LIBROS
La palabra abierta de Eduardo Galeano
Editorial Losada
Los consejos de la Celestina, por Damodara Gupta
Tirapiedras, por Daniel Ortiz
¡Maten a ese hippie!, por Charles Runyon
Crítica de libros

LIBROS
La palabra abierta de Eduardo Galeano
Eduardo Galeano, 33, uruguayo, ha ingresado definitivamente en la vida cultural argentina. Director de la excelente revista de ideas, literatura, testimonios, Crisis, que en septiembre entra en su quinta entrega, con 20 mil ejemplares vendidos de la última, y autor de Las venas abiertas de América latina, un vasto ensayo sobre la opresión en el continente, y de Vagamundo (1973), un prodigioso libro de cuentos que alcanza una grandeza y una originalidad inesperadas, Galeano ya no es un desconocido de este lado del Río de la Plata.
En la otra margen del río ya era conocido a los 20 años y en poco tiempo su nombre era un símbolo en múltiples territorios; él encarnaba — y ahora encarna aún más todavía— una -nueva forma de concebir la militancia, el periodismo y la literatura. Luego de dedicarse al dibujo con el nombre de Hugues G. (publicó algunas cosas en la ya legendaria Tía Vicenta), Galeano fue, de 1960 a 1964, secretario de redacción de Marcha. Luego fue director, durante dos años, del periódico Época.
Mientras su profesión de periodista se desarrollaba sin interrupciones, escribió una novela y un libro de cuentos, que ahora relega al olvido. A mediados de la década pasada comenzó su tarea como periodista independiente y ambulante. En 1964 ya había viajado a la Unión Soviética y a China, para indagar las discrepancias entre ambos países, por entonces poco conocidas y hasta negadas. En 1967 fue formalmente dado por muerto, mientras realizaba en Guatemala una investigación. En 1971, en la selva de Venezuela, el paludismo casi salda sus cuentas con la muerte. Pero ahora, en Buenos Aires, Eduardo Galeano enciende un cigarrillo y comienza a hablar tranquilamente de su vida y de sus cosas, y es difícil imaginar que en una sola, breve existencia, Galeano haya podido hacer tantas cosas, tan diversas pero de una enorme coherencia.
Sus viajes, sus entrevistas —entre las que se encuentra una al comandante Ernesto Che Guevara—, sus investigaciones, tienen una cristalización admirable en Las venas abiertas de América latina. Sus vivencias más personales, pero igualmente abarca-doras, encuentran en Vagamundo el principio de un camino originalísimo, rico en registros y en técnicas, donde Galeano surge como un gran narrador y como un renovador de la escritura coloquial y de las formas de aprehender, en toda su complejidad, los múltiples seres y paisajes de América latina. Estos dos libros, especialmente, pero también su actividad como director de Crisis, son las cartas que Galeano tiene en la mano. Y son suficientes para muchas partidas, muchas batallas a ganar. A continuación su diálogo con Panorama.
—¿Cuando comenzó a escribir? ¿Cómo fue llegando a su estilo, el de Vagamundo?
—En 1962 publiqué una novela, Los días siguientes. Es muy mala, muy pavesiana. Pero al menos era pavesiana. Antes escribía unos cuentos influido por Faulkner, y nadie entendía nada. Era una novela melancólica, de estilo prestado. Lo único bueno era que tenía algo de Montevideo, tenía algo de neblina. En 1967 salió un libro de cuentos, escritos entre las cuatro y las siete de la mañana, una vez terminado el trabajo periodístico. Fueron hechos por una necesidad de escribir, de decir algunas cosas. Entre 1966 y 1970 trabajé en Las venas abiertas de América latina. Después de recoger muchos datos de sociólogos, historiadores, y otros especialistas, escribí el libro en 90 noches, con mucho café. Intenté trasmitir todas las formas del despojo que sufrió América latina, como una suerte de novela o de aventura. Quería hacer un libro útil. Después de eso volví a la narrativa, que creo que es mi vocación.
—Entonces escribió Vagamundo.
—Sí. En este último libro están mis vivencias, dándoles una dimensión íntima, con un estilo tan denso como los temas que trata. Si se puede hablar de una técnica en estos cuentos, es el de la reducción. Un cuento de una página, como "Mujer que dijo chau", lo reescribí doce veces. Creo que todavía es un libro cobarde en relación a lo que quiero hacer. Pero es la primera vez que siento que estoy en un camino. Por fin me encuentro libre de las vacas sagradas. Augusto Céspedes me dijo una vez que "una mujer hermosa es como una espada; se la puede ver aunque esté en la vaina". Eso busco en las palabras: la espada desnuda. Una tensión que está por debajo de las palabras. Lo fundamental era que las palabras tuvieran electricidad, que el libro no pueda ser leído impunemente. No fue una cosa que me propuse en forma consciente, sino que se fue dando. Respeto al lector y respeto al tema. No quiero dar un plato hecho sino algo desencadenante. En un tono a veces dicho como al oído; otras veces, violento. Quiero rescatar la dignidad de la palabra. Estoy harto de la literatura florida. Yo no creo que el lenguaje de Latinoamérica sea el barroquismo. Pienso que nuestros temas son continuamente tergiversados. Creo que a ellos debemos también devolverles la dignidad.
Marcelo Pichón Riviére

