Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REPORTAJE A JUAN CARLOS CASTAGNINO
EL MAR, LA VIDA Y OTRAS OBSESIONES
La inauguración en Mar del Plata de una muestra retrospectiva que abarca medio siglo de prolífica labor permitió al cotizado plástico argentino confiar a SIETE DIAS algunos aspectos de su carrera, proyectos y concepciones estético-políticas

Aquellos carros que se acercaban a la costa, desandando senderos entre médanos y playas, configuraron la historia marplatense de las primeras décadas de este siglo. Los caballos de tiro fueron protagonistas de pequeños heroísmos cotidianos, cada vez que las barcas encallaban y los robustos equinos debían socorrerlas desde la costa. Todos los días, esa geografía era transitada por un carro que partía de Camet rumbo a Mar del Plata y recorría los médanos de entonces. El responsable —conocido como Don Castagnino— inexorablemente iba acompañado por su hijo, un inquieto observador y prematuro enamorado del mar. Un niño casi, que más allá del asombro que le causaba el atuendo de los turistas de la época, barajaba emociones y gestaba una aguda percepción del paisaje aledaño, el mismo que cincuenta años después quedaría reflejado en una muestra pictórica que la semana pasada expuso en Mar del Plata.
El mar, la retrospectiva (1927-1972) que Juan Carlos Castagnino (63) exhibe en una galería de la calle Entre Ríos, concita a lo largo de 71 trabajos la admiración de turistas y nativos. Oleos, dibujos, acuarelas y acrílicos demostraron fehacientemente el sentimiento que el artista acunado en médanos, piedra, arena, agua y sol elaboró en toda una vida trascurrida junto al mar. Una existencia plena de recuerdos, que Castagnino memoró junto a SIETE DIAS, caminando por la Rambla Marplatense.
—No se imagina lo que el mar significa para mí. Nos empezamos a comunicar durante las tempestades. Creo que con ellas empecé a observarlo; el mar, cuando hay tormenta, es siempre un espectáculo maravilloso en materia de color y movimiento.
—¿Usted empezó a pintar junto al mar?
—Las primeras cosas las pintaba sobre las rocas. A los 14 o 15 años llevaba mis cajitas a la costa. Y recuerdo que por ahí, por el cabo Corrientes, había un pintor que me llamaba la atención. Después lo reconocí en revistas: era Fernando Fader.
—¿Y por qué pintaba?
—Bueno, de chico estuve empleado en la casa Witcomb. Llevaba los chasiretes de los fotógrafos, cuando la casa estaba en la Rambla vieja. Witcomb alquilaba grandes estudios para los más renombrados artistas. Un día llegó el austríaco Ziegel, un retratista muy famoso. La señora de Witcomb, entonces, me encargó que le arreglara el taller, que daba a la Rambla, y que le oficiara de secretario. Así aprendí a limpiar su paleta, a verlo trabajar y, claro, también me agenciaba algunos colores que le sobraban. Recuerdo que una vez Ziegel pintó un retrato del obispo de Buenos Aires, Copello. Y como el estudio estaba lleno de otras obras, una vez que se expusieron varias de ellas cometí el error de colocar un desnudo horizontal debajo del retrato del obispo. Fue un escándalo.
—¿Desdé cuándo se dedicó en serio a la pintura?
—En la casa Witcomb conocí a mucha gente: pintores, escultores, dibujantes. Fue un poco como una escuela. Pero mi primer contacto directo lo tuve con el señor Arata, profesor del Colegio Nacional. Claro que recién a los 19 años empecé a pintar en serio. Fue cuando me fui a estudiar a Buenos Aires, porque en Mar del Plata no había academias.
—¿Ya por entonces sus temas marinos?
—Sí, y cuando llegó Lucien Simón, un pintor bretón que era vice-director de la Escuela de Bellas Artes de París, se sorprendió con la similitud de Mar del Plata con la Bretaña, a través de mis cuadros. Allá los percherones también tiraban de las barcas. Le gustó el movimiento de mis caballos y la forma como yo trataba a las playas, a tal punto que me ofreció una beca en París.
—En su pintura se pueden reconocer varias épocas, ¿verdad?
—Sí, claro. En esta exposición están todas, incluso Cardos y mar, que es de 1927, de las primeras que recuerdo, porque muchos de mis antiguos cartones se han perdido. Uno no creía que algún día podrían tener valor, no sólo pictórico, sino de recordación.
—¿Qué significa esta exposición para usted? ¿Por qué la hace?
—Porque me permite decir que he recorrido mi mar y mi costa en distintas etapas. Como dijo Amorim: es la pampa que se mete en el mar o el mar que está sobre la pampa. A ello le agregué osamentas, arenales, medanales. El mar es vida, y el animal que ha de ir a morir a la costa es lo significativo de la muerte. Una vez vi una testuz de caballo con una flor que salía por un ojo. Era algo surrealista. Pero además, esta exposición es un homenaje al centenario de Mar del Plata, que será dentro de dos años y, sobre todo, equivale a mostrar lo que nunca mostré: la serie completa de mi obra junto al mar. Tenía miedo de hacerla porque pensaba que era un signo de envejecimiento, pero ahora me siento rejuvenecido. Es que yo necesito que el público vea mi trayectoria.
