elaboración del lenguaje de una generación, la recreación de una mentalidad. Me apasiona el mundo de los adolescentes. Tal vez porque, fundamentalmente, ayuda a recobrar lo que uno ha perdido”. Estela Canto (El retrato y la imagen, La noche y el barro, Isabel entre las plantas), por su parte, explica que la primera persona era la única perspectiva desde la que el cuento podía ser narrado: “No había lugar para hacer de él un relato policial; el asesino se conocía desde el principio. Por otro lado, lo interesante era desenmarañar el problema psicológico que determinó el hecho”. Su propia vida, confiesa, se vio alterada por la irrupción de la violencia; esa lejanía, tal vez, la impulsó a recuperar el tiempo perdido metiéndose en la cabeza del chico asesino. “Historias policiales tengo muchas —exageró, en cambio, Dalmiro Sáenz—, pero prefiero contar una frustración política. El día en que se iba a aprobar la firma de las Actas de Chapultepec pretendimos tomar un avión para bombardear el Congreso con una bomba vacía, claro, que servía de adorno en casa del abuelo de uno de los complotados. Adentro le habíamos colocado una nota subversiva, una proclama. El grupo era comandado por uno de los hermanos de María Rosa Oliver y lo formaban Omar Basabilbaso —que hoy es ordenanza del Correo—, un tal Alacia, que iba a pilotear el avión, un muchacho de Lomas de Zamora y yo. Para robar el avión llegamos al aeródromo de San Justo, en Buenos Aires, a eso de las nueve de la mañana. Yo tenía un revólver 38 de caño recortado; alguien, no recuerdo quien, un arma más poderosa. Entramos con el auto hasta la misma sede del club. Apareció un tipo alto, con boina y sweater gris. Me acuerdo que le apoyé el caño en el estómago y no necesité decir una palabra porque levantó los brazos antes de que se lo ordenara. Lo hice dar vuelta y caminar hasta el galpón, donde lo até con cinta aisladora y un alambre grueso. Al salir, vi a Basabilbaso que aparecía custodiando a otro, más joven, que inesperadamente lloriqueó cuando vio la bomba. Dos hombres que encontramos en el camino corrieron la misma suerte. Sacamos el avión del hangar y lo pusimos en marcha. La juventud de Alacia no nos inspiraba demasiado confianza. El plan consistía en volar bajo sobre la calle Rivadavia hasta llegar al Congreso y allí soltar la bomba. Pusimos el motor en marcha y lo hicimos carretear por el campo. Nunca supe bien qué pasó; lo cierto es que el bendito aparato no consiguió despegar del suelo. Iba de una punta a otra del campo, parecía tomar altura y no pasaba nada. Después de varios esfuerzos inútiles, resolvimos irnos. Recuerdo que Oliver rompió con un martillo los filtros de un coche y de una camioneta para evitar que nos siguieran. El grupo que esperaba recogernos en la Costanera aguardó muchas horas más de lo previsto y se retiró. Yo tenía diecisiete años y me impresionó ver en los diarios de la tarde, en primera página, los enormes titulares que decían: “Se pretendió bombardear el Congreso”. En el apuro habíamos dejado la bomba dentro del avión. El único de nosotros que cayó fue Basabilbaso”. Aunque Sáenz dejó entrever que la historia escrita para Variaciones I no le interesa demasiado, no por casualidad rememoró esa historia, en la que un chico de 17 años llega a sentir el poder de una pistola. Una aclaración encabeza el cuento y reitera su disgusto, su incapacidad para trabajar sobre un tema prefijado. Cuando se le habla de concesiones, de facilidades en la estructura del cuento, las admite sin discutir. “Podría haber buscado la causa del crimen en la personalidad paterna —agrega—, pero también ése es un recurso fácil. No lo hice porque estaba demasiado cantado". Por los mismos motivos —pero al revés, precisamente por eso— Marta Lynch fija allí el eje de su versión: “La rebeldía, la salida agresiva trente a un padre que se impone, son las respuestas más frecuentes. Después de escribir el cuento tuve curiosidad por saber qué podía pasar una vez que el libro se publicara y le escribí a la familia del chico. Me contestaron que el asunto no les interesaba, que para ellos era un problema superado”. A los 37 años, con cuatro libros en su haber, Marta Lynch (“Soy una loca mesiánica que pienso que tengo que