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Televisión: Lágrimas y lucha de clases
Heredero directo del radioteatro y del antiguo folletín por entregas, el teleteatro, después de una declinación que en 1971 pareció definitiva, ha vuelto en este año (en realidad desde el pasado) a ocupar la atención de muchos espectadores y, sobre todo, espectadoras. Sería ocioso insistir en los denuestos que intelectuales, pedagogos, psicólogos, sociólogos o, sencillamente, personas cultivadas y de buen gusto han lanzado contra el género. El teleteatro es una realidad que entre otras melancolías, determina hoy que el público-masa concurra en alud a algunos espectáculos cinematográficos o teatrales donde aparecen sus ídolos, con prescindencia total de los valores artísticos del producto. Lo que nunca podrá saberse es si, en realidad, ese público exige tales condescendencias, o si es manipulado por hábiles mercaderes que le imponen un nivel rara vez superior a la mediocridad más ramplona. Mientras tanto, libretos, videostapes y hasta actores han pasado a ser fuente de divisas en el mercado latinoamericano.

DESDE LA MAÑANA. Hace poco, Canal 13 lanzó Amar al ladrón, escrito por Lucy Rossi y Luis Gayo Paz, que se trasmite diariamente a las 10.30. Los personajes, para variar, pertenecen a clases sociales opuestas (un filón de nunca acabar). El dueño de la fábrica acaba de quebrar, pero hace esfuerzos por mantener su empresa. Uno de sus obreros gana al Prode y todo hace suponer que entre él y la altiva —cuándo no— hija del patrón, habrá romance. Para señalar las diferencias de clase (nada más clasista que un teleteatro), se recurre a un diálogo artificial, donde el protagonista corrige sus "deslices" frente a la angustiosa mujer del patrón, la que le ha pedido un préstamo: "Cuando cobre la guita, este... la plata".
Como el honrado obrero la recibe en su casa, en presencia de su mamá, ésta convida a la arruinada dama con café, "porque la señora no toma mate” —aclara sin averiguarlo antes—, y después con ravioles, naturalmente amasados por ella (la madre), poniendo al hijo en una situación casi tan incómoda como cuando le recomienda, antes de que vaya a comer con su patrón, que lo ha invitado: "Nene, no hables con la boca llena, no vayas a hacer papelones". Es una manera, bastante ingenua en el fondo, de querer quedar bien con todo el mundo: con una mítica clase alta que todavía vive, según el teleteatro, en la Francia de los Luises, y con una clase trabajadora que nunca termina (según el teleteatro, también) de sentirse segura de sí misma. El resultado es algo más que irreal: es inverosímil y, para colmo, cursi.
El Canal 9 abre su programación diaria con Ese que no la quiere, intrincada historia de desencuentros sentimentales, interpretada por Alicia Bruzzo, Luis Dávila y, hasta hace unos días, María Aurelia Bisutti. La autora es Marcia Cerretani, quien, junto con su madre, Elsa Martínez (que falleció la semana pasada), se dedica a inventar esta historia y también Mi amigo Andrés, por el Canal 13. Fueron igualmente las escribas de Estación Retiro, hace dos años, por el 9.
"Pienso —dice Cerretani— que el teleteatro es desvalorizado en apreciaciones demasiado generales: se pueden hacer cosas buenas en el género". ¿Por qué son tan escasas, entonces? Hay problemas de orden técnico, pero las mayores trabas provienen de la censura: no son los canales sino el Ente de Radio y Televisión el que pondría límites a los temas que pueden tratarse. "No hay tema que no pueda tratarse, siempre que se lo haga con dignidad —enuncia Marcia—, y hasta los chicos pueden encontrar una utilidad en el teleteatro: después de todo, los noticieros los han acostumbrado hasta a las cosas más crudas".