—Si se acepta que ésta es una sociedad en transición, ¿qué problemas se le plantean al pintor?
—Yo creo que sí, es una sociedad en transición. Y el pintor, al asumirla, también está en un estado de visión polémica. Antes se hacía una pintura más contemplativa. Yo, en un momento dado, hasta fui un romántico, no lo niego. Pero ahora siento la necesidad de reflejar otros elementos críticos, polémicos, para el análisis. Mi serie de los veraneantes lo demuestra: es el hombre que viene de la alienación, de la fábrica o la oficina, a buscar tranquilidad, un descanso que no consigue. Es una tragedia, ¿no?
—¿A qué veraneante se refiere?
—Al popular, no al de la playa alejada, exclusiva. Me refiero al que se aglomera. Es un poco el rostro en la muchedumbre. El que está solo en medio de sus semejantes.
—¿Esa pintura crítica encierra una crítica política?
—Por supuesto. Yo pienso y siento que tengo que intervenir con mi opinión acerca de las cosas que pasan. Entonces, en forma indirecta, uno opina.
—Hay quien dice que la pintura de caballete está perimida porque le da las espaldas a un arte masivo...
—Es cierto. Hace falta un arte masivo, pero creo que la pintura de caballete sigue vigente porque junto a las grandes técnicas de proyección mayoritaria se producen también las afirmaciones del artista, del hombre. Existen grandes pintores que trabajan individualmente, pero que quieren comunicarse con el mundo a través de la pintura de cosas tremendas que le pasan al mundo. Y se hacen mayoritarios por la trascendencia de su mensaje.
—Considerando el poder de difusión que tiene el arte en este momento de la historia, ¿cuál debe ser la función del artista?
—Utilizar todos los elementos nuevos que se puedan aprovechar. El arte representativo, tradicional, no está muerto. Lo que está perimido es aquella forma de relacionar la obra con el contorno social. El artista que quiere comunicarse no está vencido. Y debe aprovechar todos los elementos posibles. Así como el cine, que es el más poderoso medio artístico, aprovechó las técnicas de composición plástica, la pintura tiene que apoyarse en la forma fílmica, o sea el movimiento. Tiene que romper las imágenes tradicionales, para traer a primer plano elementos de expresión o narrativos.
—Sus cuadros tienen una temática coherentemente nacional. ¿Prosigue usted en esa búsqueda?
—Bueno, antes insistía más en eso. Pero ahora creo que lo nacional se da si uno está consustanciado. Hay dos polos en la visión de un artista: lo universal y lo local; es decir, los elementos con que se trabaja. Yo creo que lo nacional surge del tratamiento —con lenguaje universal— de elementos, personajes y cosas que hay alrededor de uno.
—¿Qué posibilidades ve para los artistas jóvenes?
—Bueno, creo que tienen una lucha muy dura, como nosotros la tuvimos. Pero evidentemente quieren comunicarse más que antes. La pintura, desde hace diez años a esta parte, se va trasformando en algo más intenso. La lucha del joven es con el público, que se forma con toda la cultura de| país. En ese sentido estamos muy atrasados. Y eso lo sufren más los jóvenes, porque su pintura es de carácter más puro, más funcional. Y los otros —los neo-figurativos, los del arte cuestionado o el arte en cuestión—, porque su pintura es más ideológica, más polémica, y sufren las consecuencias de que el público todavía no los interpreta. A veces los jóvenes no comprenden que hay que trabajar con más prudencia; el extremismo de una pintura demasiado cuestionadora de los problemas suele alejarlos del público.
—¿Y en cuanto a posibilidades concretas?
—Eso está vinculado a la fuente de trabajo, a las posibilidades materiales. Así como la gente quiere ver un cine que diga algo, también puede pretender lo mismo de la pintura. Hay que estar en la lucha. Por eso estoy en contra de toda censura en materia artística. Estoy del lado del creador, del que quiere libertad de expresión. Porque, como dice Picasso, la pintura es un arma de combate. Sólo hay que saberla utilizar. Aún la pintura religiosa del medioevo fue ideológica, ya que influyó en las grandes masas.
—¿Qué le significó su último viaje a Europa?
—Fue muy corto. Sólo fui a ver la posibilidad de trabajar con Cortázar y con Neruda. Con. Pablo posiblemente hagamos el Canto General. Y con Cortázar, bueno, no puedo adelantar nada. Julio está terminando un film y dos novelas . . . Pero la cosa andará por el Martín Fierro. Ahora se cumplen cien años de Hernández y yo quiero dar una pauta más actual de mi posición, más allá de la de Eudeba en 1962.
—¿Y cómo sería un Martín Fierro desde esa perspectiva?
—Que no se evidencie sólo en elementos tradicionales, sino que pase a nuestro presente y nuestro futuro. Hernández no lo escribió para atrás, sino para adelante. Su vigencia es, pues, constante; está en nuestras cosas y nuestras tragedias. Hay que rescatarlo como figura de martirio, de lucha, y no sólo para el campo sino para la ciudad, para todo el pueblo. El Martín Fierro es símbolo de una injusticia que está vigente.
Revista Siete Días Ilustrados
13.03.1972

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