seguir a toda costa”) se permite una conjetura: “Cualquier narrador se hubiera tirado de cabeza a describir la experiencia del chico. Yo no lo hice porque tengo ya un cuento parecido: elegí a la profesora". LAS DESVENTURAS DE LA VIRTUD Manuel Mujica Lainez accedió a contestar a SIETE DIAS una vez que —de acuerdo con las mejores tradiciones de Cayo Calígula— tomó un breve descanso luego de almorzar. Con un impecable traje color arena y las manos unidas en gesto papal, advirtió: “Espero que esta entrevista sea breve y efectiva”. Más tarde —no demasiado— contestaría: "No me molesta escribir por encargo. Al fin de cuentas soy periodista desde los veinte años y he procedido como un periodista. Me dieron el tema y la extensión, y lo hice. Además, para qué vamos a macanear, lo escribí en media hora. Un hombre que tiene veinte libros no compromete su futuro literario porque publique un cuento en una antología. Yo no tengo la culpa si los demás eligieron hacer cosas serias. Si el chico de ellos está conflictuado, el mío es un pavito. Y porque es un pavita hace lo que hace, por ingenuidad ... Para mí fue un ... algo así como challenge, como un desafío”. También para Roger Pla el trabajo se planteó en términos de desafío. "Me resulta divertido —confirmó— escribir ajustándome a un tema determinado. Por supuesto que esto no tiene nada que ver con la verdadera tarea creativa. Es casi como una garufa." El género policial lo atrapó hace algún tiempo, y se prodigó en novelitas que ocultaban la filiación del autor bajo el seudónimo de Yvness. La mala época pasó y ahora tiene otras inclinaciones: “En mi caso, volver al género policial sería un bizantinismo, una persecución tras el hallazgo de ciertos fines estéticos. Claro que también podría sentirla como un conducto de mi realidad, pero no encajo en eso. Cuando lo hice, fue un problema de esquizofrenia. Willy —su cuento— no podía, sin embargo, pertenecer a otra cosa que no fuera la literatura". Pla olvida la conexión posible entre lo detectivesco y las bellas letras —Dashiell Hammett, por ejemplo— e insiste: “La literatura no la siento como diversión sino como una manera de vivir. Y esto no lo ponga en su nota —pide— porque me revienta decir cosas solemnes. Para mí, en el caso del tema sobre el que trabajé, la piedra en el zapato es la profesora. Por debajo de la anécdota se encuentra la incapacidad del mundo contemporáneo para responder a las necesidades de la gente joven”. El resto del equipo —Eduardo Quiroga y Leónidas Barletta— apeló a otras variantes del silencio. Quiroga, un desconocido que nació en Buenos Aires en 1949 —autor, por ahora, de un libro de poemas y otro de cuentos que permanecen inéditos—, alcanzó a sobrevolar el cuerpo del delito antes de partir para México. Narró con precisión el único hecho policial que rozó su vida: un robo hormiga en un negocio en el que alguna vez trabajó, a manos de una antigua empleada cuya evocación no parece coincidir demasiado con la figura del protagonista de Variaciones I. "Cuando me dieron el cuento no sabía qué hacer -—confiesa—, pero me pareció la mejor idea centrar la historia en un factor externo al chico, algo por qué luchar.” Leónidas Barletta —infatigable director del periódico Propósitos, fundador y sostenedor del Teatro del Pueblo— prefiere eludir todo comentario sobre la carilla y media que aceptó escribir. “De cualquier manera —se justifica—, esta historia también me pertenece. Es probable que la haya narrado alguna vez, en las entrelineas de un cuento o de una novela. Interpretar, escribiendo, es más o menos el oficio del escritor. Por eso no quise escurrirle el bulto a esa historia, la conjeturé como pude. Ya se verá lo que pasó.” Lo que pasó, y no sólo para Barletta sino también para sus siete cómplices literarios, es Variaciones I, un experimento que más allá de controversias sobre géneros y literaturas por encargo, les permitió expresarse en un estilo que no les era habitual. Tal vez valga para todos la definición de Mujica Lainez: “Yo he escrito Bomarzo, que es un libro sumamente pesado, así que bien podía darme el lujo de escribir, con este tema, un cuento divertido”. Siete Días Ilustrados 9/12/1968 |
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