DIA TRAS DIA. Cerretani atribuye el éxito de sus libretos a que los personajes son "seres vivos"; para que así sea, incluye vivencias propias y de sus amigos. "Son seres reales y no entelequias —insiste, y pregunta, algo retóricamente—: ¿Quién no tuvo un desencuentro amoroso alguna vez?". Arriesga, entonces, una teoría resbaladiza: "Creo que el teleteatro indica pautas de conducta: al identificarse con los personajes, en situaciones similares, el espectador se preguntará: ¿Qué haría yo en lugar de Fulano?". En Estación Retiro se incluía, dentro de la trama general, media hora de teleteatro unitario en el que se dramatizaban hechos de la vida real, que el público conocía a través de la prensa o de los mismos noticieros de televisión. A veces se daban coincidencias: mientras se trasmitía el entierro de un ejecutivo que fue secuestrado y muerto, en su espacio unitario Estación Retiro se ocupaba del mismo tema.
Otro de los problemas que preocupa a Cerretani en lo que a concesiones se refiere, es el de los finales de capítulo: “Hay que dejar lo que en la jerga del medio se llama gancho —explica—; esto obliga forzosamente a bajar el nivel con una intriga que obligue a encender el televisor al día siguiente”. Mi amigo Andrés, por su parte, es la historia de un médico (Guillermo Bredeston) que, pese a seguir la tradición familiar y elegir la profesión de su padre, resulta ser un bohemio que ejerce como por casualidad, pero siempre cae parado. Tiene, por supuesto, una novia rica que trata de hacerlo entrar en el redil, y hay otras dos hermanas también enamoradas de él. Andrés atraviesa un momento difícil: no ha obtenido el rating calculado y corre el riesgo de fenecer en cualquier momento (hace dos semanas, un capítulo fue reemplazado por la proyección —con cortes— de Crónica de una señora, el film de Raúl de la Torre; pero el teleteatro retornó siete días después, aunque siempre con la famosa espada sobre la testa).
Cerretani suspira: "Este es un trabajo muy inseguro y hay que aprovechar cuando viene". Esas venidas representan, para ella, un ritmo de trabajo de quince horas diarias, incluidos sábado y domingo. Prefiere no tener contrato, para disfrutar de un posible fracaso: "Me encanta hacer mi trabajo con libertad. Voy a los ensayos, escucho a los actores, autorizo modificaciones en mi texto: no soy Shakespeare". Ha enviado libretos a México, "pero nunca supe cotizarme", reflexiona, y prefiere mantener en secreto su cachet, que consta de la tarifa fijada por Argentores y un plus que regulan los canales. "Ahora, mi representante en Latinoamérica me ha conseguido una cifra excelente”, se entusiasma. En lugar de su madre, Marcia tendrá en el futuro como colaborador a Osvaldo Dragún.

