Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

17 de Octubre
Las llamas del primer volcán

Quizá para comprender las tácticas del peronismo, la memoria deba volver hasta el primer estallido del movimiento, el 17 de octubre de 1945: los hombres y las condiciones han cambiado; sin embargo, los peronistas siguen buscando su triunfo a través de un íntimo y multitudinario abrazo con la Capital de la República.
Esa mañana de 1945, al alba, un rumor creciente invadió el corazón de los barrios: gestos dudosos, expresiones groseras y ridículas, miradas torvas y bruscamente tristes atravesaron los límites aceptados; los obreros decidían no entrar a sus lugares de trabajo, y en la calle, en la acera, en las esquinas, en el zaguán mismo de las casas de familia, grupos de exaltados partieron maderas tomadas de los cercos, y con trozos de cartón se pusieron a fabricar carteles.
En horas intempestivas, algunos se aventuraron a tocar los timbres, pedían escobas usadas: uniéndolas a trozos de sábanas, hacían con ellas toscos letreros. Antes de las 8, improvisadas manifestaciones recorrieron los pueblos suburbanos y las zonas fabriles. Quien no estuviera en huelga debía estarlo; la consigna era: 'Los que están con Perón/que se vengan al montón...' Aquel día, la ciudad fue violada.
¡Aquí están, éstos son/los muchachos de Perón!, coreaban las columnas que por Avenida Mitre y por Pavón —en Avellaneda—, por los ribazos del Dock Central —más acá de Berisso—. y desde Munro, La Matanza, Villa Industriales, Villa Martelli, Villa Caraza, la Boca, Villa Devoto, Villa Urquiza, Saavedra y Puente Alsina descendían hacia la Plaza de Mayo. Se trataba de presionar sobre el gobierno hasta lograr la libertad de Perón, el "Coronel del Pueblo".
Cerca de las diez de la mañana, la mayoría de los manifestantes se agolpaba sobre los límites de Buenos Aires: desde julio de 1933 no se había visto tanta pobreza en las calles del centro,
cuando esas gentes invadieron en forma silenciosa la Capital para acompañar el cadáver de Hipólito Yrigoyen.
Los peones del frigorífico La Blanca recorrían las columnas montados en sus caballos de faena; muchos se habían emborrachado o se entretenían obligando a algún desprevenido paseante a gritar forzadamente "Viva Perón"; otros llevaban en ancas a sus mujeres.
Fue inútil que en Avellaneda la autoridad levantara los puentes; aquel 17 de octubre, las aguas del Riachuelo estaban bajas, y las gentes lo cruzaron de a pie, arremangándose las ropas. A las 11, la lluvia se perfiló: Aunque caiga el chaparrón, siempre, siempre con Perón..., festejaron.
Perón estaba entonces en el Hospital Militar Central: se lo había ubicado en el departamento del capellán, séptimo piso. Detenido, recibía sin embargo la visita de gremialistas, militares adictos y algunos radicales ya decididos a sumársele. Preparaba el contragolpe. Lo habían prendido al alba del 13 de octubre, y esa noche la CGT declaró el "estado de alerta". El 14, Perón —prisionero de la Marina en la isla Martín García— pidió ser trasladado a "su jurisdicción"; sus amigos y enemigos del Ejército aceptaron que se le diese una prisión militar.
Así, el 17 de octubre, a las 3.30 de la madrugada, llegó al Hospital Militar Central; allí se le reunieron Eva Duarte —su compañera—, Filomeno Velazco, José Domingo Molina, Carlos Mujica, Alberto Estrada, Domingo Mercante, Bartolomé Descalzo, Juan Pistarini y el brigadier de la Colina —militares—, y los políticos Antille y Benítez. Horas antes, finalizaba la discusión en el Consejo Central Confederal de la CGT, reunido en el Sindicato Metalúrgico: una huelga había sido dispuesta para el 18 de octubre; ciertamente, el CCC fue rebasado, y aquella misma mañana, espontáneamente, se produjo el discutido milagro.

