Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
![]() |
Los ingenuos años 40 EL TIEMPO DEL BIOGRAFO Por JORGE KOREMBLIT En aquellos años eran moneda corriente los teléfonos blancos, el “tú” y las cursilerías varias. El cine nacional estaba poblado por galanes maduros, niñas precoces y villanos sardónicos. En los barrios subsistían "piojeras" donde el deleite no radicaba en la pantalla, sino en la platea, conmovida por silbidos, gritos y pataleos. Los libretistas inferían su segunda muerte a Dumas, Tolstoy, Zola y Maupassant. USARÉ una expresión apenas empleada un millón de veces antes de ahora: el cine de los teléfonos blancos. Con una salvedad indispensable que la unilateralidad de algunos críticos pasa por alto: se trata de un fenómeno de la cinematografía mundial, no sólo de la Argentina. Paralelamente a nuestros grandes bodrios de la década del 40, los italianos y aún los franceses también hacían los suyos con subordinación y valor. Y no hablar de los americanos y sus comedietas con los insoportables galanes de jopo indoblegable. Pasado el tiempo de los pioneros con las valiosas “Prisioneros de la tierra” o “Viento Norte”, productores y argumentistas presumieron —con pereza mental y comodidad— la existencia de un espectador tipo. Este, según ellos, quería cine divertido y alegre. No hacía cuestión de temas o ubicaciones geográficas. Podía ser una viuda alegre en Viena o un joven romántico en París, una aventura en el delta del Paraná o una intriga en la Rusia de los zares. Se trataba, en definitiva, de trasladar el radioteatro a la pantalla. Estólidas comedias, dramones para la lágrima viva, grandes novelas convenientemente profanadas o meros sainetes configuraron el repertorio de los Amadori, Schlieper, Romero, Bayón Herrera y demás artífices de la nadería en celuloide. Hubo muchas víctimas y pocos sobrevivientes. Balzac, Tolstoy, Zola, Maupassant, Dumas —sin contar los genios locales— fueron algunos de los nombres inmolados por la prisa de adaptadores a tanto la línea. Pero dejemos la historia crítica a los especialistas. Y limitemos el tema a recuerdos y vivencias personales. De la gran constelación de estrellas segregadas por aquel cine afloran hoy —desaparecidos o sobrevivientes— algunos nombres inevitables. Las niñas precoces Primeras (y pagando buen sport) surgen, sobre el comienzo mismo de la década, las hermanitas Mirtha y Silvia Legrand. Aunque resulte increíble los muchachos de entonces queríamos ser sus novios. Y, además, novios “para ir en serio”. sin la menor contaminación erótica. Las veíamos con un candor degradante; la mayor osadía llegaba al beso. Con sus mohines, sus voces chillonas y su corrección de chicas formales hacían las delicias de madres y padres que las señalaban como ejemplo a sus hijos. También establecían pautas para la moda juvenil (“Te voy a hacer un vestidito como el de Mirtha en «Los martes, orquídeas»”). Por aquel tiempo aparecieron también María Duval, Virginia Luque, Lolita Torres y, un poco después, Susana Freire. María Duval no era ni linda, ni buena actriz; su estrellado es uno de los tantos misterios argentinos. Virginia Luque agregaba a su fresca espontaneidad buenas condiciones vocales, al igual que Lolita Torres, beneficiada esta última por el auge de la canción española. Y Susana Freire ostentaba una condición insólita: era actriz de verdad. Los investigadores sociales tendrán que establecer (en gran medida ya lo han hecho) las razones del “boom” de las niñas precoces en esa época de nuestro cine. Más allá de los caracteres de fenómeno de feria (“parece mentira, tan joven y qué bien trabaja”) hubo, sin duda, un aniñamiento de las costumbres; una “regresión”, como dirían los expertos. Pero las chicas crecieron y se necesitó crearles, a toda máquina, una nueva imagen. (“Viste cómo se vino grande la María Duval”). Ya señoritas, con curvas y todo, el público siguió prisionero de su visión originaria. Una señora decía: —Cuando la veo besarse con un tipo a la Virginia Luque me da impresión; piense que yo a esta chica