LAS FORMULAS. Otra autora captada por el mercado latinoamericano es Fernanda Guerrero, o sea Alma Bressan, o sea Alma De Cecco (hermana de Sergio, el marido y libretista de Haydée Padilla, La Chona; Sergio tuvo también su etapa en radio y televisión, bajo el seudónimo de Amadeo Salazar; y ambos son sobrinos, además, de una de las mejores guionistas de radioteatro que el medio local haya conocido, Clara Giol Bressan). Fernanda ya no escribe sino para el resto de América latina, lo cual le representa un jugoso ingreso mensual en dólares. Sin ella, sin Nené Cascallar y Celia Alcántara, otras dos cariátides del género, los teleteatros reconocen hoy, con mínima excepción, únicamente las firmas de Abel Santa Cruz y Alberto Migré.
"Yo confieso, hidalgo y golpeándome el pecho, que utilizo las fórmulas —proclama, sonriente y sin golpearse nada, Abel Santa Cruz—. Hay dos de ellas que no fallan jamás: la de la Cenicienta y la de la doble personalidad, el Zorro, tonto durante el día y astuto y redentor por la noche”. Actualmente, nada menos que cuatro guiones de Santa Cruz en cartel atestiguan la verdad de su aserto: Malevo, Carmiña, Papá Corazón y Me llaman Gorrión.
"Salvo Malevo, que tiene su importancia —señala—, los demás son para la sociedad de consumo: no permiten la elaboración”. “Escribo a un ritmo de ocho páginas por hora, y los libretos unitarios, de una hora de trasmisión, insumen entre cincuenta y sesenta páginas", calcula. Malevo lleva dos años en el aire, protagonizada por Rodolfo Bebán, y responde a la segunda fórmula: la del Zorro. Personajes estereotipados acompañan al galán, en el año 1918: "Debo buscar datos en mis libros, porque me gusta hacer intervenir figuras históricas —explica el autor— y me puedo meter en política”. En política de aquella época, por supuesto, porque la de ahora lo obligaría a definirse y "hay que recordar que el teleteatro se dirige a un público masivo y no puede perder audiencia”.
Otro de sus objetivos es, por lo tanto, que el público no cambie de canal. Su experiencia de autor le indica que para eso también hay fórmulas: "A la gente la atrapan las escenas que trascurren en un almacén; en el caso de Malevo, la escena de almacén la ubicamos a las 21 menos siete minutos, porque a las 21 empiezan otros programas en los otros canales y puede producirse lo que yo llamo el trágico cambio”. (Malevo compite con Pobre diabla, así como Carmiña debe medirse con Rolando Rivas, taxista.) La misma situación riesgosa se repite, en menor medida, durante la pausa comercial, cuando los espectadores aprovechan para ver qué están pasando en otro canal. "Por eso —prosigue Santa Cruz—, hay que dejar siempre el pequeño intríngulis antes del aviso".
Santa Cruz, es notorio, recurre con frecuencia a su archivo radioteatral para rellenar espacios de televisión. Tal es el caso de Carmiña, que empezó en 1958 ante el micrófono con el título de Valentía de quererte. Brotó de una noticia aparecida en los diarios y que para el autor fue la ratificación de una de sus más caras teorías: un Rockefeller se casó con su mucama. Nada mejor para inspirar un folletín, ya que, según Santa Cruz, “el público delira por que el amor supere las diferencias sociales”. Así, la humilde muchacha española salida del convento. Carmiña (María de los Ángeles Medrano), ganará el corazón del acaudalado profesional, el doctor Raúl Pereyra (Arturo Puig), de clase media alta. La competencia —la bruja de Blanca Nieves— es una tilinga rica (Bettiana Blum), afectado personaje cuyo modo de expresarse termina en caricatura del habla actual. De paso, hay pretexto para presentar religiosas, ingrediente que tal vez forme parte de otra fórmula del autor, que recurre a ellas con frecuencia (Papá Corazón):

AH, LOS TRAVESTIS. Para Me llaman Gorrión, Santa Cruz dice recordar vivencias propias: "Yo tengo mucha esquina, mucho barrio", aclara. Es otra historia de Cenicienta, pero con alguna dosis de Zorro, esta vez. La protagonista, cansada de buscar en vano trabajo, decide disfrazarse de varón y se convierte en repartidor de almacén, con triciclo y todo. Hasta que un buen día, mientras hace el reparto, roba una tarjeta de invitación en casa de un cliente, y asiste a un encopetado sarao. Como la Cenicienta, nadie sabe quién es y la dichosa diferencia de clase se pone de manifiesto, pero logra despertar la intriga que llevará a los dueños de casa a buscarla para dar fin al argumento. Obviamente, Alberto Martín se enamora de la muchacha (en fin, de Beatriz Taibo) y, a diferencia del Duque Orsino en la Noche de Reyes shespiriana, no se inquieta demasiado por su ambigüedad sexual. Ni —también obviamente— Santa Cruz insiste en ese aspecto: "Lo importante es que partimos de una convención que el público se tragó", se congratula.
En Me llaman Gorrión aparecen, como en todos los teleteatros, la barra del café y el niño prodigio huérfano (negro, en este caso: el simpatiquísimo y tierno Javier Díaz). Las escenas de almacén están implícitas. "Sale sin ninguna pretensión", se enternece su autor.