La Historia es un jolgorio
Una estrecha ligazón entre el pueblo y su ídolo estaba por cambiar el rumbo de la Historia: en los arrabales, las turbas detenían los tranvías, pintaban en ellos sus inscripciones y los obligaban a enfilar hacia el centro; racimos de seres humanos viajaban en sus techos, improvisadas imperiales: Libertad para Perón... Libertad para Perón.
La interpretación del Partido Comunista destacó, días más tarde: "Los pequeños clanes con aspecto de murga que recorrieron la ciudad no representaban ninguna clase de la sociedad argentina. Era el malevaje reclutado por la policía y los funcionarios de la secretaría de Trabajo y Previsión." En verdad, se vivía ambiente de jolgorio: a la cabeza de una manifestación avistada en Carlos Pellegrini y Viamonte se destacaba un individuo vestido con un chistoso frac de bayeta y tocado con vieja galera de felpa. Caminaba como un petimetre luciendo monóculo, y en su mano agitaba una improvisada varita. 'Sin galera y sin bastón/es el pueblo de Perón', rugía la multitud. De a ratos, el sujeto ensayaba una brusca reverencia y entonces, abiertos los faldones de la casaca, toda la parte posterior del pantalón se desprendía dejando ver la cara del embajador Spruille Braden, de los Estados Unidos, pintada sobre el calzoncillo.
La horda no se quedaba quieta; privada de informaciones, reinó el rumor: Perón había salido de Martín García, y era esperado en Dársena Norte. Hacia allí salían columnas enteras cantando Perón, sí; otro, no``.
Entonces, la Plaza de Mayo, semiplena, se colmó de margen a margen; aparecieron las meriendas, y muchos "descamisados" se introdujeron hasta la rodilla en las antiguas fuentes de la Plaza Mayor. Ahora parecía firme que Perón hablaría desde los balcones de la Casa de Gobierno.
Su rival —el general Eduardo Avalos, titular de Guerra—, desesperado, no se atrevía a usar la violencia, como lo aconsejaba el ministro de Marina, Vernengo Lima. Pareció providencial que llegara entonces una embajada de Perón, integrada por los coroneles Juan Pistarini, Bartolomé Descalzo, el brigadier de la Colina, Franklin Lucero y Antille. Ante Farrell, solicitaron la libertad de Perón; después, cuando llegó Mercante, Avalos le pidió que calmase a la turba. Oprimido entre su obligación y la conveniencia, Mercante apeló a una estratagema. "El general Avalos...", comenzó a decir, y la multitud abucheó ese nombre. "El general Avalos...", repitió; finalmente, no consiguió hacerse oír: ése era su propósito.
Todo consistía en ganar tiempo hasta que los adictos José O. Molina, Carlos Mujica y Filomeno Velazco tomasen los neurálgicos regimientos 1 y 3 de Infantería y el Departamento de Policía. Quizá por eso, Mercante condujo a Avalos hasta Perón, quien simuló aceptar sus explicaciones. El último triunviro del GOU desaparecía en las tinieblas (el otro fue el general Pedro Pablo Ramírez). Ahora, Perón imponía su ley.
A las 22, fue presentado sano y salvo a la multitud ululante por el general Farrell.
"Dejo el uniforme honroso que me entregó la Patria —dramatizó Perón, luego de abrazarse varias veces con Farrell ante la insistencia de los "descamisados"— para vestir la casaca civil y mezclarme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la patria. Esto es el pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre. Por eso, hace poco les dije que los abrazaba como abrazaría a mi madre, porque ustedes han tenido los mismos dolores y los mismos sufrimientos de mi pobre vieja...". Aquí la masa le gritó repetidas veces "¡Un abrazo para la vieja!", y luego, "¿Dónde estuvo el 17...?" El caudillo, arrebatado, había conseguido, por fin, lo mismo que Mussolini en la Piazza Venezia, de Roma: obligar a la multitud a dialogar con él mano a mano.
