Cine
Del crimen como una de las bellas artes
Alfred Hitchcok
caricatura de Miguel Brascó

Lo que más abulta en el obeso Alfred Hitchcock es un conjunto de cincuenta films, repartidos en 65 años de edad y 40 de realización cinematográfica. Unos cuantos de esos films han sido fallidas operaciones comerciales o artísticas, pero rara vez han fallado en ambos rubros. Ahora está terminando su opus 50, una historia de espionaje denominada Torn Curtain (literalmente: Cortina Desgarrada), que interpretan Julie Andrews y Paul Newman y que tiene como centro la división actual de Alemania. Pero sería una simpleza creer que sólo se trata de presentar un melodrama político. Como de costumbre, señala el semanario norteamericano Newsweek, Hitchcock “es todavía el purista preocupado con las impurezas de la vida”. La sospecha, la culpa, el miedo, la violencia, la locura, la confesión, son sus temas recurrentes. En el estudio, el director es un hombre tranquilo, amable, casi inaccesible para los extraños, aparentemente frío. Por dentro, orquesta pesadillas.
Torn Curtain era ya un film terminado en la cabeza de su director y todo lo que hacía falta era rodarlo, para que otros se enteraran de sus ideas. En esto, Hitchcock es un colmo de precisión. Sabe a la minucia lo que habrá de encontrar la cámara, tranquiliza a Paul Newman señalándole con notable anticipación, y sin mirar por el lente, que no saldrán en la imagen los erróneos zapatos que tiene puestos. Aun con más previsión, sabe de antemano cómo quedará armada una secuencia en el cuarto de montaje, cómo se obtienen ciertos efectos de ritmo o de sorpresa. Los espectadores más jóvenes, que tienen permiso para descubrir el cine de nuevo, son capaces de creer que Hitchcock continúa la moda de James Bond. Lo contrario sería más cierto: fue él quien dio prestigio mundial al cine de espionaje, desde lejanísimos films ingleses de 1934-38 (El hombre que sabía demasiado, 39 escalones, Agente secreto. Sabotaje, La dama desaparece) hasta la recopilación, en 1959, de un montón de efectos y trucos personales que hacían sufrir a Cary Grant en Intriga internacional. En rigor, hay secuencias de la serie James Bond que parecen derivar de Hitchcock. Pero éste se niega a proseguir esa colección de fantasías, inevitablemente alejadas de la realidad. Prefiere lo que él llama la “pesadilla realista”, una extensión de datos comunes hasta límites intolerables, cuyo ejemplo más claro es la invención en Los pájaros de bandadas de asesinos volátiles, carentes de motivación. Algunas de sus pesadillas confesadas, todavía no utilizadas en cine:
• Una noche fría en Inglaterra. De pronto las ventanas de todo el país, sin causa aparente, tiemblan y se rompen. El enemigo ha aplicado su arma secreta, para matar de frío a todos los habitantes de la nación.
• El público llena el Metropolitan Opera House. En el escenario, María Callas llega a una nota agudísima. En un palco alto, una persona mira a la soprano y ella la mira. La persona cae de pronto sobre la orquesta. La nota alta se transforma en un grito, el teatro queda envuelto en el pánico, la Callas se desmaya. Es llevada a su camarín, donde queda sola, toma el teléfono y comienza a discar tranquilamente. “Todavía no sé cómo sigue, pero estoy seguro de que el ambiente elegido ha sido utilizado al máximo”, afirma Hitchcock.
Otra pesadilla más frecuente para Hitchcock es la presión de los productores, una amenaza que en la actualidad no le molesta mucho. “Hasta cierta cifra hago lo que quiero. Eso oscila de 3 a 4 millones de dólares. Arriba de ese límite hay consultas.” Nunca hizo un film que costara más de 5 millones (presupuesto de Torn Curtain: 4,3 millones), pero todavía Hitchcock se niega a olvidar que los productores de La sospecha (1941) le hicieron modificar el final, para que Cary Grant terminara por ser inocente y no el empeñoso asesino de su mujer, según se insinuaba en toda la trama (algunos de los más efusivos admiradores franceses de Hitchcock sostienen que la modificación fue una mejora de la anécdota, pero ya se sabe cómo los críticos franceses se dedican a la hipérbole). La naturaleza del cine obliga a Hitchcock a padecer esas pesadillas, porque la artesanía rara vez es la parte decisiva de un film: “No es como un artista frente a su cuadro. Yo solía preguntarme si el cine es un arte, cuando veía a los hombres que venían a trabajar con sus canastillas de comida en la mano. Allí es donde aparece la transacción”.
No obstante esas pesadillas, Hitchcock no se puede quejar de Hollywood. Su obra es un caso peculiar de creador que ha podido hacer lo suyo en el cine norteamericano, con la libertad que deriva de reiterados éxitos comerciales. Y es solamente en Hollywood que él puede encontrar el emporio de artesanos y el perfeccionamiento técnico que su estilo necesita. Ningún rodaje aficionado, al estilo que cultivan tantos franceses, permite destilar los efectos de color en Vértigo, el siniestro montaje con que se arma el crimen de la bañera en Psicosis, ni los cientos de trucos que se coordinan en las peculiares batallas de Los pájaros. En rigor, Hollywood ha permitido a Hitchcock un virtuosismo extremo, un desafío contra las reglas aceptables. En Festín diabólico (1948), conjugó cámara y escenografías móviles para obtener un film de imagen continua, carente de montaje. En Ocho a la deriva (1943), ubicó toda la anécdota en el único escenario de un bote perdido en el mar. En La ventana indiscreta (1954), experimentó con lentes de larga distancia, sobre una historia policial que necesitaba realmente de ellos, porque jugaba sobre las apariencias de lo que James Stewart veía o creía ver desde un edificio lejano al lugar del crimen. A cambio de tanta técnica, los temas fueron triviales más de una vez, y la realización pareció artificiosa, trucada, más empeñada en efectos especiales que en capturar el honesto interés del público. Y así, algunos espectadores atrapados por el clima de La sombra de una duda (1942) o por el suspenso morboso de Pacto siniestro (1951), se han negado a creer en los rebuscamientos anecdóticos y en los personajes artificiales de Psicosis, de Los Pájaros, de Marnie.
El peligro que corre este artesano es que deberá inventar más trucos de asunto y de filmación a cada paso. Hace veinte años era difícil averiguar cómo podría seguir imaginando cosas, pero ahora ya se sabe que la invención es su reino. Trabaja más lento, con un film cada dos años, pero así ocurre con las obras que necesitan mucha utilería. Y en cuanto a su capacidad de inventar, ya las series de televisión insinúan que Hitchcock es inagotable. Crea continuamente situaciones peligrosas, apoyadas casi siempre en la realidad, insinuantes de la duplicidad y la morbosidad del ser humano, matizadas por un tranquilo humor británico, parte del cual es la presentación fugaz de sí mismo en algún personaje incidental y mudo. Quienes lo crean inscripto en la historia del cine (adonde todavía no llegó James Bond) deben saber que, además está activo y despierto, como muy pocos veteranos entre sus colegas.
Revista Primera Plana
8/3/1966

 

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