Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Cotrázar(*):
De “Rayuela” al “Libro de Manuel” En 1951, año de la aparición de su primer volumen de cuentos, Bestiario, Julio Cortázar se fue de Buenos Aires y ancló en París. Desde entonces fueron muy breves y escasos los retornos. El último, el de ahora, es el más prolongado. Luego de viajar por algunos otros países de América latina, arribó a Mendoza, después de una estada, en Chile, el 8 de marzo. Pocos días después de llegar a Buenos Aires, el redactor de Panorama Marcelo Pichón Riviére tuvo una conversación informal con Cortázar, en un pequeño departamento ubicado en el centro, donde vivirá hasta el 28 de abril, fecha, de su partida. En esa conversación surgió la idea de un reportaje diferente de los que ya había concedido o concedería. El primer punto de acuerdo implica una especie de festejo: en junio se cumplen diez años de la aparición de Rayuela. El segundo fue indagar un poco en la vida de "los otros yo” de Cortázar: Morelli, el pensador admirado por los personajes de la novela, y Polanco y Calac, dos seres que aparecen en algunos de sus textos para criticarlo o, simplemente, fastidiarlo. Y, finalmente, indagar las diferencias entre el Cortázar de los años 60 (Rayuela) y el de los años posteriores, en un proceso que culmina —hasta ahora— con la escritura y publicación de El libro de Manuel, novela que narra una operación guerrillera, donde hay dos personajes—nombrados al final del reportaje— que conforman dos extremos de la militancia: Andrés, el intelectual que duda en entrar en la acción guerrillera y abandonar su pasión por la música, y Marcos, el militante ya forjado. La complejidad de los temas llevó a entrevistado y periodista a abandonar toda urgencia. El segundo le dejó tres preguntas escritas (puntos de apoyo para un texto más que preguntas, en realidad) y el primero aprovechó un largo fin de semana en Mar del Plata (ciudad que, increíblemente, no conocía) para responder también por escrito. A continuación, el resultado de este diálogo que requirió de la precisión de la escritura: —En junio de este año se cumplen diez años de la aparición de Rayuela. Desde Paris, ¿ha podido comprobar el impacto increíble, tal vez único, que tuvo que sobrellevar su novela desde su aparición hasta ahora? Digo sobrellevar, porque decenas y decenas de narradores han cabalgado sobre Rayuela. Es decir, no fue una buena influencia para ellos. Fue una influencia que los detuvo, los estancó. Porque trataron de imitarlo, no de aprender. Yo creo personalmente que este movimiento inmóvil se debió, entre otros motivos, a la fascinación por la palabra, el empleo de una real habla porteña y a la cristalización en ella de una serie de obsesiones muy nuestras. Pienso que El sueño de los héroes, de Bioy Casares, y Rayuela son las novelas más porteñas de la literatura argentino. Curiosamente, y esto es muy de Buenos Aires, una trascurre entre la década, del 20 y el 30, y la otra, parcialmente, en otra ciudad, París. —Hace años que vengo notando cómo este tema de las "influencias" es uno de los principales (y falsos) problemas del mundo literario latinoamericano. En Europa —supongo que también en Asia— las influencias son sentidas y valoradas como inevitables eslabones en la causalidad del proceso creativo: el Perugino influye en Rafael, Haydn influye en Mozart y éste en Beethoven, Rimbaud influye en 135.482 poetas francófonos y traductófonos, etcétera. Pero que yo sepa, nadie se tira al suelo y se rompe la ropa por algo que sólo condiciona marginalmente lo que cuenta, es decir la creación propia. Entre nosotros, en cambio, las cosas parecerían suceder de otro modo: a la vez fascinación y alergia, casi siempre en dos tiempos consecutivos. El ejemplo más delirante de alergia sería la acusación de Asturias contra García Márquez a propósito de la influencia de Balzac, calificada por aquél de plagio. Menos risible que eso: las primeras críticas de Rayuela donde alguien vio una imitación de Adán Buenosayres, que a su vez venía de Ulysses, que a su vez venía de donde todos saben. En cuanto a la fascinación, ya no toca a la crítica y a sus útiles actividades detectivescas, sino a los escritores mismos, y es aquí donde la cosa puede ser grave. Sé muy bien los estragos que ha hecho mi rayuelita, y la de tiza que se ha derrochado repitiéndola en las veredas latinoamericanas. Lo sé sobre todo por las irónicas alusiones de los críticos a muchos