"Preguntan dónde estuve —rugió Perón—. Estuve realizando un sacrificio que lo haría varias veces por ustedes. Recuerden, trabajadores: únanse y sean más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse nuestra hermosa patria." El líder del suburbio había conseguido entronizarse en la ciudad; por la noche, frente al vespertino Critica, sus discípulos recibían el baño de sangre. Hubo 30 heridos y un muerto: Darwin Passaponti. Sobre su tumba, sencillamente, los románticos nacionalistas han escrito: "D. P. — Nuestros camaradas mueren para que la Patria viva."

La ciudad sitiada
Todo había comenzado veintidós meses atrás, cuando el coronel Juan D. Perón salió de la penumbra y llegó a la secretaría de Trabajo y Previsión.
Entonces, el Producto Bruto Interno valía cuarenta y cinco mil trescientos millones de pesos (a precios de 1950); ocho años antes, en 1935, había valido tan sólo treinta y siete mil quinientos millones. Entre 1935 y 1943, solamente en el sector industrial los índices saltaban del 49,7 por ciento al 67 por ciento.
Claro, el incremento no había sido logrado sin sacrificios. "Fraude y privilegio fueron las características de este período", expresaría mucho más tarde José Luis Romero. "El 76 por ciento de la población se agolpa en las ciudades y el 24 por ciento restante en los campos", calculó Perón en 1945.
"Es importante advertir —señala Gino Germani— que la población de Buenos Aires estaba integrada por una fuerte proporción de personas inmigradas del interior del país muy recientemente." El índice del costo de la vida en la Capital subió de 100 en 1933 a 120 en 1940; el índice de salarios de 100 en 1929, había descendido a 90 en 1939.
La revolución, acusada de pro nazi, invadió con torpeza el claustro universitario. En agosto de 1945, frente a la vieja Facultad de Ingeniería, cayó asesinado Aron Salmún Feijóo. Entre el aluvión de flores que vistieron su sepelio se destacaba una corona: "Tus hermanos —Valentín, Tito y Abel— no te olvidan."
No lo olvidaron; Valentín dirigió una parte de la huelga universitaria que prologó la caída de Perón. Juntos, Tito y Abel intervinieron en todas las refriegas durante doce años. También se había impedido a la gente festejar la caída de París. Quince diarios fueron suspendidos o clausurados.
El 6 de julio de 1945, Edelmiro J. Farrell prometió elecciones. La oposición —el antiguo oficialismo— retornó de su exilio romántico en Montevideo. "Yo salí de Buenos Aires por propia voluntad —confesó más tarde el socialista Nicolás Repetto—, porque nadie me amenazaba ni perseguía." El principal obstáculo, Perón, debía ser desplazado; no obstante, el secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente Perón no ocultaba su deseo de gobernar con omnipotencia durante seis años.
En setiembre, una impresionante manifestación antiperonista —la Marcha de la Constitución y la Libertad— recorrió Buenos Aires. Al intentar Juan Perón la designación de Oscar Nicolini —su futuro cuñado— al frente de Correos, el general Eduardo Avalos, con el apoyo de Campo de Mayo, solicitó a Farrell su destitución. Perón renunció —el 9 de octubre— con su gabinete.
"Todo lo ocurrido se debe a intrigas del tanito de Villa María, Amadeo Sabattini; lo enloqueció al torpe de Avalos con la promesa de la vicepresidencia", confidenció Perón a Eduardo Colom. Notoriamente, Sabattini precisaba capitalizar un sector de la revolución para imponerse dentro de la UCR al anquilosado unionismo.
