Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

RIO ENCUENTRO: Las nuevas fricciones que la disputa fronteriza entre la Argentina y Chile provocó en la última quincena decidieron a PRIMERA PLANA a realizar un reportaje que venía posponiendo desde el año pasado: el reportaje a la abrupta geografía y a los moradores de Río Encuentro, que se transcribe en las páginas 20 a 25. Fue, sin duda, una de las notas más complejas que haya encargado la revista a sus colaboradores: para pasar tres días en el desolado confín por el que pugnan dos países, hubo necesidad de perder cerca de una semana en tomar contacto con las autoridades de la Gendarmería Nacional, intercambiar telegramas y preparar la cooperación en el lugar. Finalmente, el jueves 30 de julio, a las 6 de la mañana, el redactor Juan Carlos Martelli y el fotógrafo Jorge Miller salieron en un avión comercial, de Buenos Aires a Esquel. Sin embargo, la verdadera aventura comenzó después, a las 4 de la madrugada del viernes 31, en un camión-tractor de la Gendarmería.
Sobre la parte trasera de ese vehículo —en la cabina iban el chofer y la madre de uno de los oficiales acantonados en Río Encuentro—, con 8 grados bajo cero de temperatura y mantas-poncho facilitadas por los gendarmes, los dos hombres de PRIMERA PLANA hicieron los 107 kilómetros sinuosos, escarpados, que los condujeron hasta el destacamento de Carrenleufú, ya en plena región conmovida por los acontecimientos.
Cuando llegaron al destacamento, ya caía el sol de la tarde del sábado. Cuando regresaron a Esquel apuntaba el sol del lunes. Entre esos límites temporales quedaban horas de cabalgata, único medio de trasladarse dentro de la región; noches heladas pasadas sin el más leve vestigio de calefacción; quedaba, también, una aproximación humana obviamente más valiosa y perenne que los obstáculos materiales. "Como experiencia personal —según Martelli— no tiene demasiados parangones. Esa gente, temerosa de la prensa, de los carabineros y los gendarmes, pero siempre dispuesta a abrir las puertas de su casa, que se enoja si uno no acepta sus mates amargos vino blanco, es apasionante."
El martes 4 de agosto, a mediodía, volvían a Buenos Aire avión, luego de haber completado su nota en el caserío de Corcovado, próximo a Esquel, y el cuarteles que en aquella ciudad de Chubut posee la Gendarmería... Naturalmente, la actividad no cayó al pisar el aeroparque Costanera: el miércoles a la madrugada, los jefes de redacción elegían, entre una montaña de fotografías, la que ilustra ni portada de hoy. Y el viernes al promediar la tarde, enviaban a componer el Informe Especial que responde a esa portada.

Rio Encuentro
Donde la soledad es un idioma
A 107 kilómetros al oeste de la ciudad de Esquel, provincia de Chubut, se abre como un tajo en el paisaje la hondonada de Carrenleufú. Sobre un cerro que domina los intrincados bosquecillos de arbustos y la apertura de un amplio valle, se yergue la última casa habitada por un destacamento de la Gendarmería Nacional. Pocos kilómetros más hacia el Sur, comienzan las 40 mil hectáreas que promueven el litigio entre la Argentina y Chile. Allí, dos puestos más —dependientes del de Carrenleufú— son sólo carpas perdidas en la nieve.
Desde las ventanas del destacamento, en el centro del valle, se ve un río de curso rápido; detrás, una edificación de madera verde. Es el río Encuentro, frontera natural con Chile; y la cabaña, un retén de los carabineros chilenos. Todas las madrugadas, a la misma hora, se izan frente a frente las banderas de las dos repúblicas. Prismáticos medianos bastan para observar con detalle cualquier actividad del campo vecino. Los radioperadores trasmiten constante información a sus respectivas centrales. La tensión entre la Argentina y Chile se refleja en el endurecido rostro de los gendarmes. "Y sin embargo —exclaman—, en el resto del país nadie sabe qué pasa, nadie sabe qué es esto."
Ningún ciudadano chileno ignora los datos arriba esbozados. En la Argentina, en cambio, apenas trascienden los intercambios de notas oficiales, la áspera discusión de las cancillerías, la inquietud de los sectores castrenses. Contestar a estas preguntas parece tarea difícil para un argentino: ¿Cómo es la zona que aquí se llama Río Encuentro y en Chile, Palena? ¿Quiénes la habitan? ¿Cómo se nace, se vive, se muere en la región? ¿Quiénes son los oscuros protagonistas de su historia, los que asoman su rostro detrás de las tramitaciones y las polémicas? En busca de aquellas respuestas, PRIMERA PLANA llegó a Río Encuentro.

