Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

APUNTES PARA UNA MITOLOGIA PORTEÑA
CUANDO LAS SEÑORITAS TENIAN ORQUESTA
Durante la década del 30 —y bien entrada la del 40— fueron las reinas indiscutidas de confiterías y cafetines de Buenos Aires: cuatro de ellas reviven hoy aquel pasado de malevos y costurerías

Hoy son abuelas apacibles, y es difícil imaginarlas encaramadas sobre estrechos palquitos enfrentando a públicos no siempre muy selectos; es que del temple indispensable de hace 30 años sólo quedan recuerdos y una mansa nostalgia. Fueron las pioneras de una profesión cuyo ejercicio no estaba, por cierto, teñido de santidad: no sólo tuvieron que imponerse a fuerza de coraje a los habitués del famoso Marzotto de Corrientes o a los de los cafetines de Leandro Alem, sino también a la maledicencia de la gente rotulada como "decente".
La semana pasada, esa época casi mitológica —la de las orquestas de señoritas— fue revivida ante SIETE DIAS por cuatro de sus más conspicuas animadoras: supieron tocar juntas —sobre todo tangos— y ahora la charla sirvió para reconstruir la atmósfera de aquel Buenos Aires de la Corrientes angosta, de las costureritas que dieron el mal paso y de los taitas bravos del arrabal. Un espectro melancólico que desgranaron, a su turno, Julia Bauzano (66), pianista, Herminia Diéguez (66), contrabajista; Rosa Gilardote (59), violinista, y Blanca Bárcena (45), cantante.

"NADIE COMO YO PA' DEFENDERME SOLA"
Mientras apuraba su café al tiempo que se negaba a aceptar un cigarrillo, Julia Bauzano trataba de reprimir su admiración por el estado físico de sus antiguas compañeras: "¡Ay, qué cosa, veo que todas están delgaditas y me da no sé qué!". Con la misma frescura fue hilvanando sus primeros pasos por el varieté porteño, su lucha por subsistir y criar a sus hijos, los hitos de una carrera que, para ella, aún no ha concluido: todos los domingos acude a un asilo de Buenos Aires —el Viamonte— a musicalizar las tardes de los ancianos allí recluidos.
—Aprendí el piano con quien después sería mi marido, un muchacho que vivía en la misma casa que yo y era timbalista de la orquesta del teatro Colón; cuando me abandonó tuve que largarme a trabajar, y como lo único que sabía hacer era tocar el piano, un vecino me aconsejó que me empleara en un cine.
—¿Su tarea consistía en tocar antes de la función?
—¡No! En esa época las películas eran mudas y yo tenía que hacer el acompañamiento; mi primer día de trabajo, en un biógrafo de la calle San Martín, fue terrible: como yo nunca había entrado a un cine, en vez de hacer el acompañamiento, me distraje mirando la cinta. Se armó un lío de padre y señor mío, pero como pianista tenía una ventaja: tocaba de espaldas al público, y entonces la cosa era encogerse de hombros y meterle a las teclas.
—¿Cuántos años tenía cuando comenzó?
—Tenía 15 años y dos hijos; mis padres no hicieron mucho por mí. Cuando me empleé de musiquera en aquel cine se enojaron y no volví a tener noticias de ellos. Con el tiempo, cuando trabajaba en la orquesta, mi padre solía venir a verme actuar, pero jamás se acercó para hablarme.
—¿Cómo se produjo su paso a la orquesta? ¿Por qué se llamaban señoritas, si muchas estaban casadas y tenían hijos?
—Como en las orquestas podía ganar mejores sueldos, me decidí a estudiar un poco más de piano, y una vez que estuve en condiciones me uní a las muchachas. Como en esa época iban a los cafés hombres solos, nosotras teníamos que figurar como solteras: una orquesta de señoras no hubiera atraído a nadie. Otra picardía de los dueños era incluir figurantas en la orquesta.
—¿Qué papel cumplían las figurantas?
—Y, era una trampita que se hacía para que entrara más público; a veces —memora risueña— sólo tocábamos cuatro chicas, pero en el tablado éramos doce: las figurantas hacían como que tocaban; los clientes se daban cuenta pero en el fondo les gustaba vernos a todas juntas allí arriba.
—¿Cuál era la actitud del público?
—Los hombres, en general, eran muy respetuosos. Yo lo puedo decir porque actué en confiterías finas como L'Aiglón y también en los cafetines del bajo y nunca me molestaron. A veces —concede casi a la fuerza— nos hacían llegar pedidos de alguna pieza, escritos en un billete a modo de propina. Otros nos seguían a la salida, pero si una no les daba motivo se retiraban.
—¿Cuándo y por qué terminaron las orquestas de señoritas?
—¿Quiere que le diga una cosa? Fue el fonógrafo lo que nos mató. A los patrones le resultaba más barato poner una victrola y, como todas las modas, la nuestra también pasó. Entonces, como había que comer, me empleé de victrolera y también de bailarina de zarzuelas. Nunca le tuve asco al trabajo: la vida me enseñó que hay que animarse a todo. Yo me hice sola y me di muchos golpes, pero estoy muy contenta de haber vivido así y no de otra manera.