En las calles, nacionalistas y estudiantes reformistas se tiroteaban: todo, de repente, comenzó a crujir. Los obreros cañeros del Norte fueron a la huelga; hábilmente, Perón había sancionado un aumento de salarios que los patrones se negaban ahora a cumplir. El 12 de octubre, los militares y marinos se reunieron en el Círculo Militar, sobre la Plaza San Martín; una comisión de ellos solicitó a Farrell su renuncia, y exigió que el gobierno fuese entregado a la conservadora Corte Suprema de Justicia. Por supuesto, reclamó también el prendimiento de Perón.
Cerca del mediodía, aquella plaza se pobló de señoras, caballeros, señoritas y estudiantes que presionaban a voz en cuello: "El gobierno a la Corte. .. el gobierno a la Corte."
Como los militares y marinos diferían (aquéllos consideraron desdoroso entregar la revolución a la Corte), Farrell encargó la formación del gabinete al juez Juan Álvarez. El anuncio de la transacción fastidió a los civiles.
Sobre la hierba quedaban los restos de un copioso almuerzo, porque algunos poderosos y caritativos personajes dieron de comer, a su costa, a la multitud. Por fin, la violencia estalló cuando un estudiante de la Federación Universitaria de Buenos Aires pretendió agredir al coronel Molinuevo, que había desenfundado su pistola. Diez minutos más tarde, los jóvenes nacionalistas invadieron la plaza: más de doscientos disparos se cambiaron.
El 17 de octubre, la oposición le llevó a Farrell el proyectado gabinete, cuyo titular de Hacienda era el presidente de CHADE, Alberto Hueyo. Según relata en sus memorias el embajador inglés David Kelly, aquellos caballeros "fueron despedidos diciéndoles que el coronel Perón había vuelto".
Nadie podía dudarlo: horas después, el caudillo naciente alzó las manos y saludó a la muchedumbre. Nadie, entonces, podía imaginarse que tardaría diez años en bajarlas.
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17 de Octubre
El rescoldo del vigésimo fuego
Como en aquel octubre del "45" el sábado pasado los desheredados volvieron a descender sobre la ciudad; como entonces, el propósito que los guió era bien definido: traer a Perón para luego reingresar tras él en la civilidad. Así llegaron desde el interior, los suburbios y las barriadas, el hombre cotidiano y su mujer, algunas de ellas con los hijos a cuestas; de igual manera llegaron los ancianos y una inmensa cantidad de jóvenes que eran niños cuando Perón fue derrocado. Pero también estaban los ciegos y los lisiados, el hombre sin brazos, el "hombre más gordo del mundo" y los personajes populares: Antonio Abertondo, Pascual Pérez y otros campeones.
Curiosamente, algunas condiciones políticas volvían a repetirse, también ahora la guarnición) de Campo de Mayo se oponía al peronismo hasta el punto de amenazar sordamente la estabilidad del gobierno que hizo posible el acto. Si en 1944 Sabattini intrigó entre los militares, ahora le tocaba su turno a Perón; sus últimas manifestaciones tienden a adular a los militares "azules" que acaudilla el general Juan Carlos Onganía, mientras gobierna el país, precisamente, un discípulo de Sabattini, Arturo Illia.
El sábado anterior, a las siete de la noche, un inmenso círculo policial se había extendido en torno del Once; untuosos grupos de trabajadores convergían hacia la plaza; allí, un palco cobijaba a casi doscientos dirigentes; cerca, una multitud rugía: Si esto no es el pueblo / el pueblo dónde está``. Según estimaciones prudentes, se concentraron 70.000 personas.
Lentamente, núcleos compactos se aproximaban, cada cual con su cartel, bailoteando lenta y acompasadamente al son del bombo y las viejas canciones. Mil comisarios de la juventud peronista, con brazaletes, imponían el orden. Por los altoparlantes se fue anunciando el arribo de las personalidades; la enunciación se volvió cansadora; por eso, cuando el locutor informaba: "Está presente el..." la turba respondía "... ¡el General Perón!"
