Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Burroughs
BURROUGHS: MATAR LA PALABRA
Fue como la preparación de un maremoto. Al principio, corrieron los vientos alisios que se llamaban Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald. Después, algunos volcanes se abrieron en el corazón del océano: Nathaniel West, Carson McCullers, Henry Miller, Jack Kerouac. Por fin, hirvieron las aguas y las grandes olas nuevas entraron a saco en tierra firme: eran Saul Bellow, Truman Capote, Joseph Heller, Norman Mailer, James Purdy, William Styron, John Updike. Como los gigantes rusos de hace un siglo, estos maestros de la novela norteamericana son arcángeles en estado de rebelión continua, alborotadores que denuncian las flaquezas del Sistema, y que pretenden sustituirlo por un apocalipsis donde el valor del hombre será Igual al de los animales y las plantas.
El menos célebre de todos ellos es, sin embargo, el único maestro a quien reconocen sin discutir. Cuando publicó The Reivers (“Los rateros”, 1962), poco antes de morir, William Faulkner declaró: “Quise que esta novela fuera la representación del Juicio Final. Pero la lectura de The Naked Lunch me disuadió. Comprendí que, de todos nosotros, Burroughs era el mejor dotado para esa tarea”. Seis meses antes, en un panfleto que echaba rayos y centellas contra todos los narradores de su generación, Norman Mailer admitía: “Burroughs es el único de los novelistas norteamericanos vivos a quien puedo imaginar poseído por el genio”.
Ninguna de las cuatro novelas de William S. Burroughs ha sido traducida todavía al español. Su escritura intrincada, como la de James Joyce en Finnegans Wake, la música irritante y fragmentaria que lastima el oído de los lectores, el aluvión de palabras indescifrables (que no son sino deformaciones de la jerga empleada por los drogadictos en la costa oriental de los Estados Unidos), proponen desafíos que no son fáciles de aceptar. El lanzamiento de dos de esas obras ha sido anunciado ya, sin embargo, por editores argentinos: Siglo XX, que compró hace un par de años los derechos de The Naked Lunch (1959), la dará a conocer en diciembre, traducida por Aníbal Leal, con el título de “El almuerzo desnudo”. Entre mayo y junio de 1970, Minotauro publicará Nova Express (1964).

La máquina del tiempo
Lo que se sabe de Burroughs es todavía menos de lo que se lee: nacido en Saint-Louis, Missouri, hacia 1914; vástago de uno de los máximos principados industriales de la Unión —el que lleva su apellido—, se desterró voluntariamente de la fortuna y de la gloria convirtiéndose, hacia 1940, en uno de los grandes monjes de la vida marginal. El catecismo de Burroughs es el de la homosexualidad y el de la droga, así como el catecismo de Antonin Artaud era la demencia o el de Jean Genet la prisión y el robo. A su modo, Burroughs es un moralista, un cruzado, un sacerdote laico.
A partir de 1940 emprendió un viaje interminable, con escalas en México, en Brasil, en París y en Tánger. El prólogo de The Naked Lunch ("Testimonio a propósito de una enfermedad”) refiere que a los 45 años despertó al fin de las pesadillas en que lo habían sumido la "Heroína y el opio, “calmo y sano, con una buena salud relativa. Mi hígado estaba débil, eso es todo, y mi carne tenía esa apariencia de máscara que es común a quienes sobreviven de la enfermedad”.
La historia que precedió a ese despertar es una novela aparte: Burroughs cuenta que, hacia 1953, “vivía en una choza del barrio indígena de Tánger. Hacía un año que no me bañaba ni me cambiaba de ropa. Tampoco me desvestía jamás: sólo me arremangaba una vez por hora para inyectar la aguja hipodérmica en mi carne gris y fibrosa, la carne de madera que delata a quienes han caído en el último grado de la toxicomanía. No había limpiado el cuarto nunca. Cientos de ampollas vacías y basuras de toda especie se amontonaban hasta el techo. Hacía meses que el agua y la luz me habían sido cortadas por falta de pago. Durante horas y horas, mi única ocupación consistía en yacer sobre la cama inmunda, observando la punta de mis zapatos. [...] Consumía treinta cápsulas diarias de morfina, y no me eran suficientes. Pasaba largas horas ante la puerta de la farmacia. En la industria de la droga, la imploración y la espera son obligatorias. [...] Una mañana advertí que el cheque que guardaba bajo el colchón sería el último, y peleando contra mí mismo, salté a un avión, rumbo a Londres.”
Lo que sigue es un relato clínico. Asistido por el doctor John Dent, Burroughs se sometió a una cura con apomorfina (una vacuna que se obtiene calentando a 150 grados algunos miligramos de morfina y de ácido clorhídrico), emergió de su Infierno, y emprendió una travesía solitaria por el Reino de la Escritura, que es absolutamente distinto del Reino de las Letras. La droga se convirtió para él en un objeto sagrado, y por eso mismo, en un tabú. Su obra, como la de Ezra Pound o la de Antonin Artaud, acabó por ser un planeta maldito al que sólo reverencian los iniciados.