Las leyes de la soledad
Desde Esquel hasta la frontera, los últimos atisbos de población estable se hallan concentrados en los caseríos de Corcovado y Carrenleufú (éste no alcanza a los 80 habitantes), unidos a la civilización por un camino que muchas veces desaparece en el campo y reaparece bajo el agua de un torrente o transformado en barro. Un par de años atrás, todo el tránsito se realizaba todavía a lomo de mula; ahora, algunos camiones lo recorren en invierno para quedar, a menudo, días y días hundidos en el fango. Pero a pesar del abandono, de la distancia que separa a los seres humanos, de la soledad, el paisaje dista bastante de la agreste sensación del desierto. Quebrado, cubierto de montes, se abre y cierra mágicamente a lo largo de las brechas que sólo los jinetes pueden recorrer. Lagos helados, paredes de roca jalonadas de pinos, se suceden entre valles, manantiales, viviendas, rebaños de ovejas.
La población es nómade, ganadera, frugal, agrupada en núcleos familiares, aunque el aislamiento la golpea. La temperatura, durante el invierno, se mantiene debajo del cero. La nieve y la escarcha invaden lentamente los pastos. No hay quien deje de estremecerse en un universo tan hostil, donde el tiempo se mide por el desaliento y la rutina.
Marcos Pinto, o "don Pinto", tirita desde hace 24 años en las orillas mismas del río Encuentro. Fue uno de los primeros en afincarse en el lugar, "cuando no había camino ni diferencias entre naides". Como todos los pobladores de la zona, Pinto es reservado, callado, serio; habla con el cigarrillo pegado a los labios, sin mirar jamás los ojos de su interlocutor. Una nube de chiquillos juega a su alrededor. "No son hijos míos. Los míos son grandes", susurra. Los niños se revuelcan en el lodo escarchado que penetra en la casa de madera.
A los 54 años, Pinto es un viejo; vive pobremente y, como todos, ha construido la vivienda con sus propias manos. Dentro, el pequeño fogón no logra atenuar los 8 grados bajo cero del exterior, el viento irrumpe por las junturas de los troncos. Orfelina Mesa, de 20 años, dijo al reportero una frase tan poética como aterradora: "Nuestra casa, señor, está hecha únicamente de ventanas."
El suyo es un nombre común en la región. Orfelina Mesa no recuerda quién es el padre de su hijo de once meses, ese que sostiene en los brazos mientras explica "en una gran cascada, atrás de la montaña", y que a José Ángel Mesa, su padre, siempre lo ha visto "levantando y tirando nuestra casa; culpa de las ovejas, ellas son las que mandan". La existencia de estos habitantes se convierte, así, en un continuo deambular, un continuo construir y destruir, una lucha constante contra el implacable advenimiento del invierno.
No hay médicos ni puestos sanitarios; muchas madres mueren: el frío les impide expulsar la placenta. Los hijos crecen sin vigilancia y, obviamente, las relaciones eróticas son libres, tempranas, violentas. Tal el caso de Orfelina y su hermana: los padres salen detrás de sus ovejas, devoran leguas persiguiendo sitios sin nieve y con pasto; ellas quedan desamparadas en la cabaña.
Al aproximarse a la frontera, la vida se torna más silenciosa y hosca. Solo 27 familias ocupan los 428 kilómetros cuadrados en conflicto. Llegar hasta ellas es, muchas veces, imposible; en general, temerario. Es necesario cruzar ríos turbulentos, bajar cuestas congeladas, atravesar matorrales. Desde Carrenleufú hacia el Sur, dos medios de locomoción se ofrecen al viajero: el caballo o la mula.
Chile ha instalado una escuela, traza caminos, promete terrenos y animales. Sus carabineros, mejor equipados que los gendarmes argentinos, circulan por la zona envueltos en los grandes "ponchos de Castilla". La radio a transistores constituye el único contacto con el mundo, una posibilidad de comunicación que nadie rechaza, que se ostenta como una obligación. En cada vivienda se escucha la voz de las emisoras sureñas de Chile; su lenguaje insultante refleja una indignación pretendidamente patriótica: "La Argentina —gritan— es un país acostumbrado a los gobiernos de fuerza. Una política imperial lanza a los gorilas [los argentinos] contra las fronteras nacionales."