La confitería El Olmo, de Bartolomé Mitre y Pueyrredón —donde hace un lustro todavía cantaba Azucena Maizani— había sido copada por los jóvenes que ensayaban estentóreas canciones y se escuchaban a sí mismos parados sobre las mesas, sobre las sillas y sobre el mostrador. De manera constante, se producían avalanchas de público; los más vecinos al palco eran arrojados sobre su maderamen y resultaban cruelmente estrujados. El locutor, intermitentemente, pedía: "Una ambulancia al centro del palco, por favor"... Así, los únicos empleados del gobierno que ingresaron en la plaza fueron los de la Asistencia Pública; los contornos inmediatos estaban libres de uniformados; sin embargo, escurridizos policías de civil buscaban entre la multitud a Fernández Rojo, "El bombero loco", un terrorista retirado luego de 1959 y actual barman de la CGT, al que se acusa de poseer explosivo.
Ya el palco central no se veía — desde los bordes de la plaza— porque los carteles lo ocultaban. Carlos María Lazcano —un fino ex-rector de la Facultad de Derecho y actual secretario general del Justicialismo— demostró la inexperiencia para tratar a sus parciales; en su discurso introdujo numerosas críticas a la administración actual y citó nombres y apellidos: los silbidos no le permitieron continuar.
Sin embargo, alcanzó a señalar: "Estamos por la pacificación; esto quiere decir que todos los argentinos podamos convivir dentro del respeto y la libertad. Desafiamos al gobierno a poner en práctica la legalidad que proclama. El gobierno está obligado a posibilitar el retorno." Eran ya las ocho de la noche.
Andrés Framini cayó vencido por su tartamudez: "El retorno de Perón es la última posibilidad para que nuestros adversarios tomen la mano que extendemos; únanse a esta gran cruzada les decimos; si así no lo hacen caerá sobre ellos la responsabilidad histórica de lo que puede pasar en este país. El reencuentro..."; quiso seguir y no pudo; la palabra pacificación buscó salir de su boca, pero quedó enredada atrás de los labios. Allí terminó.
Luego, Delia Parodi explicó el sentido pacificador del retorno: "Es una decisión de Perón que se consumará en la paz, por eso nos congregamos aquí; no para que los periódicos digan mañana cuántos vinimos o cuántos dejaron de venir, sino para decir a voz en cuello: «Lo queremos a Perón y lo traeremos antes del 31 de diciembre»."
A las 20,25 improvisadas antorchas se encendieron; no se consiguió apagarlas, principalmente porque estaban confeccionadas con palos de escoba y latas usadas de conservas donde se había colocado petróleo. Miles de hachones hicieron peligrosa la permanencia en el palco. Por fin, Augusto Vandor leyó una proclama por la que la Comisión Nacional Pro-Retorno declara "movilizados a todos los peronistas" para "brindar al líder una recepción apoteótica".
Una conocida cinta grabada con la palabra de Perón se escuchó en seguida. En ella, el ex presidente repitió tres veces su promesa de regreso. Eran ya las 21,20. Vastas cantidades de público usaron la avenida Rivadavia para desconcentrarse hacia el centro. Entonces, sucedió lo inevitable: pacíficos y vocingleros fueron rechazados por la policía a la altura de Alberti; sobre sí recibieron más de 70 bombas de gas lacrimógeno. No tardó el camión Neptuno, al que los peronistas temen más que a la Guardia Montada de Seguridad "por lo cara que está la ropa", como se advirtió al cronista.
En la esquina de Rivadavia y Catamarca, los muchachones se divertían destrozando faroles a pedradas. Un comercio de esa cuadra, sobre la acera sur, empezó a arder. La multitud se encaminó hacia Caballito; una gran parte desapareció por Pueyrredón rumbo al norte, o por las transversales, con destino al sur; allí en pequeños grupos, renació el entusiasmo al extinguirse el miedo.
En Belgrano y Jujuy, alrededor de treinta exaltados, con sus cartelones, tomaron un colectivo de la línea 226 y lo obligaron a desviar su ruta hacia Barracas: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?", atinó a preguntar el conductor. "Nada, nada; es que en plaza Once hubo un acto de UDELPA." Este era el final del vigésimo 17 de octubre; un atareado proceso quedaba atrás.
