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Cine: Bernardo Bertolucci, otro inédito en la Argentina
Edgardo Cozarinsky, prosecretario de redacción de Panorama, mantuvo varias conversaciones en Roma con uno de los directores jóvenes más importantes surgidos durante los años 60: como a Jean-Marie Straub (ver número 201) y a Vera Chytilova (ver número 207), los azares de la distribución comercial lo han vedado al público local. Aparentemente, el éxito de crítica y público que ha acompañado el estreno en Europa y los Estados Unidos de su film más reciente —El conformista— podrá tal vez acercarlo a estas orillas.
El 2 de junio Bertolucci rechazó el premio Spaleto Cinema para El conformista, como protesta por la inclusión en el jurado del crítico cinematográfico Gian Luigi Rondi, organizador del Festival de Venecia 1971.

Panorama. —Accattone fue tu primer contacto con el cine ¿verdad?
Bertolucci. —Depende de lo que se entienda por primer contacto. Mi padre hacía crítica de cine, ocasionalmente, en Parma, y yo lo acompañaba a todas las funciones. Me regalaron una cámara cuando cumplí quince años: un aparato de 16 milímetros con el que registré a los granjeros vecinos y unas vacaciones en la montaña. Antes de hacer estos borradores, lo había conocido a Pasolini, en casa. Yo había leído sus libros y él había revisado mis poemas. Cuando nos mudamos a Roma, volví a verlo y me ofreció ser su asistente en Accattone: yo tenía veintiún años y lo vi asomarse al cine: porque, aunque había colaborado en el guión de casi una docena de films, descubría día a día la diferencia entre un lente y otro, por ejemplo; esa sensación física de hacer cine que es como tocar la materia de una escultura, o trazar palabras sobre una hoja en blanco. Entendí, sin haberlas leído, todas las ideas que Pasolini iba a poner por escrito más tarde, sobre cine-prosa y cine-poesía. Y me decidí a dejar la poesía: al año siguiente publiqué un libro de poemas, que fue premiado, pero ya antes sabía que sería el último.
—¿Cómo fue que a los veintidós años te viste confiar la responsabilidad de un largo metraje?
—Era un argumento de Pasolini, en cuyo guión colaboré con él y con Sergio Citti, el hermano de Franco (protagonista de Accattone). Entonces Sergio era algo así como el oído infalible que Pasolini tenía para todo lo relativo al dialecto romano. Era Pier-Paolo quien iba a filmar La commare secca, pero no pudo hacerlo, y con todo listo prefirió lanzarse a Mamma Roma; al productor, Cervi, se le ocurrió que yo podía encargarme del proyecto anterior y como Pasolini lo apoyó, fue así como el 9 de abril de 1962 empecé a filmar mi primer largo, casi un mes después de haber cumplido los veintidós años.
—El film, visto hoy, es curioso porque tiene cantidad de elementos anecdóticos de Pasolini; pero el sentido de la construcción, la valorización de todo un marco no naturalista para su naturalismo intrínseco, no se parecen para nada a Accattone o a Mamma Roma; más bien, anticipan Prima della rivoluzione, con una elaboración literariamente flagrante.
—En Prima della rivoluzione no colaboré con Sergio Citti sino con Gianni Amico: primera diferencia, operativa fundamental. Cantidad de elementos autobiográficos intervienen en este segundo film: toda mi juventud a fines de los inciertos, ambiguos años 50, en Italia, con la esclerosis de la izquierda tradicional, todavía no sacudida por la renovación que en este último lustro ha limpiado la casa de telarañas ideológicas y timideces estéticas. La acción ocurre en 1962: un cartel lo señala. Elegí ese año por la muerte de Marilyn Monroe, pero en el film están guardadas todas las vacilaciones de la pequeña burguesía provinciana y cultivada (elegí Parma por motivos personales, desde luego), todas las dudas de un Partido Comunista Italiano que no lograba morder la realidad cuanto más la razonaba.
—La frase de Talleyrand ("Quien no haya vivido los años previos a la Revolución no puede comprender qué es la dulzura de vivir") parece un desafío, colocada al principio del film. Todos los cineastas italianos que pretendían hacer observación de costumbres por aquellos años le desconfiaban a la literatura, a menos que fuera la más vecina y servicial.
—Con un protagonista llamado Fabrizio, enamorado de una mujer mayor, que hace su aprendizaje de los sentimientos y de la política paralelamente, no faltó nada para que los críticos italianos hablaran de “stendhalismo” y decadentismo ‘literario. Para provocarlos mejor, escribí un texto donde decía, entre otras cosas, que el tiempo y la luz son las dos cosas que me importan en el cine. En fin: Prima della rivoluzione tuvo admiradores, pero no muchos y no estuvieron entre el público; yo exorcicé mi miedo de convertirme, como Fabrizio, en un burgués sereno y complaciente, pero tardé cuatro años en poder hacer otro largo metraje.
—¿Cómo te vinculaste con el Living Theater?