En un gran mapa que adorna una sala del cuartel de la Gendarmería, en Esquel, las 27 familias del sitio en litigio están señaladas con dos colores: azul, es decir, "proargentinas"; rojo, "prochilenas". El azul corresponde a tres de esas familias; las otras 24 tiñen de rojo el fragmento de la carta geográfica. Sucede que la nacionalidad de los nativos depende del azar, de quien descubre primero al niño que acaba de ser alumbrado. Si en ese instante pasa un destacamento de carabineros, será chileno; si pasan gendarmes, será inscripto como ciudadano argentino. En muchos aspectos, la región parece un territorio en pie de guerra. Espionaje y contraespionaje, vigilancia activa, frente a una aparente indiferencia de los habitantes.

La opulenta miseria
El "turco" Brickley es un hombre de 75 años, arrugado, diminuto, sardónico. "Lo detuvimos por contrabandista — comentó un gendarme—, pero fue un pretexto: les pasaba datos a los del otro lado." Lleva medio siglo por los caminos, con dos mulas: una montada por él y la otra cargada de pequeño contrabando: relojes, radios portátiles, baratijas. Se afirma que tiene más de 500.000 pesos, muchas ovejas "que se hace cuidar" y participación en una pulpería. "A mí no me importan los líos entre los dos países. Yo nací en Estados Unidos." Para él no existen ni casa ni familia: "Duermo bajo los árboles. En cuanto a hijos..., debo tener en muchas partes."
La miseria en la frontera parece más una forma de vida que una realidad económica: en el Carnaval pasado se organizó una fiesta en el local de la única escuela (es chilena). Hubo guitarras y acordeones. Durante tres días se bebió y se bailó. Cuando se acabó la bebida, el callado don Pinto corrió a su rancho y volvió con 70.000 pesos: la fiesta debía durar hasta que se acabaran.
En una cabaña de trozos de madera hexagonales, reflejo ya de poderío económico, Elíseo Ortega (43 años) y Delia Flores de Ortega, con sus dos hijos. Hace dos años que están instalados cerca de Carrenleufú y son los intermediarios de casi toda la lana producida en la zona. La casa es a la vez pulpería, lo que les permite comprar por sistema de trueque. Cambian mercaderías por la lana de los más pobres. Delia Flores nació cerca del río Helado, en el valle Frío, de padres chilenos. Conoció, como su marido, también hijo de chilenos, el hambre y la pobreza absoluta. "Pero aquí somos pocos y hay para todos. Todos, quien más, quien menos, nos hemos hecho ricos."
La historia se repite, poblador por poblador. Es la misma que cuentan Andrés Tot y Hortensia López (casados, 9 hijos), también descendientes de chilenos. Ellos cuidan los campos que acaba de vender otro de los primeros colonos, José Canesa, en 14 millones de pesos. El comprador, Aldo Tomás del Blanco, ha pasado a ser, de empleado en una casa comercial de la zona, concesionario de IKA y estanciero.
No obstante, no son demasiados los que vivieron la entera historia de la frontera. Muchos han muerto; otros, enriquecidos, se afincaron en Esquel y dirigen verdaderas estancias. Una minoría compone el núcleo central de habitantes de Corcovado. José de la Cruz Arratia, un carnicero obeso, extravertido y alegre, posee unas 400 ovejas y un terreno que "si alguna vez deja de ser fiscal" quedará en manos de los hijos. Su mujer, Nora Cannon, de padres galeses instalados a fines del siglo anterior en Esquel y fundadores del pueblo de Trevelín, denota la ascendencia en la blancura de su piel, en los ojos grisáceos, melancólicos. Cuatro hijas, Blanca, Orfelina, Josefina y Nora del Carmen, se turnan en la atención de la carnicería. Rubias y sonrientes, son las más codiciadas doncellas del pueblo. El único hijo, Juan Bautista (de 23 años), maneja los campos de la familia.
Arratia llegó a lo que ahora se llama Corcovado cuando tenía 6 años, en 1916. "Puedo nombrar a los que vivíamos entonces a mil leguas a la redonda, desde Trevelín hacia el Oeste", memora. Eran 7 familias: las del galés David Griffith, los españoles Arratia, Jerónimo Herrera y Antonio Reyes; los chilenos Carlos Figueroa, Luis Torres y Eusebio Mayorga. "Argentinos, creo que había nada más que uno, don Pío Quinto Vargas. Lo que pasa es que los chilenos no tienen adonde ir —añade entre los sorbos del vermouth—; nosotros, sí. Y además, por más pobres que fuéramos, ni comparación con la miseria de ellos."

