Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REALISMO
El valor de mover las tabas
"Antes sí que daba gusto el oficio", se lamentó el sexagenario Juan Panelli, profesor sin diploma (pero con mucha pista) de bailes populares. Memorioso, evocó las viejas academias y salones donde supo entreverarse con los ases del dos por cuatro, esos de pantalón bombilla y puntiagudos zapatos de charol.
Atenazado por un cierto pudor ("no entiendo por qué me quieren hacer notas"), el maestro mencionó con reticencia muchos reductos que saben a gloria: el Mariano Moreno (de Santiago del Estero al 1300), La Colonia (de Paraná al 300) o el sempiterno Augusteo, que aún perdura al 1300 de Sarmiento. Viéndolo dibujar ochos y quebradas, no es difícil imaginar los pasos livianos, cadenciosos de Panelli en aquellas competencias de raja y cincha frente a El Mocho, El Crespo, El Vasquito de Boedo o el mismísimo Cachafaz, una figura mítica de los bailaderos porteños.
"Aquí llega la gente de toda edad y pelaje", revela en los altos de Corrientes 1559 este devoto del tango capaz, sin embargo, de dar cabida en su sancta sanctorum a ritmos de menor sabor ciudadano: el rock, el beat, la cumbia o el shake. Sin especificar cuánto debe oblar cada alumno, el bailarín confesó que allí acuden más hombres que mujeres y, en general, mayores de 25 años. "Enseño el tango de salón en sólo diez horas —se jacta—, y todos egresan liberados del fantasma de los pisotones."

¿TE ACORDAS, HERMANO? Una recorrida por las últimas academias de baile (esas que vanamente tratan de ocupar el vacío dejado por otras más famosas, como la del profesor Gaeta), arrojó saldos negativos para la investigación periodística. El Estudio de Baile Moderno, que dirige Ángel Alba (en Rivadavia al 2200), optó por no dar informaciones. A pesar de todo, pudo averiguarse que cada curso cuesta alrededor de 150 pesos. En Rivadavia al 5300 —en pleno corazón de Caballito—, un insólito cartel promete desde un balcón de un primer piso: "Aprenda a bailar en dos horas". Hosco, su rector fue tajante: "Habría que matar a todos los periodistas. El otro día cayeron de una revista y luego publicaron cualquier barbaridad". También pudo establecerse que mucha gente —ya en condiciones óptimas para lanzarse a las pistas— acude al salón de Primera Junta para practicar. Obviamente, este sector de la clientela dispone de varías acompañantas para su afán perfeccionista.

"LAS PUERTAS DEL CIELO". Lástima que nada de esto pueda ser realmente descrito. No es malo, sino que ahí nada es preciso. Salvo el caos, la confusión. Quienes asisten van a buscar la paridad, la completación, dice Julio Cortázar en un cuento homónimo que integra su célebre Bestiario. Quienquiera que en la noche del sábado o del domingo se aventure en el Salón Augusteo, podrá superar la visión del cuentista. En una pista de 40 por 12 se apiñan casi 500 bailarines ansiosos de compañía. La edad promedio raya el medio siglo aunque suelen verse damas que merodean la sesentena con galanes treinta años más jóvenes. Abundan las polleras con tajo al costado, los maquillajes casi "profesionales" (por lo espeso del
revoque) y los tamangos estilo "Divito". Ellas (300 pesos viejos la entrada) huelen a spray y a peluquería; ellos (oblan un plus de 400 pesos) lucen pelambres engominadas sobre rostros de duras facciones.
Bajo una densa humareda, los más afortunados giran al compás de la música. Contra las paredes brotadas de molduras, una interminable fila de sillas soporta el aburrimiento, también la esperanza de decenas de mujeres que aguardan a su pareja. A la entrada, alguna mortecina farola y rojos cortinados de cretona. Al fondo, un estrado donde se suceden los músicos: la orquesta de Chiclana (desgrana tangos, por supuesto), la de Tito Alberti (especialista en híbridos tropicales) y el Quinteto Guayabera.
Las riñas no son habituales. Según Pascual Giglio y Roberto Pena (administradores del local), el personal de seguridad sólo interviene para apaciguar discusiones (pasionales en un 90 por ciento). "Por favor, no saquen fotografías —imploró Giglio—. Aquí viene gente casada y eso la compromete, ¿sabe?"

VIVA LA JUVENTUD. Más conocido como "el baile de los abuelos" (quienes mueven las tabas no desdeñan asistir con sus nietos), en el Salón 25 de Mayo (en Venezuela al 3900) no se admiten extraños. Otros motes más sarcásticos lo nombran: La Pañoleta (una prenda muy vista a la salida, en los crudos inviernos) o El Museo. El lugar merece citarse en cualquier documento realista sobre Buenos Aires.
Un sexto sentido de los habitués (quizás la observación de las pilchas o el largo del pelo), detecta —al segundo— toda presencia ajena a la cofradía. Aquí no hay inhibiciones: las piezas tropicales son alegremente coreadas por el público y el paroxismo se alcanza cuando los músicos aceleran el ritmo sobre bongos, tumbadoras y timbaletas. Por supuesto, también hay cabida para las partituras de Villoldo, Arolas y Mendizábal.
Entre los bailarines —trenzados en cumbias y milongas— se recorta una pareja singular: él, Abraham Joskowicz, orilla la setentena; su compañera —doña Lisa— admite: "Hace muchos años que no nos perdemos un sarao".
Luis Federico, el administrador, reconoce orgulloso: "Aquí vinieron y llegan aún danzarines de fuste como El Mocho, La Lora (el apodo le cayó por su trabajo con el organito de la suerte) y la infatigable Carmencita Calderón, esposa del Cachafaz."
A diferencia de otros salones, aquí no faltan quienes pidan la nota. "Yo soy tía de los Abalos, los folkloristas de Caño 14", confesó una matrona. "No olvide mencionar a Lopecito, el famoso acuarelista"; "Nombre a Panchito Bosco y a Nicolás Güilo". Tampoco faltó quien, advertido de las anotaciones del cronista, susurró con sorna: "A mí, anóteme cien mangos al 18".
Fundado hacia 1884, el lugar cobijó primero al cine Progreso, luego un teatro donde, una vez caído el telón, los propios espectadores retiraban la sillería y se entregaban a las delicias del tango. "Además de su estructura material —concluye Federico—, el recinto sigue manteniendo sus rasgos distintivos; es como una gran familia que se mantiene a través de los años".
Cuando el locutor de La Pañoleta anunció por el micrófono que Sansón Pajuelos e Iris Di Taranto (presentes en la milonga) cumplían esa medianoche sus bodas de oro matrimoniales, para ellos —felices, llorosos—, fueron la cumbia Navidad Pescadora, la euforia y las generosas ovaciones. El baile, sin duda, es algo más que un ejercicio de destreza.
Informe de Luis Alberto Frontera
PANORAMA, ENERO 10, 1974

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