novelistas, porque personalmente no soy nada vivo para descubrirme a mí mismo en la casa de los demás, aparte de que en el fondo que parece una hospitalidad llena de encanto y no me creo dueño de patentes exclusivas. Por eso dije antes que esta fascinación podía ser grave; me refería concretamente a la influencia servil, como los lorquismos, borgismos, vallejismos o nerudismos de los años cuarenta, afanosos productos particularmente nefastos y nefandos. Pero a pesar de llevar también una efe, la fascinación puede ser positiva, y yo me permito ser optimista en lo que toca al destino de Rayuela en nuestro continente. ¿Por qué preocuparse de los epígonos, que se autoeliminan rápidamente, cuando parecería que ese libro, a su manera nada mesiánica y más bien despeinada, ha tenido otro tipo de influencia? No me importa parecer jactancioso, porque los que de veras asimilaron el sentido de Rayuela saben que no lo soy. Aludo a los que vivieron la saga a la vez irrisoria y lancinante de Horacio Oliveira como una vivencia personal y no como un modelo o un módulo, los que pasaron por las páginas del libro asumiendo proporciones de libertad y no de sujeción. Una abrumadora correspondencia de jóvenes me afirma en esta alegría, porque los malditos han estado años cubriéndome de amor y de odio simultáneos y epistolares, y en ese torrente que ha hecho de mí el argentino más odiado por los carteros de París, me fue llegando un sentimiento de exasperada fraternidad, de mutante contacto, de algo que será influencia si le gusta al doctor Feta o al académico Campodónico, pero que para mí es otra cosa y mucho más, algo como un encuentro en mitad de la borrasca, en un terreno común que me tocó explorar el primero pero que de alguna manera extraindividual estaba como latiendo en millares de muchachos, virtuales coautores de Rayuela. Creo que si en algo no erré fue en escribir abierto, buscando y provocando al lector cómplice. Sin que yo pudiera saberlo en el anonimato, en esa voluntaria soledad de un latinoamericano en París, los cómplices esperaban. Horacios y Curiacios de todo un continente. A diferencia del legendario speaker-poeta Enrique P. Maroni, no se me ocurriría publicar las cartas que me llegaron en estos diez años de Rayuela, y sin embargo ellas contienen la prueba de que sólo los débiles y los resentidos pueden temer o sufrir la "influencia” de ese libro en el sentido negativo a que alude la pregunta. Para los jóvenes de quienes hablo, Rayuela no fue solamente literatura, aunque hacía falta ésta para que les llegara lo otro, el vaso en el que se ofrece el trago de vino. Los mejores, los que cuentan para mí, bebieron el vino y volvieron a poner el vaso en la mesa. Poco pueden importar los imitadores de vasos frente a esa otra identificación —polémica, broncosa, dialéctica, análoga a la que viven los personajes del libro—. También yo cambié de vaso después de beber, y lo cambiaré todavía algunas veces si Santa Geriatría me da fuerzas. Un claro y reconfortante ejemplo de lo que sostengo: desde hace un mes estoy leyendo los incontables manuscritos del premio de novela latinoamericana de la Editorial Sudamericana y el diario La Opinión; por ahí se me cita, con buena o mala leche, y por ahí hay quienes también me citan sin realmente saberlo ni nombrarme. Pero la gran maravilla de esta lectura (fuera de su horror nurpérico) es que la inmensa mayoría de los autores tienen una voz, una temática, un compromiso que corresponden a esta década y no a la que vio nacer a Rayuela, que se va quedando afortunadamente atrás. Estamos en los años setenta, estamos en las puertas de la revolución latinoamericana (lo que no quiere decir que las puertas estén abiertas de par en par, uno es optimista pero no idiota); y esa gente escribe hic et nunc, con sedimentos del pasado literario como es forzoso y necesario, pero sin imitar, sin repetir. Poco importa, frente a eso, que por ahí puedan dibujarse rayuelitas, o ciudades con perros, o Maconditos. Creo en los parricidios legítimos y lo he dicho más de una vez frente a los que tienen un evidente y sórdido interés en matar a muertos que gozan de buena salud. Hay que eliminar con una limpia estocada al padre literario que cumplió su tarea y trajo alegría y novedad a la arena; los malos toreros no merecen ni la punta del rabo. Queda por aclarar lo de la influencia del porteñismo. En la pregunta se cita El sueño de los héroes, de Bioy Casares, y Rayuela, como