Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

ENCUENTRO CON LOS EX JERARCAS DEL FASCISMO

EL alto fascismo, el fascismo importante, el fascismo que tiene ahora los cabellos blancos, fué una vez ilustre y potente. Ahora vive en calles silenciosas, en casas quietas. Los más importantes personajes del tiempo que fué, se han retirado a la vida privada, dejando aquello que los viejos cronistas parlamentarios llamaban "la agonía política"; o han cambiado de actividad, trabajando en empresas comerciales, representaciones y, hasta producción de películas; o, antiguos intérpretes atormentados de una cultura oficial, se dedican actualmente a estudios históricos o a trabajos literarios, habiendo llegado al período de la recapitulación y del balance. Los viajes y sucesos tumultuosos, las peripecias de la postguerra, la depuración, los procesos, no han hecho perder a casi todos ellos, el aire adusto y tranquilo de los ancianos. Verdaderamente, irlos a visitar uno por uno, es como entrar en puntas de pie en el cementerio de los elefantes. Ellos están allí, esperando sentados. A menudo tienen dentro la triste sabiduría de los paquidermos que, repletos de siglos, esperan en su tranquila morada. Son serenos, llenos de humor y de sabor, a menudo interesantes.
Los otros, aquellos que por un lado u otro han reanudado la lucha política y se baten y se agitan, son por lógica menos definibles y en el fondo mucho menos "personajes". Pirandello, que entendía de esto, decía que un "personaje se fija" en su forma. Estos dan la impresión de no estar todavía "fijados". Tiempo y política hacen sobre ellos el efecto del agua de un torrente que vuelve a la imagen del fondo, un poco imprecisa y de contornos esfumados. ¿Qué imagen, en vez, más definida e inmóvil que aquella del antiguo presidente de la Academia de Italia, Luigi Federzoli? Con sus cabellos de plata y sus facciones de máscara, vive en su casa de Largo Elvezia. Nadie lo ve de paseo, los amigos dicen de él que ha entrado en una voluntaria clausura. Inútil irlo a buscar, se afirma, no recibe a nadie. A mí me ha recibido, en un pequeño salón austero, iluminado a medias.
"No debemos hablar del pasado — me dice—, "¿qué cosas podría decir de aquellas años? ¿Hablar de la Academia de Italia? ¡Por favor! Ahora soy un anciano señor que estudia. Escribo, investigo. Ensayos históricos, ensayos críticos. Y, sobre todo, leo. Es reconfortante en cierto momento de la vida no tener otra preocupación que perfeccionarse interiormente. Además, soy abuelo; cuatro veces abuelo. También esto es confortante: la paternidad exenta de responsabilidad".
Me mira con ojos vivaces. El sol de la tarde hace brillar sus cabellos de plata. Habla de Portugal, adonde fué a vivir inmediatamente después de la caída del régimen. En la Universidad de Coimbra, primero, y después en la de Lisboa, enseñó lengua y literatura italiana. Es un país que le gustó; más que el Brasil, donde también estuvo, siendo recibido cordialmente. "Pero en Lisboa —dice— estaba próximo a Su Majestad. Iba a menudo a visitarlo a Cascais. Hablamos... —mira a un punto fijo a la pared que está detrás de mí—. Es un lugar muy melancólico, un lugar que parece creado expresamente para un exilio real". Habla con una cuidada atención a la propiedad de sus expresiones. Mientras me acompaña a la puerta hace algunas consideraciones sobre la política colonial portuguesa. De pronto, se interrumpe. "Es — dice como hablándose a sí mismo— un sistema muy superior al nuestro. No debería decirlo yo que, entre otras cosas, fui ministro de Colonias". Pero, agrega con una cierta melancolía: "¿Fui verdaderamente ministro de Colonias?" Se lo pregunta como asaltado por una irónica duda. Sonríe y su rostro vuelve a la inmovilidad de la máscara.