Los testigos obligados
Los gendarmes son obligatorios testigos de la evolución de Río Encuentro; también terminan por volverse pobladores como los demás, aunque su misión los condene al ejercicio de la voluntad más férrea, a integrarse con la comunidad bajo el peso de las mayores tensiones. Algunos, como el segundo comandante Víctor Fernández, casado con una galesa, se convierten en herederos de tierras. Otros no resisten: cuatro suicidios en dos meses, junio y julio, dan la pauta de que el proceso de adaptación no siempre se consolida. Para jóvenes acostumbrados a las ciudades o a la calidez de otros climas, la experiencia del fracaso resulta quizá excesivamente frustrante.
Para vivir un año en la aislación más absoluta y afrontar con equipos inadecuados los 20 grados bajo cero que marcó el termómetro hace 30 días, se requiere, dice el cabo primero José Luis Roldán, "estar curtido". Las carpas instaladas en el valle de las Horquetas, sobre 6 metros de nieve, no son impermeables. Las botas, las mantas-poncho, el uniforme, se renuevan al cabo de un año. A los tres meses, estos elementos suelen quedar en jirones, el cuero podrido por las noches a la intemperie, los tejidos desgarrados por los matorrales.
"Al lado nuestro, los chilenos son unos condes —declaró a PRIMERA FLANA el segundo comandante Horacio Eduardo Pérez, jefe de los efectivos que tienen como centro a Carrenleufú—. Aviones chilenos sobrevuelan constantemente el cielo argentino en giras de espionaje; el armamento de los carabineros es superior al nuestro, pero a una señal del gobierno, les aseguro que los barremos hasta el mar." Los nervios, la provocación, la necesidad de reprimirse, producen un hondo sentimiento de impotencia en los viejos gendarmes, suboficiales que han pisado todos los suelos del país. Los suboficiales, de alguna manera ya instalados en la región, conviviendo con los colonos, son los que sufren directamente los dos aspectos de la situación: el socio-económico, en sus propias vidas, y el político. No hubo gendarme entrevistado que no demostrara un perfecto conocimiento de los problemas de límites argentinos desde la Independencia. El segundo comandante Pérez expresó: "Desde hace años nos vienen recortando las fronteras sin que hagamos nada." El cabo primero José Luis Roldán, un mendocino con muchos años de gendarmería, insinuó que si le daban una topadora ponía a los chilenos en su sitio.
El comandante Amable Martínez, en Esquel, dijo, mientras señalaba el mapa con un puntero: "Los chilenos entienden que entre cada hito hay que hacer un festón. Como si estuvieran bordando." La tensión crece desde hace tiempo, y ésa fue la causa de que debiera instalarse, por ejemplo, un puesto en Valle Frío. Por una quebrada llamada el Rincón del Aceite cruzaban chilenos y arriaban ganado argentino, los carabineros recorrían la zona impunemente. En esta parte, es el verano la estación de los conflictos. El nombre dado al valle no es casual, y el río Helado, que corre por su fondo, impide durante el invierno cualquier paso. La precariedad de este puesto, la soledad de los gendarmes que lo ocupan, los mates tomados frente al paisaje desolador, pelado, bordeado por un árido cordón montañoso, el de Los Tobas, brindan una lejana idea de la existencia inclemente del lugar. El jefe del pequeño puesto, sargento ayudante Antonio Raúl Rivolta (34 años), y el sargento de comunicaciones Alejandro Ale (28 años), son casados. La mujer de Rivolta está en la provincia de Misiones, 3.000 kilómetros al Norte; la de Ale, cuando puede, lo espera en Esquel.

La guerrilla de las escuelas
Es difícil que las compañeras de los gendarmes puedan soportar el infierno de la frontera. Algunos, como el cabo primero Laureano Namuncurá, han construido sus precarias viviendas, similares a las de los colonos, cerca de los puestos: son los que se han unido a mujeres de la región. El problema más grave se presenta para los que tienen hijos. Una modesta escuela ha sido levantada por la Argentina en la hondonada de Carrenleufú, y compite con la colocada por Chile al borde del río Encuentro. "Si descubro que el maestro no sirve —declaró Pérez—, lo echo a patadas." La puja entre los dos establecimientos constituye un problema de alta diplomacia. ¿Qué Historia, mejor dicho, qué versión de la Historia aprenderán los chicos de la zona? Relata un gendarme: "Cuando estaba aquí, el segundo comandante Garay hizo de maestro para impedir que los niños oyeran infundios chilenos; porque, usted sabe, eso hubiera sido para nosotros como una puñalada."
Los chilenos, inclusive, cuentan con agitadores en el discutido "festón" de Río Encuentro. El más conocido es Ricardo Koenig, abastecedor insaciable de la prensa chilena, conocido en la zona como el "guerrillero de Palena" o el "guerrillero intelectual". Usa anteojos, monta un hábil y rápido caballo y cruza frecuentemente la frontera. Ante cualquier pregunta entreabre sus ojos azules y señala, con expresión de absoluta inocencia: "Yo paseo, señores; paseo simplemente."

