Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

PABLO VI:
EL AÑO MAS TRISTE DE SU PAPADO
Un período de angustias para el Pontífice: primero fueron sus esfuerzos por la Paz, ahora, una operación que hace temer por su vida

Pablo VI vive hoy, 26 de setiembre, el cumpleaños más triste de su Papado. Sobre sus flamantes 70 años pesa la amenaza cercana de una operación de próstata. Cuando su dolencia irrumpió el 4 de setiembre, se habló de gripe agravada por exceso de cansancio. Sus alternativas de postración y de mejoría sólo se explicaron nueve días más tarde, cuando los médicos declararon que Pablo VI sufría de una infección al aparato renal. Un día más tarde el fantasma de una operación comenzó a perfilarse. Hoy parece evidente que el enfermo tiene también afectada la próstata y que sólo se recuperará totalmente afrontando una intervención de cirugía mayor. Pero la salud del Papa deberá esperar. Pablo VI quiere asistir a las reuniones inaugurales del Primer Sínodo de Obispos de toda la catolicidad que comenzará en Roma dentro de cuatro días. Como lo dijera frente a 50.000 peregrinos la semana pasada, "importa mucho más la salud de la Iglesia y del mundo..."
Sin embargo ese mundo que tanto desvela a Pablo VI sigue con anhelante interés las noticias sobre la enfermedad del soberano de un Estado de 500 hectáreas. Todos están pendientes: católicos, protestantes y ortodoxos, creyentes y marxistas, líderes y pueblos de los cinco continentes. Semejante milagro arranca del formidable golpe de timón de Juan el Bueno, que convirtió a la Iglesia —congregación de cuatrocientos millones de elegidos— en una suerte de Madre Universal inclinada sobre los dolores y los reclamos de cuatro mil millones de seres humanos de cualquier credo o de ninguno, pero sin renunciar por ello a su vocación apostólica ni a sus deberes ante Dios. Tan revolucionaria ampliación del papel de la Iglesia en el mundo provocó cruel desazón en el sector tradicionalista de la grey católica, que planteó abiertamente su desacuerdo receloso —frenado por la arrolladora caridad de Juan XXIII— cuando Pablo VI inauguró su Papado en junio de 1963. ¿Le daría satisfacción el nuevo Pontífice devolviendo a la Iglesia un ritmo más acorde con el pasado?
Hasta comienzos de este año parecía que el rígido sector tradicionalista llevaba las de perder. El Papa hablaba a sus fieles en la Plaza de San Pedro y no temía enfocar temas políticos, inaugurando un diálogo amplísimo y directo con su grey; viajaba a Tierra Santa y creaba nuevos lazos amistosos con las otras grandes religiones monoteisas antes "enemigas"; acudía a Bombay, rendía homenaje a la sabiduría hindú y demostraba su punzante desvelo por el problema del hambre y la miseria; se presentaba ante la Asamblea de la O.N.U. para clamar por la concordia del mundo; multiplicaba incansablemente sus iniciativas por la paz en Vietnam, volviendo singularmente anacrónica la afirmación del Cardenal Spellman de que los soldados de EE. UU. eran milicias de Cristo. El "aggiornamiento" de la Iglesia seguía su marcha . . .

