Lo que más abulta en
el obeso Alfred Hitchcock es un conjunto de
cincuenta films, repartidos en 65 años de edad y
40 de realización cinematográfica. Unos cuantos de
esos films han sido fallidas operaciones
comerciales o artísticas, pero rara vez han
fallado en ambos rubros. Ahora está terminando su
opus 50, una historia de espionaje denominada Torn
Curtain (literalmente: Cortina Desgarrada), que
interpretan Julie Andrews y Paul Newman y que
tiene como centro la división actual de Alemania.
Pero sería una simpleza creer que sólo se trata de
presentar un melodrama político. Como de
costumbre, señala el semanario norteamericano
Newsweek, Hitchcock “es todavía el purista
preocupado con las impurezas de la vida”. La
sospecha, la culpa, el miedo, la violencia, la
locura, la confesión, son sus temas recurrentes.
En el estudio, el director es un hombre tranquilo,
amable, casi inaccesible para los extraños,
aparentemente frío. Por dentro, orquesta
pesadillas.
Torn Curtain era ya un
film terminado en la cabeza de su director y todo
lo que hacía falta era rodarlo, para que otros se
enteraran de sus ideas. En esto, Hitchcock es un
colmo de precisión. Sabe a la minucia lo que habrá
de encontrar la cámara, tranquiliza a Paul Newman
señalándole con notable anticipación, y sin mirar
por el lente, que no saldrán en la imagen los
erróneos zapatos que tiene puestos. Aun con más
previsión, sabe de antemano cómo quedará armada
una secuencia en el cuarto de montaje, cómo se
obtienen ciertos efectos de ritmo o de sorpresa.
Los espectadores más jóvenes, que tienen permiso
para descubrir el cine de nuevo, son capaces de
creer que Hitchcock continúa la moda de James
Bond. Lo contrario sería más cierto: fue él quien
dio prestigio mundial al cine de espionaje, desde
lejanísimos films ingleses de 1934-38 (El hombre
que sabía demasiado, 39 escalones, Agente secreto.
Sabotaje, La dama desaparece) hasta la
recopilación, en 1959, de un montón de efectos y
trucos personales que hacían sufrir a Cary Grant
en Intriga internacional. En rigor, hay secuencias
de la serie James Bond que parecen derivar de
Hitchcock. Pero éste se niega a proseguir esa
colección de fantasías, inevitablemente alejadas
de la realidad. Prefiere lo que él llama la
“pesadilla realista”, una extensión de datos
comunes hasta límites intolerables, cuyo ejemplo
más claro es la invención en Los pájaros de
bandadas de asesinos volátiles, carentes de
motivación. Algunas de sus pesadillas confesadas,
todavía no utilizadas en cine:
• Una noche fría en
Inglaterra. De pronto las ventanas de todo el
país, sin causa aparente, tiemblan y se rompen. El
enemigo ha aplicado su arma secreta, para matar de
frío a todos los habitantes de la nación.
• El público llena el
Metropolitan Opera House. En el escenario, María
Callas llega a una nota agudísima. En un palco
alto, una persona mira a la soprano y ella la
mira. La persona cae de pronto sobre la orquesta.
La nota alta se transforma en un grito, el teatro
queda envuelto en el pánico, la Callas se desmaya.
Es llevada a su camarín, donde queda sola, toma el
teléfono y comienza a discar tranquilamente.
“Todavía no sé cómo sigue, pero estoy seguro de
que el ambiente elegido ha sido utilizado al
máximo”, afirma Hitchcock.
Otra pesadilla más
frecuente para Hitchcock es la presión de los
productores, una amenaza que en la actualidad no
le molesta mucho. “Hasta cierta cifra hago lo que
quiero. Eso oscila de 3 a 4 millones de dólares.
Arriba de ese límite hay consultas.” Nunca hizo un
film que costara más de 5 millones (presupuesto de
Torn Curtain: 4,3 millones), pero todavía
Hitchcock se niega a olvidar que los productores
de La sospecha (1941) le hicieron modificar el
final, para que Cary Grant terminara por ser
inocente y no el empeñoso asesino de su mujer,
según se insinuaba en toda la trama (algunos de
los más efusivos admiradores franceses de
Hitchcock sostienen que la modificación fue una
mejora de la anécdota, pero ya se sabe cómo los
críticos franceses se dedican a la hipérbole). La
naturaleza del cine obliga a Hitchcock a padecer
esas pesadillas, porque la artesanía rara vez es
la parte decisiva de un film: “No es como un
artista frente a su cuadro. Yo solía preguntarme
si el cine es un arte, cuando veía a los hombres
que venían a trabajar con sus canastillas de
comida en la mano. Allí es donde aparece la
transacción”.
No obstante esas
pesadillas, Hitchcock no se puede quejar de
Hollywood. Su obra es un caso peculiar de creador
que ha podido hacer lo suyo en el cine
norteamericano, con la libertad que deriva de
reiterados éxitos comerciales. Y es solamente en
Hollywood que él puede encontrar el emporio de
artesanos y el perfeccionamiento técnico que su
estilo necesita. Ningún rodaje aficionado, al
estilo que cultivan tantos franceses, permite
destilar los efectos de color en Vértigo, el
siniestro montaje con que se arma el crimen de la
bañera en Psicosis, ni los cientos de trucos que
se coordinan en las peculiares batallas de Los
pájaros. En rigor, Hollywood ha permitido a
Hitchcock un virtuosismo extremo, un desafío
contra las reglas aceptables. En Festín diabólico
(1948), conjugó cámara y escenografías móviles
para obtener un film de imagen continua, carente
de montaje. En Ocho a la deriva (1943), ubicó toda
la anécdota en el único escenario de un bote
perdido en el mar. En La ventana indiscreta
(1954), experimentó con lentes de larga distancia,
sobre una historia policial que necesitaba
realmente de ellos, porque jugaba sobre las
apariencias de lo que James Stewart veía o creía
ver desde un edificio lejano al lugar del crimen.
A cambio de tanta técnica, los temas fueron
triviales más de una vez, y la realización pareció
artificiosa, trucada, más empeñada en efectos
especiales que en capturar el honesto interés del
público. Y así, algunos espectadores atrapados por
el clima de La sombra de una duda (1942) o por el
suspenso morboso de Pacto siniestro (1951), se han
negado a creer en los rebuscamientos anecdóticos y
en los personajes artificiales de Psicosis, de Los
Pájaros, de Marnie.
El peligro que corre
este artesano es que deberá inventar más trucos de
asunto y de filmación a cada paso. Hace veinte
años era difícil averiguar cómo podría seguir
imaginando cosas, pero ahora ya se sabe que la
invención es su reino. Trabaja más lento, con un
film cada dos años, pero así ocurre con las obras
que necesitan mucha utilería. Y en cuanto a su
capacidad de inventar, ya las series de televisión
insinúan que Hitchcock es inagotable. Crea
continuamente situaciones peligrosas, apoyadas
casi siempre en la realidad, insinuantes de la
duplicidad y la morbosidad del ser humano,
matizadas por un tranquilo humor británico, parte
del cual es la presentación fugaz de sí mismo en
algún personaje incidental y mudo. Quienes lo
crean inscripto en la historia del cine (adonde
todavía no llegó James Bond) deben saber que,
además está activo y despierto, como muy pocos
veteranos entre sus colegas.
Revista Primera Plana
8/3/1966
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