DE PURA CEPA
"No recuerdo desde qué edad comencé a leer pentagramas porque mi papá era músico: a los 10 años toqué en una comparsa de mi pueblo, Chacabuco, ya los 12 en un baile. Igual que Julia, a los 15 años abandoné mi casa y fui a trabajar a los cines; después me incorporé a una orquesta que trabajaba en la Vermont, una confitería que quedaba en Viamonte entre Leandro Alem y Azopardo."
Así, un tanto avergonzada, comenzó a enhebrar sus memorias Rosa Girardote, la violinista del conjunto.
—¿Ustedes trabajaban solamente en Buenos Aires?
—Al principio sí, pero después nuestra orquesta típica hizo giras por las provincias. Uno de los lugares más lindos fue Bahía Blanca: una vez fuimos por un mes y nos quedamos todo el año. Para mí era muy sacrificado porque tenía que llevar a mi hija; mi marido venía a visitarme cuando podía.
—¿Los maridos no se molestaban si alguien las piropeaba?
—En general ellos no venían a vernos actuar. Los patrones no querían saber nada con las casadas, sobre todo uno que se llamaba Yoncada. Durante' las funciones nos sacábamos el anillo y nuestras maridos nos visitaban en la pensión. Yo dejé la orquesta en el 41 porque la nena tenía que ir al colegio y pasaron cinco años hasta que volví a trabajar.
—¿Siempre integró conjuntos femeninos?
—En general sí, porque gustaban mucho. Uno de los mayores éxitos que tuvimos fue en el Café de los Angelitos. Pese a que nos fue muy bien, guardo un recuerdo ingrato de ese lugar: una vez vino a vernos actuar Cátulo Castillo, quien entonces era director del Conservatorio Municipal. Cuando terminamos nuestro número, aplaudió muchísimo y nos invitó a que fuéramos a verlo. Pero a mí no me quiso recibir. Jamás supe por qué.
—¿Cuántas horas tenía que trabajar para poder vivir?
—No teníamos horarios: hacíamos matiné, vermut y noche; lo malo era que lo hacíamos en lugares diferentes: a la mañana y a la tarde trabajábamos en la Capital y a la noche en La Plata. Los viajes eran tan largos que nos juntábamos en los vagones con los
muchachos de alguna típica y así nos entreteníamos.