El acto de la plaza Once comenzó, en verdad, a principios de la semana anterior. El peronismo oficial quedó movilizado desde las bases hasta la cúspide; un fin único guió a la conducción nacional del movimiento: producir por lo menos seis concentraciones —en la Capital Federal, Rosario, Bahía Blanca, Mendoza, Tucumán y Córdoba— de un volumen total que superase el millón de personas. Necesariamente, la idea originaria se agotó en el intento de una manifestación tumultuosa, antes que explosiva, porque sólo en la Capital Federal los dirigentes confiaban en congregar a trescientas mil personas.
Un redactor de PRIMERA PLANA fue autorizado a presenciar reuniones de distinto nivel; el viernes 16 viajó a Llavallol, en el partido bonaerense de Lomas de Zamora, donde asistió a la última sesión de la Junta Seccional del Partido Justicialista. En esos momentos, similares conciliábulos se efectuaban en todo el radio conurbano; era la cita final antes del gran día. A las 22, cerca de 40 personas deliberaron en un local sindical, luego de entonar la marcha partidaria; las instrucciones eran severas: todos debían movilizarse para atraer hacia Plaza Once a los simpatizantes de sus circuitos.
Más tarde se invitó al redactor a recorrer, sigilosamente, la barriada entera; el viaje se hizo en un colectivo que llevaba las luces apagadas para prevenir contratiempos con la policía. A medianoche, en sitios cercanos a las fábricas, grupos militantes se deslizaban en la oscuridad pintando leyendas tales como "Perón Vuelve", "El 17 en 11" y "Gane la calle". A la hora de las preguntas, frente a una bien provista mesa, los hombres del peronismo explicaron: "Nuestro único objetivo, ahora, es conseguir que sea viable el retorno de Perón a la Argentina."
Frente a estos hombres, el redactor comprobó que su término medio oscila en los 40 años; es obrero y desde 1955 ha perdido alrededor de cuatro veces su empleo. De ellas, una sola vez consiguió ser indemnizado de acuerdo con la ley. Su vinculación con la vida nacional se produce a través del sindicato; el concepto de partido político le resulta más bien difícil de aprehender o le provoca desilusiones porque lo relaciona con el "comité" del partido tradicional; quizá esto explique la escasa afiliación del nuevo partido Justicialista donde, en realidad, se concentraron los activistas del sindicalismo peronista sin que se haya conseguido entusiasmar a los simpatizantes.
"La obra cumbre de Perón fue ésta: dignificar a los argentinos que se encontraban inhibidos por el hambre", sentenció Rodolfo Illescas (34 años, obrero municipal), el triple secretario de la CGT local, de las 62 Organizaciones y del mismo partido en Llavallol. Antonio Sicilia (43 años, casado, 2 hijos, constructor) agregó: "Mientras el peronismo no esté representado en un gobierno que sea la esencia de la comunidad, es imposible hablar de pacificación." En cambio, Jorge Grillo, operario metalúrgico, de 52 años, fue más Categórico: "Desde 1955 no existen derechos para el trabajador en la Argentina. Seguimos en la incertidumbre; el pueblo no goza ni siquiera de los derechos de la Constitución vigente."
Luego, los peronistas apabullaron al redactor con preguntas que sonaban como amargas quejas: "Como en 1942, nos toman y nos despiden a los dos días"; "En la época de Perón, las mujeres no parían en los baños, como ahora. ¿Por qué arrasaron el policlínico de Lanús?" "¿Usted sabe el destino del cadáver de Valllese?"