Un hombre muerto
Fijado a su manera en un esquema estático de personaje, vive también Renato Ricci, al que he visto durante dos minutos a través de una puerta abierta a medias, en el quinto piso de una gran casa en la calle Trieste. No fué fácil encontrar esa dirección. Renato Ricci es otro que se mantiene retirado. Sobre la puerta de madera oscura hay una simple tarjeta que dice: "Ricci". Es difícil subiendo aquella escalera, si se tienen treinta o cuarenta años, olvidarse de viejas cosas. Renato Ricci entreabre personalmente la puerta, robusto, retacón, con el rostro bronceado y los cabellos blancos y cortos. Apenas comenté a hablar me apoyó la mano sobre el pecho. "Querido amigo —dijo firmemente—, querido amigo, yo soy un hombre muerto". Atemperó la frase con una sonrisa, pero intentó volver a cerrar la puerta. Vi detrás de él, en la sombra del hall, un busto de Mussolini. Una mujer que había subido detrás de mí la portera, le alcanzó un fajo de cartas y diarios: "el correo para su excelencia" y Renato Ricci lo tomó haciéndome un gesto de saludo: "hay tantos otros ex... búsquelos, búsquelos" y cerró la puerta.
Augusto Turati, cuando lo telefoneé me dijo: "Venga, si quiere, pero le advierto que yo soy ciego, mudo y sordo." Lo encontré sentado detrás de su escritorio de procurador, en la calle Garigliano. Turati habla con una voz que no tiene ninguna inflexión retórica, una voz de abogado que prepara un alegato con su ayudante en la quietud del estudio. Junto a la ventana, en un atril, una preciosa edición de "Las florecillas" de san Francisco. Se retiró a la vida privada, pero, sin que lo diga, parece que poco a poco ha comenzado a sentir la nostalgia de las viejas batallas políticas. Hay en sus palabras, no obstante el tono somnoliento, el vigor polémico del antiguo luchador, del hombre que amaba estar entre los jóvenes e ideó el grupo universitario fascista, organizó el 'dopo lavoro' y que después del concordato, tuvo con el Papa una conversación de una hora y cuarto, al término de la cual consiguió disipar las nubes de tormenta que se habían formado sobre las relaciones entre las asociaciones juveniles fascistas y católicas.
Dice: "Veo con dolor ahora, que persisten las divisiones y las incomprensiones entre las fuerzas que deberían estar ligadas por un único objetivo ideal. Me parece que falta un hombre y una fuerza." Una vez le sucedió comenzar un discurso con un período así: "Nosotros podremos perder, pero... Mussolini le observó: "Querido Turati, no hay que decirle nunca a las masas que se puede perder. Estas cosas no deben saberlas." ¿Por qué Augusto Turati cuenta este episodio? ¿Quiere aludir a la esencia de un método, a la equivocada aplicación de un sistema? ¿Quizás a un miedo? "Mire, en cambio, a los comunistas", dice, y termina.
Alberto De Stefani, primer ministro de finanzas del fascismo, no está por cierto acurrucado en el cementerio de los elefantes. Es un gran viejo de rostro rasado y de palabras humorísticas. Sus artículos económicos en un diario de Roma, son enormemente leídos. Tuvo la vida intensa que todos conocen. Estuvo en China corno consejero de Chiang-Kai-Shek; escribió cuentos y novelas, pintó. Su escritorio, en una casa de la ciudad jardín Aniene, está tapizado con cuadros suyos; naturalezas muertas, retratos, paisajes. Dice: "Soy quizá un hombre del año 2000. Cada ser humano pertenece a un tiempo histórico preciso. El otro día hablaba con un hombre del siglo XVIII; vestía casi como usted y como yo, pero pertenecía inequívocamente al 1700. Parecen paradojas pero no lo son." Dice: "libertad personal e imitación de Dios; para todo hombre de mi edad no se puede desear otra cosa. Yo creo que los comunistas un día u otro deberán rendirse a la prepotencia de la realidad humana." Agrega: "Una vez le pregunté a Chiang - Kai - Shek cuál era, según él, la principal virtud de un jefe político. La paciencia, me respondió. Vuelto a Italia, le pregunté lo mismo a Mussolini, que contestó: la fantasía. Pero a los dos no les fué muy bien. Por lo tanto, parece que no bastan ni la paciencia ni la fantasía. ¿Qué hará falta además? ¿Acaso la crueldad?"
Estos son los "ex", serenos. Si esta rápida encuesta debiese pasar por Montecitorio, ¿de cuántos "ex" deberíamos ocuparnos? "Ex" en servicio, "ex" vueltos plenamente a la vida política. De Ezio María Gray, que dirige "Il Nazionale"; a Filippo Anfuso, del "Secolo d'Italia".
Cuando Filippo Anfuso entró en el parlamento, los comunistas dijeron que era necesario organizar "la marcha sobre Anfuso", pero fué una propuesta que no tuvo éxito. Delgado, elegante, del color ligeramente oliva de los sicilianos, Anfuso, que a comienzos de la postguerra publicó un par de libros, ha elegido definitivamente entre literatura y política. Esto lo divierte más.