—Debo decirte que aunque la ópera acompañó mi infancia y mi juventud, fielmente, fue viendo un espectáculo del Living cuando tuve mi primera emoción teatral auténtica, profunda. Cuando surgió la posibilidad de hacer con ellos un episodio para Vangelo 70, un proyecto maldito que reapareció tarde, incompleto, como Amore e rabbia, me sentí como borracho. Fue una ebriedad de trece días pon sus noches, en que convivimos en Cinecittá, inventando imágenes, movimientos para la parábola de la higuera estéril cuyo dueño quiere derribar, y que el labrador propone regar y abonar un año más, para darle su última oportunidad de dar fruto. Pero lo que me importaba era filmar a un hombre que va a morir, uno de esos motivos “límite” que imponen respeto y miedo a un director.
—Hacía tres años que no filmabas...
—Y volví a hacerlo, exceptuando los cortos documentales para la televisión, con un episodio, formato que me fastidia, con la novedad imponente del color y del Scope, y en Cinecittá. Creo que el film de media hora que resultó importa menos que la experiencia de haberlo hecho, de mi relación con el Living y de mi regreso al cine. Todo esto iba a verse al año siguiente con Partner.
—En Partner es muy visible la influencia de mayo de 1968. ¿O no?
—Estuvimos filmando todo mayo, en Roma, pero era imposible en aquella primavera no sentir que algo que nos importaba a todos estaba peleándose en París, un cierto vínculo entre la imaginación y la política y las relaciones personales. Parece trivial, hoy, porque se ha escrito tanto y tan fácil sobre esos días. Toda la relación entre actores (estudiantes de interpretación) y teatro (o sociedad) y mi relación con el lenguaje del cine en el film están de algún modo tendidas entre mi contacto con el Living Theater y los días de mayo de 1968. En ese sentido, Partner es la más documental de mis obras.
—Y, sin embargo, parece la más desvinculada de la idea de “documento”, de manso registro, con sus raptos de imaginación celebrada y su derivación de Dostoievski...
—Dostoievski es un pretexto, en el sentido más claro: después de cuatro años de no filmar un largo metraje y escribir penosamente tratamientos que nadie se decidía a producir, cuando me llamó un productor dispuesto a trabajar conmigo y me preguntó qué tenía en mente, miré en pleno pánico a mi alrededor y vi El doble sobre la mesa de luz.
—¿Y cómo llegaste a Borges?
—Había leído el "Tema del traidor y del héroe" en Ficciones y lo admiraba; Borges mismo empieza diciendo que la historia puede ocurrir en cualquier parte y tiempo, propone distintas opciones, se decide por Irlanda y el siglo XIX. Yo me decidí por Italia en los años 30. Por lo tanto, por la resistencia al fascismo en vez de la rebelión irlandesa. Además, toda mi vida estuvo visitada por argentinos: Mario Trejo actuó en el tercer episodio de mis documentales sobre el petróleo, el "Gato” Barbieri compuso e interpretó los temas de jazz de Prima della rivoluzione, Eduardo de Gregorio trabajó en la adaptación del cuento de Borges.
—¿Por qué citaste a Brecht respecto a la adaptación de Tema del traidor y del héroe, es decir, de Strategia del ragno?
—Por aquella frase ejemplar: "Pobre del país que necesita héroes”. E Italia los necesita. Es la ironía de que una traición pueda convertirse en chispa de una resistencia cuando se la disfraza de heroísmo lo que me fascinó dramáticamente: uno de esos atisbos donde se distingue la sombra de la historia, cuyos caminos no son ejemplares.
—El fascismo también aparece en El conformista.
—En Strategia es un decorado de época; en El conformista la reflexión es sobre el fascismo en sí como mentalidad. El protagonista de Moravia siente que en su adhesión y sumisión a una ideología gobernante halla una garantía de normalidad; es ese valor, tan dudoso, de "normalidad” lo que me interesa estudiar. Precisamente, en la medida en que se preocupa tanto por su normalidad, el protagonista es anormal y trágico su destino, donde otra ironía histórica juega un papel decisivo: que en el día de la liberación de Roma se entere de que ha estado huyendo de un crimen no cometido y, ante la ruina de un régimen, se sienta liberado de su normalidad aprendida.
—¿Por qué la ambientación tiene un primer plano tan absorbente en el film? Es como si hubieses querido destruir el psicologismo y el costumbrismo que, con excepción de El desprecio de Godard, signaron todas las adaptaciones de Moravia.
—Precisamente: en la decoración, en lo trivial —ritmos bailables, modas, tics de vocabulario y actitudes aprendidas del cine— se cristaliza un período histórico con toda su ideología. Y, en vez de analizar el personaje como un caso clínico, quise inscribirlo en un marco visual que lo ubicara, que arrancara de su situación personal resonancias múltiples: con un ramo de flores, con su sombrero calado hasta las orejas y su traje negro, pasando frente al Ara Pacis, por ejemplo. Toda la arquitectura mussoliniana aparece en el film con su horrible grandeza, como las ruinas clásicas que el fascismo procuró enrolar en su imagen; Roma es gris y pálida; París —donde ocurren varias secuencias— está llena de color porque son los tiempos del Frente Popular: una cierta animación plebeya, la liberalidad de costumbres que para el protagonista es trasgresión abominable.
PANORAMA, JUNIO 8, 1971
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