LA POSIBILIDAD HUMANA. El contrato de Santa Cruz con el Canal 9 le permite, excepcionalmente, escribir también para el 13: el resultado es Papá Corazón, un engendro al que su progenitor dedica especiales cuidados: “Es pueril pero limpita”, declara. La confortable existencia de la huérfana Pinina (Andrea del Boca), quien sin embargo puede comunicarse con su madre muerta (Mercedes Harris), mientras pone obstáculos sinfín entre su padre y las posibles madrastras y enloquece a las monjas del colegio en que se educa, es el carozo de esta fábula donde los intérpretes se tratan de tú y utilizan pocos modismos porteños. La explicación es simple: “Está escrito for export —enuncia su creador—, es una producción de Panamericana con vistas al resto de América, por eso uso un lenguaje asexuado (sic)”.
De sexo, ni hablar, por supuesto. "Yo escribo nada más que se besan, lo demás corre por cuenta de la directora [Martha Reguera]", informa Santa Cruz, ufano del rating: "Hemos llegado a tener 38.8, una barbaridad”. “No voy nunca a los ensayos, hago los repartos por teléfono”, acota. No se olvida, por descontado, de ubicar en buen sitio y con abundante vestuario a su mujer, Elcira Olivera Garcés, ni de memorar, como sus mayores logros en televisión, dos títulos para el ciclo Alta Comedia, que le llevaron dos semanas de elaboración cada uno, un lapso abrumador, y que se llamaron La araña madre y La muerte está de luto.
Alberto Migré es la antítesis de su colega. Más parco, retraído, se aísla para escribir en una quinta cercana a Buenos Aires y tan sólo admite la entrevista telefónica. Sus obras en cartel —Rolando Rivas, taxista y Pobre diabla— muestran el mayor grado de sofisticación del género. Las constantes son las mismas, pero los personajes, lo que dicen y el manejo de cámara revelan otras inquietudes. La Cenicienta revivió, primero, en Rolando Rivas (cuyo intérprete, Claudio García Satur muestra ya, semana a semana, sus tremendas limitaciones expresivas, a la par que el agotamiento de la anécdota), y ahora en Pobre diabla: el protagonista, otro mazacote llamado Arnaldo André, figura ser hijo de madre soltera —pobre pero honesta, a ratos— y de un empresario de alta clase media, que muere y le deja en herencia un diario muy importante. El personaje hereda también, de algún modo, a la joven viuda de su padre (la inevitable Soledad Silveyra, ya una sola morisqueta a esta altura de su carrera). ¿Quién podría dudar de que la animosidad inicial se trasformará en romance? Nadie, porque si no, no habría teleteatro.
Las circunstancias son siempre lo bastante complicadas como para mantener en suspenso a espectadores que, según Migré, "no lo pueden dejar [al folletín] aunque están deseando que termine”. Las aspiraciones del autor no se dirigen tampoco, como las de otros, al mercado latinoamericano: "Nuestros tapes, por razones de ciclaje y modismos, no trasponen fronteras". Atribuye el éxito de sus obras a que son “una combinación fascinante de teatro y cine, y al fervor con que las escribo”. Y exclama, arrebatado: " ¡No considero de ninguna manera que el teleteatro sea un arte menor, depende de cómo se haga!”. Él vigila celosamente cada detalle de las emisiones: elenco, decorados, temas musicales, filmación en exteriores.
'Busco permanentemente en la calle, en las noticias, en la gente, una idea, un motivo para nutrir mis historias". Niega rotundamente la existencia de fórmulas: "Una casa de departamentos, es tema; un hospital, una calle, una plaza, un hombre y una mujer que se aman, un hombre y una mujer que no se aman". Y concluye: "Cualquier posibilidad humana es un tema no una fórmula". Le resulta muy difícil hablar de sus personajes, porque “soy parte interesada”. Piensa que el teleteatro tiene, sobre el teatro y el cine, la ventaja de una comunicación más directa y masiva, pero existen también las desventajas: "Como títeres de un titiritero, dependemos del rating; y debemos realizar en muy poco tiempo, semana a semana, una película o una obra teatral”. Su máxima aspiración es la de "llegar a toda la familia, algo que pretende ser para todo tipo de público; atrapar por igual a todos los miembros de la familia, debe ser el objetivo de algo que aspire a ser éxito”.
La dependencia del rating suele ser feroz. Apenas nacido, El bastardo (Canal 9, libretos iniciados por Juan Carlos Gené y continuados por Dragún, pareja central: Bárbara Mujica-Víctor Laplace, dirección de David Stivel) se halla, probablemente, a un paso de la guillotina. Aunque las primeras emisiones fueron más bien aburridas, la idea central es fascinante: los prolegómenos de la Revolución de Mayo, a partir de 1803. Un tema que, seguramente, no ha de alimentar las fantasías de un público acostumbrado —de grado o por fuerza, he ahí la incógnita— a los cuentos de hadas.
Informe de Alicia Creus
PANORAMA, AGOSTO 16, 1973
 
 

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