las novelas más porteñas de la literatura argentina. Pienso que Bioy coincidirá conmigo en que los dos llegamos después de Roberto Arlt, que puso para siempre a Buenos Aires en la literatura latinoamericana. Si nuestro triple trabajo debe su fascinación a lo porteño, esto sólo puede tener eficacia en la medida en que lo potencia, proyectándolo mucho más allá de la órbita de Buenos Aires; y en ese caso creo que da lo mismo nuestra ciudad y su lenguaje que cualquier otro tema bien tratado. El impacto de Rayuela, me consta, excede de lejos el interés local, y aún hoy me sorprenden sus repercusiones fuera de la Argentina. Puedo contar una anécdota: los jóvenes polacos agotaron la primera edición en su idioma y reclamaron otra, lo que creó problemas al gobierno, que prefiere dar a conocer nuevos autores en vez de reeditar a los ya asimilados. La presión fue tal que se acudió a un subterfugio, y la segunda edición se publicó en Cracovia para no repetir la de Varsovia; El primer ministro Gierek se sobresaltó ante esa novedad y pidió ver ese extraño libro que alborotaba a los intelectuales. De la fuente más directa me llegan sus palabras: "No entiendo una palabra, pero si lo quieren, que lo tengan”. Bella declaración de modestia en alguien que podía haber reaccionado como más de un pterodáctilo de la crítica, y que no tuvo miedo de reconocer que para cierta literatura tenía la misma incapacidad que tendría yo si tuviera que encargarme de sus tareas. Todo lo cual me recuerda la noche en que un brote sectario exigía el secuestro, por inmoral y bizantino, de Paradiso, de José Lezama Lima, y los estudiantes de la universidad le preguntaron a Fidel Castro por qué no podían comprar la novela. "Chico, yo ese libro no lo entiendo mucho, pero en todo caso no tiene nada de contrarrevolucionario”, dijo Fidel, y alguno de sus acompañantes se curó en salud, metió censura en bolsa y el libro siguió como hasta hoy en librerías, para honor de Cuba. —Al aceptar la idea de Julio Ortega de armar La Casilla de los Morelli, ¿usted aceptó que su alter ego teórico es Morelli? Porque el libro ideado por Ortega incluye textos del propio Cortázar. Sería una especie de afirmación del binomio Morelli-Cortázar. Quisiera que respondiera también Morelli. —Usted tendría que explicar a los lectores que Julio Ortega, joven escritor y crítico peruano, tuvo la idea de editar los textos atribuidos por mí a Morelli, prescindiendo de la parte narrativa de Rayuela, y agregando otros textos míos más o menos teóricos extraídos de La vuelta al día en ochenta mundos y Ultimo round. Aclarado esto, le diré que la noción de "binomio” me parece esquemática porque en realidad fíjese cuánta gente le va a contestar la pregunta: Morelli. —Como Valéry, yo tampoco sirvo para escribir que la marquesa salió a las cinco. En esto de pasarle la pelota a otro, Cortázar se parece desvergonzadamente a Femando Pessoa, manaccia la miseria. Como lo horroriza la teoría pura en una novela (y eso que... ma lascia perdere), a mí me tocan las quintaesencias y los estratos metafísicos, que en realidad viven, y cómo, muchos de sus personajes, pregúntele a Oliveira. Incluso éste y sus compinches se pasan cuadernillos enteros discutiendo sobre esencias y absolutos, pero cuando la cosa se pone espesa me la derivan a mí, con lo cual me han dado una brutissima fama de pedante. En fin, basta che ci sia la salute. Cortázar. —Es cierto, sólo que Morelli no es pedante, simplemente dice cosas que no se pueden decir así en un diálogo.. En primer término, vivimos un tiempo en que toda alta cultura suena un poco a reacción, fórmula muy conveniente para los incultos. En segundo término, y en el terreno de las falsas modestias argentinas, me acuerdo de un compatriota que llegó a París y con el cual estuvimos hablando, interalia, de cine, música, filosofía, Ezra Pound. Wittgenstein y pará de contar. Por ahí me dijo que acababa de leer Rayuela y que lo único que le reventaba era que los personajes se enredaban todo el tiempo en conversaciones artificiosamente cultas. Yo me lo quedé mirando y le dije: “Pibe, ellos son como nosotros. ¿Qué hemos hecho vos y yo en estas dos horas?". Me dio la razón, qué más podía hacer, ángel de amor. Polanco. —Sí, sí, pero yo no te la doy. Casi todo lo que dice Morelli es metafísica pura, y eso estaba bien en tiempos de Leibniz pero no en estos años en que la antropología y la historia piden que las hagamos y no que teoricemos