Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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FILMS Un legítimo vuelo poético Juan Moreira (Argentina, 1973). Dir.: Leonardo Favio. Cayó atravesado por un bayonetazo cuando intentaba saltar un muro, luego de haber sido acorralado por las fuerzas del orden, en 1874. Entonces, la crónica dio cuenta de su muerte en la sección de policiales, con la convicción —que la prensa oficial se ha encargado de mantener, incluso hasta hoy— de que se había exterminado a un peligroso bandido. El sentimiento del entorno popular era muy otro, y poco después la figura de Juan Moreira recobraría su valor real, primero a través del folletín de Eduardo Gutiérrez (que la crítica no supo estimar en su verdadera dimensión), y luego masivamente, gracias a la creación escénica de Pepe Podestá, que lo entronizó en el circo, auténtica cuna del teatro nacional y popular. Dejando de lado las elaboraciones literarias del tema y apoyándose en los archivos policiales, Leonardo Favio y su hermano Jorge Zuhair Jury comienzan a narrar este “cuento de tías” (así definieron afectuosamente a una historia que cuenta con hondo arraigo casi folklórico) a partir del entierro de Moreira, como para insinuar que su verdadera significación comienza a crecer desde el momento en que la autoridad cree haber acabado con él. Si se tiene en cuenta la fecha de este acontecimiento, dos años posterior a la aparición de la primera parte del Martín Fierro, se comprenderá que, desde la perspectiva del hombre común, la imagen moreireana venía a completar el alegato que el poema de Hernández lanzaba en favor de los forajidos: la injusticia social, la arbitrariedad de las autoridades civiles, y la condena militar a revistar en los ejércitos de línea (la frontera), creaban las condiciones que obligaban al argentino pobre a marginarse. Esta es la intención con que se maneja Favio para plantear la suerte de Moreira, un pacífico paisano de unos treinta años, del partido de La Matanza, que reacciona contra la violencia que viene de arriba, a la que él responde con la furia desatada de una fiera. Lo describe en tina respuesta ciega, todavía sin carga ni conciencia ideológica; simplemente, serán los acontecimientos históricos los que irán determinando su conducta, contradictoria, arbitraria: “¿A quién maté?”, pregunta a Andrade después de un entrevero; “A un pez gordo, un mitrista de la capital”, le responde su compañero. “Y güen, que viva Alsina, entonces”, suspira el matador asumiendo el hecho. Alsinistas o mitristas, Partido Autonomista o Nacionalista, la realidad le sigue siendo adversa, y el marginado no acepta patrón ni juego político de comité, sino que sigue luchando por su libertad y afirmación personal como se lo dicta el instinto. Favio no reprocha frontalmente al protagonista por sus cambios de partido ni sus vacilaciones políticas. En un lugar de esparcimiento, en cambio, ubica a un cantor que, en sus versos, lo acusa de camaleón, así como en la payada de Martín Fierro el negro joven achaca a Fierro el crimen de su hermano. Señalándolo por vía indirecta, deja a Moreira la posibilidad de disculparse ante el acoso de las circunstancias. Con una idoneidad que la opinión generalizada coincidió en señalar en sus tres films anteriores, Leonardo Favio acomete esta, sin duda, su obra consagratoria (incluso a nivel internacional), un cine en el que no caben figuras y donde el interés no decae a pesar de lo minucioso de la narración. Planos en gran detalle, planos cortos, montaje con violentas interrupciones de acción o pasajes meditativos, todos son recursos de un lenguaje serio y preciso, que no deja lugar a efectos provenientes de técnicas publicitarias, con que se ha enviciado últimamente la producción local. Lo sorprendente de Favio es la amalgama de dos mundos aparentemente divorciados, y que sólo podía conciliar un talento arrollador: un tema popular, profundamente arraigado en la tradición cultural de un público que conoce al héroe a través del radioteatro y el circo, adquiere aquí la magnitud de un arte cinematográfico con mayúscula, donde incluso se deslizan ciertas exquisiteces. Un ejemplo de éstas es la secuencia con la Muerte, y si bien es cierto que la idea de que Moreira le juegue su vida en una partida de truco proviene del Bergman de El séptimo sello, hay que reconocerle a Favio originalidad para retomar el asunto: la Muerte no está acostumbrada a perder, y consiente en dejar vivo a su contrincante, pero le cobra una víctima en su pequeño hijo. Un remate magistral para una escena de gran vuelo. Aparte, no es menos admirable la legitimización de un lenguaje literario que en muchos realizadores habría resultado falso. Ciertas réplicas, el cuento de la niña del lago a la que le arrancan la flor (que la Muerte narra mientras caminan por el bosque), los diálogos en las escenas intimistas, no valen tanto por su vuelo poético en sí mismo, sino por la verosimilitud que Favio logra otorgarles en un contexto gauchesco. Esta conquista es prácticamente inédita en la cinematografía vernácula reciente, donde por lo general prevalece un criterio intelectual que la vuelve insostenible. Juan Moreira alcanza, por momentos, la dignidad del mejor cine japonés —por ejemplo-—, que, apoyándose en tradiciones populares, trasciende los localismos para integrarse en lo universal. A esa trascendencia concurren la excelencia del libro, el impecable color de Juan Carlos Desanzo y la música coral de Pocho Leyes y Luis María Serra. No sorprende menos el rendimiento de Rodolfo Bebán en un Moreira que desafió a todos sus recursos, para asumir una reciedumbre que aparentemente distaba bastante de sus rasgos naturales. Jorge Villalba, Elena Tritek, Edgardo Suárez y Alba Mujica (como la Muerte) lo acompañan en una realización que se inscribe en lo mejor que ha dado la cinematografía nacional de las últimas décadas. ♦ Revista Panorama 31.05.1973 |