M'HIJO EL DOCTOR
Fue la más reticente durante el reportaje. Cada una de sus frases iba acompañada de un "No lo ponga, por favor". Un recelo que tenía sus razones: a los 66 años, Herminia Diéguez trata de echar un manto sobre su pasado, temerosa, acaso, de que ciertos episodios de su propia vida puedan dañar el prestigio de su único hijo, médico, quizás sin advertir que en la guía telefónica figuran más de 200 Diéguez. De ahí que su relato esté impregnado de constantes aclaraciones sobre su honestidad y formación profesional. H.D. estudiaba flauta en un conservatorio privado, sobre el cual llovían pedidos de músicos para integrar orquestas. Pero ella siempre era rechazada porque la flauta no se prestaba para la música popular.
—¿Cuando la rechazaron se decidió por otro instrumento?
—Como en casa hacía falta dinero, tuve que empezar como figuranta. Me tocó en suerte hacer de contrabajo y entonces decidí aprender a tocarlo. Además, como figuranta pagaban mucho menos. Cuando empecé a tocar ganaba bastante: fue en el año 25 y cobraba 300 pesos por mes, aunque para eso tenía que tocar en todas las funciones.
—¿Siempre actuó en el mismo conjunto?
—Sí, pero únicamente en las confiterías del centro; no hice las giras al interior porque además trabajaba en Radio del Pueblo con Rolando Chávez. Cuando me casé, allá por el 25, me retiré y no volví a actuar hasta el 38, pero ya en música seria: fui segundo violín de la orquesta de Bolognini, muy famosa.
—¿De manera que usted no sólo interpretaba tangos?
—Por supuesto. Además de los lugares dedicados exclusivamente al tango, trabajé en la confitería Pedigree y en el Olmo de Santa Fe; allí gustaba mucho la música metódica y el repertorio internacional. Es que a la gente del barrio Norte el tango les parecía grosero.
—Usted cuenta que en 1925 ganaba 300 pesos por mes, algo así como el sueldo de tres maestras en esa época; puede pensarse que actualmente vive de rentas.
—Yo no dependo de nadie —alecciona con dignidad— pero jamás pude invertir un solo peso de aquéllos: como le dije al comienzo, en casa necesitaban mi ayuda. Mi papá era pintor, pero de brocha gorda y ganaba muy poco; entonces con mi sueldo la pasábamos bien. Ahora vivo de mi jubilación de la Asociación de Artistas de Variedades.
—¿Mantiene alguna relación con sus colegas del sindicato?
—Bueno, ir al sindicato da mucha tristeza porque uno se encuentra con antiguos compañeros y se ven muy viejos. La última vez que fui a votar había unas cuantas amigas que estaban muy avejentadas y entonces un gracioso, cuando nos vio a todas en la fila, dijo: "Bueno, hoy no voy a comer a casa, me voy de farra con las chicas".

LA VOZ DE LA CALANDRIA
Fue la gran diva de pelo platinado y brazos recubiertos de dudosos brillantes. En sus años de apogeo, la voz de Blanca Bárcena era un imán que hechizaba a legiones de parroquianos en los cafetines de Buenos Aires: no en vano llevaba adosado el título de La Calandria Porteña.
—¿Cómo empezó su vida en las orquestas?
—A mí siempre me gustó cantar. Un día me decidí a encarar la cosa en serio y fui a una agencia artística a pedir trabajo. Claro, como tenía quince años, el empleado no me quería atender. Pero yo protesté y, como era muy linda, finalmente me consiguieron un puesto de cantante.
—¿Le costó adaptarse al ambiente de los cafetines?
—Sí, bastante. Tardé más de tres años en acostumbrarme. Eran épocas muy bravas; aunque teníamos miedo, siempre había que sonreír. Además, los patrones pagaban lo que querían, y si una no estaba de acuerdo, en seguida encontraban la reemplazante. Cuando formé mi propia orquesta, las cosas cambiaron: yo era mi empresaria. Lo único que lamento es no haber tenido contratos en el extranjero: en los Estados Unidos, por ejemplo, los conjuntos de señoritas eran muy buscados y, por supuesto, pagaban en dólares, ¡imagínese!
—¿Actualmente vive de aquellas ganancias?
—Y... sí. Pude invertir algunos pesos, afortunadamente. Construí un chalet en Olivos, que después vendí. Actualmente tengo un hotel que, aunque no es muy lujoso, me permite vivir bien.
—¿Quiere decir que no percibe jubilación como artista?
—Vea, yo recién tengo 45 años, así que mal podría jubilarme. No se olvide que de aquella orquesta que formábamos con Julita, Herminia y Rosita, yo soy la más joven. Yo no me retiré por cuestiones de edad, sino porque no conseguía contratos acordes con mi categoría. Hasta hace dos años todavía cantaba en Radio Splendid, en horario central. Ahora, si llego a recibir una buena oferta de algún canal de televisión, agarro viaje. Todavía tengo voz para rato. Así que eso de jubilarme, para mí, no corre.
—¿A qué atribuye la falta de contratos?
—Lo que pasa es que los tiempos cambian, y la gente ya no gusta de lo nuestro. El público que ahora concurre a las salas de espectáculos es demasiado joven y no sabe bailar ni escuchar el buen tango. Los jovencitos modernos sólo buscan música ruidosa, de esa que llaman rock. ¿Y las melodías, digo yo, dónde están las melodías? ¿Quiere que le diga una cosa? Yo sería feliz siendo como Sandro. ¡Qué muchacho divino! ¿No?
Revista Siete Días Ilustrados 13.03.1972


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