¿UN PASO ATRAS?
Sin embargo, durante 1967 los sectores llamados tal vez con excesivo simplismo "preconciliares" y "postconciliares" Negaron a un empate que para los tradicionalistas tuvo sabor a victoria. Es cierto que los partidarios del "aggiornamiento" recibieron una formidable carta de triunfo, la encíclica "Populorum Progressio", que parecía abrir la puerta a un socialismo cristiano. Pero los tradicionalistas replicaron subrayando el viaje del Papa a Fátima, santuario mariano sito en el país de menor ingreso por habitante, de menor esperanza de vida, de mayor analfabetismo y subdesarrollo en toda Europa, Portugal, que es regido por un autoritarismo clerical de viejo cuño y que mantiene en alto las banderas coloniales. Los "postconciliares" más fervientes temieron que el viaje del Papa sirviera de aval al régimen de Salazar, que precisamente había prohibido la publicación de la Encíclica "Populorum Progressio" en el país. También temieron que se exacerbara el aspecto más peligroso del culto mariano, es decir, la super-estimación exclusivista de las distintas imágenes locales de la Virgen, que resquebrajan la unidad esencial de María. Ni preconciliares ni postconciliares advirtieron que Pablo VI había ido a Fátima a gratificar la fe sencilla y popular, fuera de toda connotación política, y sobre todo a rescatar a la Madre de Dios del estrecho marco de su santuario portugués para proyectarla como Nuestra Señora de la Paz.
Mientras los progresistas señalaban afanosos los menores gestos de Pablo VI en contra de la guerra de Vietnam y en pro de una mayor justicia hacia los débiles y los oprimidos, los tradicionalistas se anotaban nuevos puntos a favor. La Encíclica sobre el celibato eclesiástico parecía indicar que el Papa había elegido "el camino del rigor"; no se advertía que también aumentaban las exigencias de vocaciones sacerdotales sanas y sinceras evitando todo reclutamiento apresurado o compulsivo, a la vez que se brindaba amplio campo a los casados deseosos de servir a Dios a través de la novísima institución del Diaconado. Algo similar ocurrió con respecto al problema del control de la natalidad: el Papa decidió no innovar por ahora y los tradicionalistas se restregaron las manos de gozo, sin advertir la cauta restricción temporal de ese "por ahora", así como el papel fundamental otorgado a la pareja de cónyuges en el nuevo matrimonio cristiano. Los recientes ataques de Pablo VI contra las desviaciones modernistas en el culto y contra los males del ateísmo coronó la alegre expectativa de los "preconciliares". Hoy, la intervención quirúrgica que aguarda al Papa y que siempre encierra peligro de muerte, agudiza la ansiedad de "preconciliares" y "postconciliares". Unos y otros esperan que el Papa salga con bien del trance para que se defina en el sentido de la "Populorum Progressio" o prosiguiendo la vía de Fátima.

LA UNIDAD ANTE TODO
Unos y otros serán defraudados. Sin duda Pablo VI se recuperará perfectamente de la futura operación y seguirá muchos años —tal como lo desea el mundo entero— rigiendo los destinos de la Iglesia. Pero no cabe esperar una definición radical que vuelva a fojas cero lo actuado por Juan XXIII y por el mismo Pablo VI o que cambie total y súbitamente la esencia de la Iglesia arrancándola de sus raíces tradicionales. Hay tres motivos para ello. El primero es de índole temperamental: Pablo VI es demasiado pastor y demasiado padre como para ser revolucionario o retrógrado. El segundo motivo es que debe moverse con estructuras eclesiásticas rígidas y a menudo arcaicas, que debe ir amoldando paciente y lentamente para que sirvan al mundo moderno. De allí la enorme importancia de la reforma de la Curia Romana, que se irá extendiendo poco a poco a las instituciones oficiales u oficiosas que rodean al Papado. Esta tarea es previa a cualquier avance del "aggiornamiento", pues si no Pablo VI correría el riesgo de convertirse en "la voz que clama en el
desierto" y de acentuar la soledad espiritual que en ciertos momentos sufrió Juan el Bueno.
Pero el tercer motivo es el más importante. Pablo VI no quiere perder ni un alma para el catolicismo, cuya unidad es su principal desvelo. Desea que la Iglesia sea lo bastante amplia como para que coexistan "preconciliares" y "postconciliares" mientras se van limando los recelos y los apasionamientos de unos y otros. Paz dentro de la Iglesia, paz entre iglesias, paz entre todos los hombres de buena voluntad: ése es el regalo de cumpleaños con que sueña Pablo VI desde su sillón de enfermo.
Revista Siete Días Ilustrados
26.09.1967

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