Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

OSVALDO PAPALEO
Bienaventurados los que sufren
Erigido en una suerte de defensor de pobres y ausentes, el vapuleado animador televisivo califica a su programa 'Corazones solitarios' como "útil a la sociedad". Un presunto servicio que sin duda arroja pingües beneficios al conductor de este lacrimógeno ciclo

"En este país la cosa se está poniendo muy pesada. Hasta me mandan gente del Ministerio de Bienestar Social para que yo me ocupe de sus problemas." Con alma y lenguaje de profeta, Osvaldo Papaleo (29, una hija, casado con la actriz Irma Roy, ex periodista del semanario Gente) da rienda suelta a las excusas que posibilitan la emisión de un tortuoso pasatiempo cuyos picos de rating (entre 15 y 18 puntos) obcecan a Canal 9 de Buenos Aires en su cotidiana emisión: Corazones solitarios, una especie de torneo de calamidades donde la gente acude a exhibir sus carencias para recibir, en cambio, hálitos de "esperanza, fe y aliento". Por supuesto, el verborrágico conductor defiende su ciclo, supone que no especula con la desgracia ajena, aunque admite ciertas críticas: "Claro, el mío es un programa mersa. Fenómeno, no lo discuto. Hay cosas mersas muy válidas: Palito Ortega empezó cantando en una villa miseria. ¿Qué es lo mersa? Una cosa grotesca, grosera. Pero Palito Ortega ahora canta en Mau-Mau". La mecánica de Corazones solitarios no excede la originalidad ambiente: prolijamente vestido, Papaleo se presenta ante las cámaras improvisando un torrente de lugares comunes asociados por lo general al "voluntarismo comunitario". Un retorcimiento de manos permanente subraya la estudiada sobriedad que le permite escuchar, imperturbable, las odiseas que descerrajan sobre él los coprotagonistas del programa. Así, Papaleo está en condiciones de solicitar al público televidente "una pierna ortopédica, un bombo, tres pasajes a Entre Ríos, trabajos de diversa naturaleza" y el paradero de familiares extraviados. Su métier le permite señalar que el programa no tiene como objetivo "solucionar conflictos. Simplemente se hace la pintura de la situación, de cada problema en particular, lo que en definitiva configura una radiografía del país". Pero no fue Corazones solitarios la primera incursión de O.P. en televisión.
—¿Qué lo motivó a conducir programas de TV?
—Yo era periodista y tuve que hacerle un reportaje al señor Alejandro Romay. En el fondo lo subestimaba desde el punto de vista intelectual. Creía que era un mersón que hacía TV y que tenía suerte: en este ambiente hay muchos que tienen éxito sin tener talento. Lo vi dos veces seguidas. A la tercera, el señor Romay se dio cuenta de que yo lo estaba probando. Entonces se desprendió de su investidura de director de un canal y comenzó a hablar de un montón de cosas que yo creía que él no conocía. Nos comunicamos muy bien y él me ofreció hacer cámara en algunos de sus programas. Después de actuar en cosas aparentemente intrascendentes, el director me propuso Corazones solitarios.
—La idea del ciclo, entonces, no es suya.
—La original, no. Pero después de mucho conversar sobre cómo había que hacer el programa surgió el hallazgo: tratar de comunicar a muchos seres con la sociedad. Convertir al ciclo en un reflejo social. Se puede decir que la idea —para mí brillante— salió de un diálogo entre el director y yo. Al principio me parecía que estábamos haciendo 'El alma que canta', pero después de dos tres emisiones me sentí muy gratificado.
—¿No cree que hace demagogia por eso tiene éxito?
—En absoluto. Fíjese que aquí viene gente de todas las provincias. El otro día apareció un señor del ingenio Bella Vista, de Tucumán. Estaba sin trabajo. Si yo fuera demagogo le hubiera dicho: "Hombre, por qué no se quedó en su provincia, que allí las cosas se van a arreglar". En cambio le dije: "Usted hizo muy bien en venir, aunque vaya a vivir a una villa miseria. Aquí tiene muchas más posibilidades". —¿Pero usted ayuda a la gente? ¿Les consigue trabajo?
—No, yo no creo que la ayuda arregle a nadie. La vida de un hombre no se soluciona si yo le consigo una heladera, sino con su esfuerzo, con sus deseos de superación. Por eso yo no me encariño con el caso individual sino con la pintura de la situación.
—¿Usted cree que hay un denominador común en los problemas que le plantea la gente?
—Claro, todos los conflictos se originan en cuestiones de índole económica: desavenencias de las parejas, traumas afectivos, desocupación, vivienda.
—Por lo tanto, es muy difícil que a través del ciclo se solucionen esos problemas. ¿Corazones solitarios es, entonces, sólo una buena manera de lograr rating?