la vi crecer, como quien dice. Aquellos galanes Lejos de toda precocidad, los galanes, en su gran mayoría, llegaron jugados. Pedro López Lagar, por ejemplo, daba un tipo de señor español para papeles de tío o padre. Pero los directores lo hacían trabajar de duerme-mozas, incluso adolescentes. Era mucho. A Roberto Airaldi (en vísperas del peluquín) lo salvaba la asunción explícita de la madurez. Sólo era galán para situaciones límites. Roberto Escalada, que venía de hacer un gauchito querendón en “Chispazos de Tradición”, iniciaba un peligroso viaje por la literatura francesa junto a la cumplida Mecha Ortiz. “Safo” marcó una audacia que hoy resulta risueña y “Los pulpos” estremeció a las plateas barriales. A media máquina encendía fervores en las cuarentonas el entonces quincuagenario Florén Delbene, quien después de amarse locamente con Libertad Lamarque, en películas de la década anterior, comenzaba a arrimarle el bochín —en la ficción, por supuesto— a las maduritas; por ejemplo, Maruja Gil Quesada. El galán villano Santiago Gómez Cou asomaba también en las pantallas con su grandilocuencia, su expresivo bigotito y sus sardónicas carcajadas. Otros memorables “muchachos” de la época fueron Ernesto Raquen, Enrique Roldán, Juan Carlos Thorry (“A las 5 por Florida, por bien vestida pasa Isabel”) , el importado Arturo de Córdova y el luego desvanecido Luis Aldás. En un plano menor —y con edad más adecuada— ejercían su capacidad donjuanesca los Mario Medrano, Carlos Cores, Oscar Valicelli, Domingo Márquez, Fernando Lamas, Emilio de Grey, Horacio Priani y hacía sus pininos un catalán de gran soltura y desenfado: Alberto Closas. Las viejas piojeras Al margen de las salas céntricas de estreno y los respetables cines de barrio “para familias”, sobrevivían locales pequeños y sórdidos —las “piojeras”— que eran una verdadera fiesta por sólo 20 ó 30 centavos. Uno podía pasar la tarde sin preocuparse mayormente de las películas: el espectáculo estaba en la platea y especialmente en el pullman. Se gritaba, se hacían trompetillas, se arrojaban cigarrillos encendidos y, a veces, cosas peores. Los acomodadores no daban abasto en la tarea de controlar el orden y echar a la calle a los espectadores más .díscolos y barulleros. Recuerdo, entre otros, a los “biógrafos” “Moderno” y “Alegría” de Boedo, “Colón”, de la calle Entre Ríos y “Bristol” de Parque Patricios. Dos eran las instancias básicas para armar el batifondo: el corte de las películas (cosa harto frecuente por la baja calidad de las copias) y las escenas de amor. Los espectadores más prudentes silbaban; los más osados encendían fogatas. Eran cines para hombres solos. La presencia de una mujer podía desencadenar peligrosas, cuando no grotescas situaciones. Y cuando la película era “no apta para menores” el festival de los gritos y las frases soeces se daba por descontado. La cursilería La nota persistente en nuestro cine, de los años 40, era la cursilería. Estaba en todo. Empezaba con el “tú” en lugar del “vos” (después se dio la socorrida explicación del mercado latinoamericano) y seguía en la línea de los diálogos, la decoración, la vestimenta y los argumentos. En lugar de autenticidad, se ofrecía acartonamiento. Era un cine teatral, estático, sin frescura. Las excepciones —que las hubo-no alcanzaban a borrar esa imagen que hoy sigue al alcance de cualquiera en la pantalla de la televisión. Por más “camp” que sea volver a ver a Zully Moreno en “Dios se lo pague” o a López Lagar en “El tercer beso”, el horror de lo cursi siempre está presente. Nada lo redime y menos aún el paso de los años. Pero a no quejarse. Lo cursi es un momento obligado en toda evolución del gusto. Además se vincula a su correspondiente realidad histórica y cultural. Entonces —en el 40— era perceptible para pocos; hoy lo es para muchos más. El cine fue, desde el punto de vista popular, sinónimo de irrealidad y exageración. En cierto sentido lo es todavía. Por algo le decimos a nuestro prójimo, cuando agranda las cosas: ¡no hagas biógrafo! ♦ REDACClON 06/1975 |