La pajarita de papel
Al promediar el mes de agosto la editorial Losada celebró sus treinta y cinco años, hecho singularmente destacable en la industria argentina del libro. Desde sus primeros volúmenes, entre los que se destacan Los conquistadores, de André Malraux, Los niños terribles, de Jean Cocteau, La agonía del cristianismo, de Miguel de Unamuno, Las aventaras de Tom Sawyer, de Mark Twain —que casi todos los niños leyeron—, su catálogo ha superado los tres mil títulos.
La quiebra, durante la Guerra Civil, devastó la industria editorial española, que emigró a la Argentina. En consecuencia, durante la década del 40 y del 50 las ediciones nacionales pasaron a la cabeza en la impresión de libros en idioma castellano. De este auge, uno de los principales autores —que incluyen a Sudamericana, Emecé y otras, nacidas poco después— fue Gonzalo Losada, secundado por Guillermo de Torre y el pintor y artista gráfico italiano Attilio Rossi. Por otra parte, alrededor de la editorial se nuclearon intelectuales como Pedro Henríquez Ureña, Francisco Romero, Jiménez de Asúa y Amado Alonso.
Losada reúne un amplísimo catálogo de no menos de 48 colecciones, que sigue abarcando a tono con los tiempos, el arte, la ciencia y la filosofía.

POESIA
La ternura como gobierno
Los consejos de la Celestina, por Damodara Gupta. Monte Ávila editores, Barcelona, 1973, 88 páginas.
Mientras que el poder sea el resultado de sectores económicos en pugna, el amor podrá ser empleado como herramienta o mercancía para acceder hasta la cúpula gobernante. Aquí se habla del amor particular de las cortesanas, tal como se entendía en el Japón del siglo XI, del cual quedan los valiosos testimonios de sus Diarios personales, o los poemas cortesanos de ciertas Damas de la Edad Media provenzal.
En la India, en el siglo VIII, nació el que iba a ser el autor del Kuttanimatan, célebre poema conocido también por el nombre de Los consejos de la Celestina que, en algunos aspectos, cumple un papel semejante al arquetípico personaje anónimo de la literatura española. Pero si en los españoles el cuadro de costumbres se da ásperamente y con un trasfondo casto, pues la misma aspereza es un signo de pudor, en los hindúes de la lánguida escritura clásica en sánscrito de este poema traducido por primera vez al castellano por Fernando Tola —el profesor peruano a quien se deben varios trabajos sobre textos que rescatan los fundamentos orales y escritos de aquella nación—, todo es distinto. Las imágenes costumbristas sólo aproximan los objetos —en este caso los amantes, los cuerpos de los amantes— y de este aproximarse nace la sensualidad: "Cuando haga el amor contigo, / no dejes que te toque tus partes secretas; / no te alteres; / si te besa, mueve el rostro; / si te abraza, / has de contraer el cuerpo y ponerte rígida". Tal vez resulte necesario comparar el ejemplo occidental don el que ofrece Oriente: en éste, un estado atemporal, no sujeto a un siglo preciso, hace su aparición con un amor de infantes sin edad justa.
En el poema de Occidente se trasparenta siempre la Edad Media, pero no una Edad Media cualquiera sino bien española, en que el amor cortesano es una fuerza más, un elemento más entre los muchos naturales.
"Mientras yo estaba sentada en aquel columpio, / hecho de lianas, / el muy taimado, / con el pretexto de mecerme, / con sus manos me tomó por la cintura, y me embriagó de amor." Aquí existe un juego picaresco, un algo de acercar las pieles humanas como un ensayo de adolescentes. Respecto del idioma, según René Daumal, en los griegos y los hindúes antiguos había, además del preciso arte de la poesía y sus leyes, una creencia: las palabras y las cosas se unen de acuerdo a dictados eternos. Es revelador recordar lo que decía Bhartrihari —comienzos del siglo V—: dos suertes de lenguaje imperan sobre el pensamiento. Una está hecha de palabras-gérmenes, que son ideales, inalterables exhalaciones del espíritu universal. La segunda está compuesta de palabras-sonoras, sometidas a las leyes naturales de la gramática y el uso. Entre los dos conceptos se aman los amantes de este largo y mágico poema, habitantes de una selva construida de suavidad y filosofía. M A B