entre dos cafés. Calac. —Vos, ñato, te olvidás que esta entrevista festeja efervescentemente los diez años de Rayuela, o sea que el viejo (Cortázar, no Morelli) está ahora en otra cosa bastante distinta. Mirá lo que contesta a la última pregunta y avergonzate, crosta. Cortázar. —No tiene por qué avergonzarse. Incluso es bueno que antes de contestar a lo que viene, Morelli y yo dejemos constancia de que no hemos renunciado para nada al mundo esencial de Rayuela. En un texto que anda por ahí, he dicho que si Lukáez pensaba metafóricamente que Hölderlin hubiera debido leer a Marx, yo creo que a Marx no le hubiera hecho daño, muy al contrario, leer a Hölderlin, y esto vale para todos los marxistas y para lo que en mi propio terreno estoy viviendo y escribiendo hoy. Morelli (inspirado). —Hoy ya es casi ayer. Mañana es casi hoy. Lo único que no pasa es el hombre, hilandero del tiempo, ovillo sin ruptura. Es mentira que las Parcas tengan tijeras. El ovillo mundo no se ha cortado jamás, el día en que tejamos la verdadera alfombra se verá que en ella asoman, por fin armonizados, todos los colores. Polanco. —Madre querida. —Ana María Berrenechea señala, al escribir sobre Rayuela: "El mundo occidental se presenta a los ojos de Horacio-Morelli-Cortázar como convencional y parcelado. El largo camino recorrido desde las primeras edades del hombre hasta este punto en que nos toca vivir es el camino del error". Con otras palabras, otros críticos han observado lo mismo. Si está de acuerdo con esta, visión —general, por supuesto—, el Libro de Manuel presentaría una opción muy diferente, a partir de su fe en la revolución. “Más que nunca creo que la lucha en pro del socialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que un día le dará la victoria: cuidando preciosamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como la queremos en ese futuro, con todo lo que supone de amor, de juego y de alegría", escribe en el prólogo —para llamarlo de alguna manera— del Libro de Manuel. Luego agrega: "Lo que cuenta, lo que yo he tratado de contar, es el signo afirmativo frente a la escalada del desprecio y del espanto, y esa afirmación tiene que ser lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica y búdica, su liberación de los tabúes, su reclamo de una dignidad compartida en una tierra ya libre de este horizonte diario de colmillos y de dólares". Los personajes de Rayuela, esos argentinos anclados en París, preocupados por la literatura y la vida, y por los escritos de Morelli, son ahora argentinos y otros latinoamericanos que desde allá se comprometen con la realidad de sus países y hacen lo que pueden, en una línea a veces paralela y otras convergente con lo que hacen aquellos que permanecen en sus países. De Rayuela a el Libro de Manuel hay un pasaje. No un pasaje, por supuesto, que invalida a Rayuela. Pero parece evidente que fueron escritos en momentos diferentes. Me gustaría conocer la historia de ese pasaje. —Bueno, a eso vamos precisamente, y no es la primera vez que yo trato de elucidar ese pasaje. Supongo que a muchos lectores del Libro de Manuel, si también lo fueron de Rayuela, no les será difícil advertir dos cosas: 1) Que en los dos libros hay terrenos comunes (atmósferas, sentido del “grupo”, discusiones encarnizadas, amor y humor que se necesitan y se complementan y se explican recíprocamente); 2) Que a la vez existe una diferencia esencial entre los dos libros. Las semejanzas son deliberadas. Hasta ahora, después de Rayuela, yo había necesitado escribir otras cosas, por ejemplo 62, Modelo para armar, que molestó a mucha gente que hubiera preferido el mantenimiento del viejo statu quo. Lo hice en ejercicio de una búsqueda personal, de mi derecho a la experimentación, y además porque nada es más fácil y aburrido que tocar siempre el mismo tango. Pero cuando sentí que debía escribir el Libro de Manuel, una especie de veda se levantó en mí. Precisamente porque ahora iba a intentar un encuentro diferente con nuestra realidad latinoamericana, me pareció que esa diferencia se haría más visible y más eficaz si me dejaba ir a algo que me es profundamente natural: la manera narrativa de Rayuela. Eso me facilitaba la escritura, y automáticamente me dejaba libre para hacer frente con más libertad a esa especie de tierra de nadie que era para mí el tema del libro: la Joda, las intenciones, los mecanismos de los personajes. No fue simple. Aunque escribiera sin trabas, este