Los mariscales
Los mariscales de Italia hoy no se ocupan de política, aunque uno de los tres que viven, Ettore Bastico —los otros dos son Messe y Badoglio— haya aceptado la presidencia de la Alianza Tricolor Italiana, que es una organización colateral a la Democracia Cristiana, que recoge las adhesiones de los ex militares. En esa oficina, es posible encontrar, a las últimas horas de la tarde, al mariscal de Italia. De regular estatura, delgado, el mariscal Bastico, aquél que llegó a estar en el año 1942 a dos horas de automóvil de Alejandría, en Egipto, es uno de los pocos generales italianos que no ha escrito todavía una crónica de los sucesos que vivió. No le gusta hablar de si mismo. "Con cuatro guerras vividas —dice con su acento toscano— habría para hablar meses enteros."
Una indagación sobre los grandes "ex" de la vida nacional, sobre aquellos que tienen sobre sus espaldas no sólo la mayor parte de su tiempo vivido sino la historia que han contribuido a forjar, bien o mal, no se puede pasar sin detenerse por Grazzano Monferrato, la aldea de Badoglio. ¿No fué rebautizada Grazzano Badoglio, después de la conquista de Etiopía, esta aldea de 1300 habitantes, situada en la cima de una colina?
La casa en que vive el mariscal fué comprada por la Municipalidad y donada al conquistador del país africano. Pero Badoglio, a su vez, la regaló a la comuna, para que se convirtiese en un asilo infantil. El mariscal ocupa actualmente pocas habitaciones en la misma. Vive solo. Se levanta puntualmente a las 7.30. Un pequeño paseo, los diarios, la visita al asilo por él fundado, la correspondencia, la lectura, el almuerzo. Y así, alternando el reposo con algunos paseos, con la siesta en el escritorio, hasta el bridge de la noche, transcurre la jornada habitual que acaba a las 21.30. Esta es la vida del hombre que entró en un lejano mes de mayo en Addis A beba, a la cabeza de un ejército victorioso. Su rostro es a menudo sombrío: Tres hijos, una mujer —dice—, todos bajo tierra. Es mucho para un hombre ¿no? Aun si se llama Badoglio." Le pregunto si tiene intención de escribir algo sobre su actuación. "No —responde secamente—, he obrado y basta." Y vuelve a entrar en la pequeña habitación de cuatro metros por tres, que le sirve de museo. Allí está la bandera que enarboló en Addis A beba y uno de los cañoncitos italianos que las tropas de Menelik habían llevado a la capital de Etiopía, como botín de guerra, después de la batalla de Adua.

La mujer sola
Quizá sea bueno que el único personaje femenino de esta indagación sea, precisamente, la viuda de Mussolini. Se habló tanto de ella en los primeros años de la postguerra, que su imagen se había desfigurado. Pero poco a poco se redujo a su dimensión normal: aquella de una pobre mujer que quedó sola, no obstante los hijos y los tempestuosos amigos del Movimiento Social Italiano. El primer episodio que colocó a la viuda de Mussolini en el providencial plano de la compasión humana sucedió en 1947, cuando la princesa María Pignatelli, de paso por la isla de Ischia, le ofreció una comida junto a unos pocos amigos. "Esta noche no deberé lavar los platos" dijo doña Raquel.
En aquel tiempo, sus allegados querían evitarle toda referencia al pasado. Hasta que uno de ellos hizo en su presencia una alusión a Mussolini. "Mientras el pobre estaba vivo —respondió doña Raquel— no he querido jamás llamarme la mujer de Mussolini: hoy, que está muerto, tengo que ser definida como la mujer del Duce."
Realmente, doña Raquel no quiso nunca prestar su nombre a los juegos políticos. Asistió al primer congreso nacional del M.S.I., pero no accedió a hacer uso de la palabra, y en el segundo congreso tuvieron casi que utilizar la fuerza, para nombrarla presidenta del movimiento femenino. Ahora reparte sus días entre la casa de Roma y la casa del destierro en Ischia. Los isleños, cuando hablan de ella, dicen: la señora. Abandonó los trajes negros y se viste a menudo de gris: algunas veces se la ha visto sonreír. Un día le dijo a una amiga: "Mi dolor es grande, pero la tragedia Nº 1 de Italia es la de Edda: Edda puede estar orgullosa de su dolor".
Hace poco, vendió algunos objetos para que Ana María, su hija, pudiera pasar la convalecencia de una difícil operación. Parece que la intervención tuvo éxito, y que a fines de septiembre la hija del Duce ha sido vista en el lago Ameno, en compañía de Edda.
Las dos hermanas, tan diferentes de carácter como alejadas de edad, reían juntas, felices. Posiblemente haya sido uno de los pocos momentos, de 1945 a hoy, en el cual no se sintieran, también ellas, ex.
Roberto de MONTICELLI
Revista Esto Es
4/11/1954

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