NOVELAS
Los círculos concéntricos
Tirapiedras, por Daniel Ortiz. Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, 100 páginas.
"Empujando con el pie una piedra inmensa que clavaría una idea, una vaga noción de futuro asombrado, las viejas secas, las grandes palabras mezquinas con que rodeábamos algunos trozos de realidad", escribe Ortiz. Su novela, que tiende un puente entre la memoria y el lenguaje en el que la memoria se inserta y a la vez se despega, está narrada con una singular tensión.
El pasado, lo presuntamente vivido por el personaje narrador, se erige y luego se disuelve, a partir de "Punto muerto", la tercera parte del libro, en un rocío verbal.
En un principio, Tirapiedras aboceta un vértigo de historias y se parece —irónicamente finge serlo, cuando el propósito es otro— a una novela autobiográfica, a una típica novela "de formación", en la que un muchacho cuenta— para comprenderlos, para apropiárselos— los avatares de su vida, o de la iniciación de su vida, en un pueblo de 25 mil habitantes. "Diecisiete años y un gusto decididamente aburrido en la boca mientras resuelvo el problema de qué hacer con mis huesos", dice.
La vasta memoria parece reinar y los envolventes, enlazados períodos de la prosa de Daniel Ortiz la cubren con una membrana verbal minuciosa, detallada como la visión de un naturalista que ha preferido los hombres a los insectos.
Y es en ese carácter exasperado de la mirada en donde, encubierta, yace —y se verá cada vez mejor a medida que la narración progrese —la sustancia crítica que carcome como un ácido la confianza en la narración, como fiel depositaría de los hechos contados.
Visiblemente, Daniel Ortiz ha optado por discriminar ,la escritura de los hechos que son referidos. Tirapiedras, deliberadamente, diverge de la misma "autobiografía" que propone. Descree de la identidad de los actos y de la experiencia vivida. En esta novela, escribir es otra cosa que crear réplicas de los hechos y de los seres; escribir se separa gradualmente de los temas y de los motivos, para intentar ser un acto definido, una actividad singular de los hombres que reconoce la impropiedad de alucinar la existencia. Tirapiedras es un acto de discriminación, un acto positivo y a la vez una crítica de los hábitos novelísticos pero con los mismos instrumentos, por así decir, con que se desarrolla la literatura sujeta convencionalmente a la experiencia vivida.
Ardua, construida con una precisión musical —los temas dominantes, el sol y los espejos, puntúan el relato—, Tirapiedras mantiene las características de una novela biográfica, fisura-da por su propia descomposición. Más que contar una Vida, narra la tensión entre el acto de contar una experiencia y esa experiencia, que no termina de desaparecer. +
J. di P.

POLICIALES
Los oasis y el infierno
¡Maten a ese hippie!, por Charles Runyon, Granica, Buenos Aires, 1973. 199 páginas.
La violencia real en un país feroz inspiró un género, la novela policial negra, que, en Cosecha Roja, de Dashiel Hammet, encontró su punto de partida y a la vez una de sus culminaciones. Estados Unidos, el país en cuestión, sólo ha variado las formas secundarias, accesorias, del terror y de la descomposición. Ya El hombre enterrado, del admirable Ross Macc Donald, había diseñado un retrato actual y a la vez una alegoría de esa sociedad en prolongada quiebra moral. Vasto descifrador de la violencia encubierta, Macc Donald permanece como la estrella fija de ese género a veces marginado, a veces exaltado.
La atractiva historia contada por Charles Runyon, seguramente menos envolvente y desnudadora que la saga de Lew Archer, emerge como otro punto visible en esa constelación (no muy numerosa, entre tantos escritores de reparto que invaden los kioscos, y que no deben confundirse con aquellos que elevan este género popular a denuncia). ¡Maten a ese hippie! se sumerge en la dividida sociedad norteamericana, desgarrada entre la posesión de objetos —y de personas consideradas como tales— y el ineficaz repudio de esa estructura por obra y gracia del desapego, de la desalentada liberación sólo interior de sus víctimas más sensibles en el país, los hippies, que propagaron un rechazo ciego e impotente del sistema, que, por otra parte, puede tolerarlo hasta cierto punto, ya que no lo amenaza radicalmente.
La maestría de Runyon, en su eficacísimo relato, le permite no solamente atraer y fascinar a la manera clásica, por medio de la acción más exasperada, sino también desgarrar al lector describiendo un medio mezquino, degradado y vacío, contrapuesto a las ilusiones de libertad de una pareja que escapa e intenta consolidar un amor que las circunstancias y el poder y la ferocidad vuelven imposible.
Sin duda, Runyon es capaz de recrear los oasis hippies y los infiernos burgueses por igual. Trágica —y la tragedia se dibuja en la hostilidad de una nación que no ofrece otras perspectivas que el conformismo o una rebeldía ciega, por ahora— esta novela policial diseña los trazos feroces de la represión, que produce el crimen, que acorrala, y que también, impunemente, asesina. + j. di p.
PANORAMA, SEPTIEMBRE 6, 1973

 

Ir Arriba