—Para nada, el rating es lo que menos le preocupa al canal. La gente debe saber que atrás nuestro hay un equipo de psicólogos y asistentes sociales que hacen una selección previa de las personas que se presentarán ante las cámaras. Ese chequeo permite detectar, por ejemplo, que cuando un hijo se va de la casa de sus padres hay un evidente problema de incomunicación entre ellos. Y a partir de ahí nosotros no abandonamos el caso: si ese chico vuelve, lo llevamos al programa y después lo derivamos a los institutos estatales para que le brinden atención psicológica. Eso es muy útil, porque mucha gente le tiene terror al psicoanalista. Entonces cuando nosotros los aconsejamos, van. Yo, personalmente, he mandado a muchísimas personas a institutos estatales gratuitos y también mi hermana, que es psicóloga.
—En definitiva, el programa es útil.
—Por supuesto. Si aquí viene un hombre y me dice: "Se fue mi mujer", puede estar seguro de que nosotros la vamos a encontrar. Porque a esa mujer que se fue de la casa si no la llamo yo no vuelve ni en chiste.
—O sea que vuelve exclusivamente porque usted la llama, no el marido.
—Sí, para mucha gente la televisión es el diálogo que le falta en la casa. Muchas veces la mujer —o el hombre— se comunica mucho más conmigo que con su propia pareja. Y eso, lo han comprobado las psicólogas (porque nosotros llevamos muchas estadísticas y tenemos todo bien fichado), no es traumatizante. Pienso que mucho más conflictivo es —como hacen algunos animadores— hacer cantar a un rengo en televisión. Eso me lo han explicado las psicólogas, y yo siempre trabajo con ellas porque son una cosa seria. Cuando nosotros salimos a hacer esto, recibimos muchísimas críticas, pero nadie se animaba a hablar en contra de Florencio Escardó y Eva Giberti, cuando ellos hacían una cosa igual.
—¿Qué tipo de gente se acerca a usted?
—¡Huy! Aquí vienen muchos maniáticos, locos, de todo. Por eso hacemos una selección previa. Y no hay ninguna limitación: un tipo que es feo no deja de ir al aire, no señor.
—Pintar, según dice usted, tan crudamente la realidad, ¿no le trae problemas?
—Para nada. No le voy a decir quién, pero un miembro del gabinete nacional me llamó por teléfono a mi casa. No para censurarme o coaccionarme. Al contrario: vio el programa y se dio cuenta del trasluz de orden social que hay detrás de todo esto. El se dio cuenta por mi programa de los bajos sueldos que se pagan, de la falta absoluta de colegios que hay en el país.
—¿Se vigila el lenguaje de los entrevistados frente a las cámaras?
—No. Cada uno debe expresarse como habla en realidad. Lo que no permitimos es que la gente venga a plantear problemas y —simultáneamente— soluciones. Que digan, por ejemplo, "en este país pasa tal cosa y la solución es tal otra". Eso no podemos dejarlo pasar, las soluciones para la Argentina no son tan sencillas.
—Si usted fuese espectador, ¿cómo juzgaría el ciclo que actualmente conduce?
—La verdad, muy duramente. Ante un programa así tendría tremendas prevenciones.
—¿Porque ustedes utilizan la necesidad de la gente para lograr rating?
—Rating queremos hacer, pero nuestra misión es otra: pintar una situación. Para mí el programa que estoy haciendo es uno de los mejores de la televisión argentina.
—¿Qué idea tiene usted de lo que es un buen programa?
—Bueno, los teleteatros. Son ficción, es cierto, pero necesarios. Los noticiosos, los ciclos que hacen —como el mío— una pintura fresca de la realidad. Y eso hay que agradecérselo a Romay, al canal 9. Porque hay una diferencia notoria entre Romay y los dueños de los otros canales: ellos son extranjeros, en su forma de hablar, en su manera de pensar. Y no pueden negarlo. En el fondo, en la televisión argentina hubo un desembarco. Llegó Colón, bajó, vio y se preguntó: "¿Y éstos qué son? ¿Analfabetos? Bueno, vamos a alfabetizarlos". Es decir que subestimaron la creación de los argentinos. El drama de nuestra TV, hasta que llegó Romay, era que no reflejaba ni nuestra cultura ni nuestra incultura. No registraba nada: eran todas películas, tapes, programas importados. Y si no, se plagiaba. El programa de Galán, por ejemplo, se hace en todos los países del mundo. La gente lo critica porque salió de la cabeza de un vivo argentino. Si la misma maquietada la hubieran mandado de otro lado, dirían que es genial.
—Su lucha consiste entonces en revalorizar lo argentino.
—Sí, señor. Y el método es el diálogo con la gente. Hay que hablar mucho con la gente, porque si no la situación del país se nos va a ir de las manos. Hay que darse cuenta ahora de que el año 70 va a ser un escándalo: el enero que pasamos lo demuestra, no por la tragedia de los ferrocarriles, que eso no me horroriza; el año va a ser malo por lo otro: porque asaltan una guardia en Campo de Mayo, porque toman la Universidad de Córdoba o la Tecnológica en Buenos Aires. Si a esta altura pasan cosas así, madre mía lo que va a pasar en mayo. Las cosas están muy feas en el país. La solución es única: hay que abrir el diálogo con la gente.
—¿Y usted supone que su programa ayuda a que se abra el diálogo?
—Sí, señor; es realista, dibuja puntos de unión entre la gente. Pero lo que pasa es que todos los medios de comunicación tienen que estar al servicio de la cosa, y, lamentablemente, muchos lo ignoran. Buscan sólo su propio beneficio.
Revista Siete Días Ilustrados
9/3/1970

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