libro me proponía una empresa que jamás había intentado en el plano de la literatura: imaginar ficticiamente algo que ocurre todos los días en América latina; ser, como decía Cocteau por boca de un personaje, una mentira que dice siempre la verdad. Imposible proceder "realísticamente”, por razones obvias. ¿Qué sé yo de secuestros, de operaciones guerrilleras urbanas? Cables, noticias, relatos: otras tantas modalidades de la mediación. Tampoco los guerrilleros escriben novelas; la verdad sólo la saben ellos, y mi único recurso era inventar con una tal libertad, con un tal alejamiento de lo verosímil y lo aceptable, con una tal literatura, que una vez más (si tenía suerte) esta última se justificara como tantas otras veces, haciendo plenamente mosca después de haber apuntado al gato de mi tía o a un jubilado tomando sol. En cuanto a las diferencias básicas entre Rayuela y el Libro de Manuel, las razones que pudieron moverme a escribir este último las conocen de sobra los que han seguido de cerca o de lejos mi vida de estos años. Cuba, mayo del 68 en París, Vietnam, la interminable escalada del gorilismo en Amé rica latina, la tortura y el asesinato, la insolente seguridad de los amos del Norte (cf. ¡la ITT y las elecciones chilenas!): otras tantas razones para ahincarme en una convicción que nació culpablemente tarde en mí, casi al final de mi vida. Al decir esto, estoy tocando la clave misma e incluso las modalidades de ese “pasaje” de Rayuela al Libro de Manuel. Todos los días sale por ahí algún compañero de ruta a reprocharme que mis libros son "difíciles", que el "compromiso” reclama otro lenguaje, no se sabe bien cuál pero otro. Tal vez si yo hubiera entrado muy joven en la militancia ideológica, escribiría de otro modo; lo he hecho en cambio después de los cuarenta años, con una larga vida dedicada, como en el verso de Mallarmé, "a leer todos los libros”, a escuchar todas las músicas. Y como claramente lo dice Andrés al final del Libro de Manuel, no renuncio a nada de todo eso, cruzo el puente del yo al nosotros, del individualista Oliveira al guerrillero Marcos, llevándome conmigo todo lo que por razones a veces ingenuas y a veces demagógicas se busca menoscabar; todo lo que connota el término "cultura”, ofreciéndose ahora en una nueva perspectiva humana. Por eso, dicho sea de paso, el Libro de Manuel insiste en el erotismo y en el juego, y no teme mostrar lo absurdo como uno de los componentes de una acción que nada tiene en sí de absurda. La revolución será inconformista o no será; de etapas parciales congeladas en un puritanismo que sólo puede engendrar la intolerancia, sabemos ya lo suficiente como para no recaer en ese triste cercenamiento de lo humano, de tanto de lo que escapa a los esquemas sectarios. Pero que esto no alegre demasiado a los liberales que se estiman revolucionarios en la medida en que la revolución no les liquide privilegios culturales sólo mantenidos a costa de la miseria del pueblo campesino o proletario. Yo sé que sueño, pero creo con Lenin que los sueños hay que realizarlos, y el mío es el de una revolución cultural en la que un cañero ya no tenga que pagar socialmente el precio de un auditorio de conciertos para minorías, pero además en la que ser cañero o amante de Mozart no resulte estadísticamente de una fría explotación de los muchos por los pocos sino de una decisión o de una fatalidad personal que ya nada tenga que ver con la injusticia innata y definitoria del capitalismo. Lo que cuenta es ser cañero y sentirse realizado, o ser amante de Mozart y sentirse igualmente realizado. Por eso, como hubiera dicho Andrés en el Libro de Manuel, el amante de Mozart no tiene por qué ceder un ápice a las demagogias baratas. La revolución debe hacer escuchar a Mozart a todos, para lo cual todos deben tener las mismas posibilidades económicas, sociales y culturales de elegir si les gusta o les revienta. A su manera más bien confusa que es la mía y qué le voy a hacer, el Libro de Manuel proyecta esa , visión. En ese sueño el erotismo es libertad y no hay libertad sin erotismo, los juegos del hombre son también el hombre, la cultura está ahí al alcance de todos en un mundo más justo, sin las renuncias y las derogaciones que halagan los populismos fáciles. Andrés no hará la revolución sin gente como Marcos, pero Marcos sabe, vaya si lo sabe, que tampoco él la hará de veras sin gente como Andrés. PANORAMA. ABRIL 26, 1973 (*)textual en la crónica |