El Jardín de las desdichas
En 1953 Burroughs publicó una novela convencional, Junkie: Confessions of an Unredeemed Drug Adict, que él mismo retiró de circulación porque “no la consideraba digna de un escritor serio”. Seis años más tarde, The Naked Lunch proponía una revisión completa de las técnicas tradicionales del relato. Sus libros sucesivos, The Soft Machine (1960), The Ticket That Exploded (1961) y Nova Express, no son sino prolongaciones experimentales de aquel intento que concibe a la novela como un caos, una sustitución del azar.
Cada novela está resuelta como un flujo de voces que se astillan entre sí, una especie de collage donde no hay personajes sino “figuras” y donde el habitual argumento es reemplazado por una serie de acciones que parecen corresponder a la de muchos films mezclados en el cuarto de montaje.
Su escritura está plagiada, en cierto modo, de las revistas de escándalo, de las charlas de locutores radiales, de las historietas, de los diálogos de los melodramas televisados, de las obscenidades callejeras. Aunque los críticos de Burroughs sostienen que ese material le ha servido para componer una sátira feroz de la vida norteamericana, el efecto que produce sobre el lector es más bien trágico. Una encuesta efectuada por France Observateur cuando The Naked Lunch apareció en París (Gallimard, abril de 1964) reveló que la respuesta más frecuente de quienes conocían la obra completa era: “Me sentí enfermo. Se me erizó la piel”.
El principio básico sobre el que se funda el método narrativo de Burroughs es el del “corte" o "cut-up". Consiste como él mismo refiere, en considerar que “las palabras son tan vivas como los animales” y resultan, por lo tanto, susceptibles de cruzas arbitrarias. “Las palabras —sostiene— saben mucho mejor que nosotros a qué sitio pertenecen”. Una de sus fórmulas más frecuentes es la de repartir el texto en tres columnas, escritas en días distintos y bajo la presión de estados de ánimo a menudo opuestos. En la primera columna anota los acontecimientos; en la segunda, las repercusiones emocionales que provocan esos Informes; en la tercera, los pensamientos y recuerdos sueltos que lo asaltan en el acto de escribir. Esa técnica exige un colosal dominio de las relaciones secretas que se establecen entre las frases de una columna y las de otra, y cuando el ajuste es adecuado (como sucede Infaliblemente en las novelas de Burroughs), el lector cree estar asistiendo a la proyección de un film. Un párrafo de The Soft Machine puede servir de ejemplo: “A través de una ciudad de película en blanco y negro, las caras de humo caminaron, dibujadas mil veces. Las figuras del mundo en cámara lenta se detienen ante una piedra de cantería catatónica. Manzanas enteras de casas corren y desaparecen en un flash. Vestíbulos de 1920 se llenan de lenta, gris, fílmica lluvia activa”.
Como ocurre con toda obra maestra, la lectura de un fragmento no sirve para percibir la grandeza y la fuerza magnética del conjunto. Tampoco ninguna de las ideas de Burroughs bastan, por sí solas, para revelar a fondo su compleja visión del mundo. El se describe a sí mismo como un moralista para quien “los sexos deben organizarse en comunidades separadas, para que los hijos varones sean educados por hombres". "Cuanto menos relaciones haya entre los dos sexos —acota—, tanto mejor”.
Profeta de un apocalipsis donde la destrucción total —a través de la guerra atómica— es la única salida posible para abolir las instituciones existentes, Burroughs cree también que la palabra desaparecerá del mundo, como los dinosaurios. "Al principio era el Verbo —ha dicho—. Pero en el futuro será preciso ir más allá del Verbo. En caso contrario, la especie humana se extinguirá". Esa denostación del lenguaje es tanto más aterradora por venir de quien viene: los críticos juzgan que la novela norteamericana de esta década es la más compacta, la más rica que haya visto surgir este siglo. Admiten, también, que Burroughs es el Gran Sacerdote, el único genio de ese Olimpo. Y si es justamente él quien anuncia la destrucción, la muerte de la escritura por esterilidad y asfixia, ¿qué habrá después en un mundo desierto de palabras? La respuesta de Burroughs es una pesadilla semejante a la que Julio Verne esbozó en “El eterno Adán”: “No habrá nada. Dejaremos de hablar. Gruñiremos y nos devoraremos entre nosotros como las bestias. Porque de las bestias venimos y hacia ellas vamos".
T. E. M.
Revista Panorama
23/09/1969

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