Al mismo tiempo, lejos de la noche de Llavallol.. las altas esferas del partido vivían también horas de prueba. Esas horas acentuaron su ritmo el lunes 12, cuando regresaron a Buenos Aires los líderes Augusto Vandor, Andrés Framini, Delia Parodi y Alberto Iturbe, quienes tuvieron a su cargo una intensa gira proselitista por el interior del país (el martes 6 su huella se marcó en Córdoba, a causa de la visita de de Gaulle).
Los rumores se sucedieron minuto tras minuto. Los más insistentes auguraban el arribo a la Capital de contingentes de todas las provincias; se habló de bandas armadas que se aprestaban a caer sobre la ciudad, de futuros levantamientos de puentes. Dentro de ese clima espeso se destacaron hechos más rotundos: el permiso para el acto de plaza Once no se obtuvo hasta el miércoles 14, y la gestión estuvo en manos de Rodolfo Tecera del Franco, de Unión Popular (el partido Justicialista no fue reconocido). La jefatura de la Policía Federal había pretendido que el mitin se realizara en el parque Chacabuco.
La noche del miércoles, deliberaron las 62 Organizaciones y los gremialistas del Gran Buenos Aires y decidieron poner en marcha el dispositivo: todo delegado de fábrica se responsabilizaría de su caudal, la concentración se efectuaría frente a los locales gremiales, desde donde se marcharía, en columnas, hacia plaza Once. Paralelamente, en Ambrosetti 861, los 500 integrantes de los 20 comités metropolitanos del partido Justicialista recibían sus instrucciones.
Circuló entonces la versión de que el propio presidente de la Nación evitó que se prohibiera el acto de plaza Once, oponiéndose al consejo de la SIDE, que inclusive habría presentado un borrador de considerandos para fundamentar la prohibición. La versión añadía que las autoridades del gobierno se inclinaron a repetir el procedimiento empleado cuando el arribo de de Gaulle: atemorizar a la masa, poner cortapisas a su presencia.
Lo cierto es que el jueves 15, el allanamiento de la Confederación General del Trabajo obligó a los jefes a desaparecer de sus lugares habituales. El inesperado golpe se interpretó como un esfuerzo oficial para descorazonar a los núcleos de peronistas simpatizantes. El viernes, la Policía Federal restringió las posibilidades para el sábado: entre otras cosas, prohibía las manifestaciones anteriores o posteriores al mitin.
De todos modos, la noche del jueves, "en algún lugar de Buenos Aires" se congregaron los miembros de las mesas directivas de las 62 Organizaciones, del partido y las comisiones Pro Retorno y organizadora del acto, con el delegado personal de Juan Domingo Perón, el ingeniero Iturbe. En total, 28 personas que escucharon asombradas la noticia de la semana: una delegación encabezada por Augusto Vandor conferenciaba en esos instantes con el Canciller. Los resultados no se conocieron hasta el día siguiente.
Zavala Ortiz les había formulado una reflexión que los altos dirigentes peronistas no vacilaron en calificar de inteligente. "Nosotros deberemos dar la impresión de que ustedes estén controlados —habría dicho Zavala Ortiz—. En cambio, a ustedes les iría mucho peor bajo un gobierno militar." La clara alusión a un posible golpe de Estado desarmó un tanto la agresividad peronista.
Sin embargo, el allanamiento de la CGT, la detención de los pegadores de carteles —se produjo en varios puntos de la ciudad— y la dispersión de los piquetes que arrojaban volantes siguieron siendo espinas irritativas entre los dirigentes medios y las bases. El viernes, un alto ejecutivo se declaró impotente para detener a sus parciales, "una vez que traspasen determinados límites". Desde entonces, los minutos se deslizaron ansiosamente; dentro de una valija, en el domicilio de Vicente L. Saadi, llegado desde Madrid tres días antes, una voz cien veces enroscada sobre sí misma esperaba: en el corazón de un grabador para probar si su potencia alcanzaba o no a conmover aún el subconsciente de las multitudes argentinas, como lo hizo 19 años atrás, desde un balcón de la Casa Rosada.
20 de octubre de 1964
PRIMERA PLANA



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