La mano de Dios
En otro nivel de intensidad, pero acumulando toda la información de la frontera, se observa el litigio en la Agrupación de Esquel. Allí, en inmensas y gélidas salas abundan las reconstrucciones topográficas minuciosas, maquetas que reproducen abundantemente las posibles brechas entre las montañas, la ubicación de los destacamentos chilenos y copias firmadas de los tratados entre ambos países. El segundo comandante Martínez simboliza la opinión de toda la guarnición al afirmar que "por fin nuestra actividad ha recibido el espaldarazo de un gobierno. Estamos acostumbrados —agregó— a cumplir órdenes y ser luego castigados por cumplirlas". La actitud del actual gobierno argentino y el apoyo decidido del secretario de Guerra son recibidos en Esquel con una alegría no exenta de efervescencia. "La verdad es que construimos la cerca —afirman—. Cuando se nos obligó a retirarla, pensamos que otra vez la Argentina se echaba atrás."
Según la información obtenida, la instalación de la cerca era imprescindible. Una astuta política había comenzado a desarrollarse cerca de la frontera. Frente al mar, al sur de Chile, se encuentra la isla de Chiloé. Sus habitantes, los "chilotas",, llevan —de acuerdo con la gente de la frontera— "una vida peor que la del peor de los perros". El gobierno chileno estaba y está fomentando el desplazamiento de chilotas hacia las zonas limítrofes de Aisen y Palena. Los chilotas, que sufren en su mismo país una especie de discriminación racial ("chilota" se emplea como expresión despectiva), serían los futuros pobladores de la comarca en litigio. El destino de la cerca habría sido el de impedir la infiltración y controlar eficazmente el paso de las Horquetas.
Según las versiones de Esquel, el sometimiento del resto de los pobladores, su "prochilenismo", estaría causado por la "brutalidad" de los carabineros y el "terror imperante". Fueron otras, sin embargo, las impresiones que PRIMERA PLANA recogió en el lugar. El mismo segundo comandante Pérez lo aclaró, con mucha simpleza: "Usted ve: cuando llegaron, yo casi ni los saludé. Los argentinos somos así. En cambio, los chilenos hubieran ido a la cama a desearles las buenas noches."
Sabina Rosa ((55 años, 9 hijos), una mujercita vivaracha, "la abuela de todas las Rosas de la zona", antigua pobladora de Río Encuentro, quiso decir algo similar cuando afirmó que "los chilenos son caballeros, como si todavía fueran españoles". Su hija, Juana Rosa de Díaz (tiene 35 años y se considera "una vieja"), confirmó las palabras maternas: "Una se siente a veces tan dejada de la mano de Dios... Si el comercio se interrumpe, vamos a tener que comernos nuestros propios pollos."
Es ese abandono, esa dejadez, lo que los gendarmes tratan de enfrentar con sus propios medios. El sargento Batista, con su esposa, se ha instalado en la Escuela Regional. Ayuda en los partos, aplica inyecciones, oficia de médico. Al hacerlo, suele quedar aislado interminables días, extrañando su lejanísima y cálida tierra de Misiones. La mujer, mientras tanto, trata de acercar cariño a los pequeños que vagabundean por la hondonada.
Tal vez el caso más curioso y emotivo sea el de la madre del segundo comandante Pérez, una anciana de más de 70 años que acompaña a su hijo cualquiera sea el lugar de su destino. Sonriente, con un gato atado por un largo piolín, manifestó: "Es posible que me muera aquí. Pero seré un ejemplo." En el comedor del puesto, al lado de San Martín, cuelga una reproducción del conocido Sí de Rudyard Kipling. Un constante fondo de afecto contrasta con la aparente rudeza de la existencia.
La permanente presencia del sexo desde la pubertad en adelante no impide a las jóvenes madres cuidar de sus niños con un amor orgulloso. La frase "¿Me cobraría mucho por una foto de la guagua?"; la manera de exhibir a los hijo menores, el casi ritual culto a la limpieza, componen la imagen de una mujer que ha sabido sobreponerse a la naturaleza hostil, bella, amenazante.
Los habitantes de Río Encuentro aman la tierra en la que viven, posiblemente en virtud de la lucha que les cuesta dominarla. Sus historias no son nada menos que el resumen de la exitosa respuesta a un desafío formidable.
11 de agosto de 1964
PRIMERA PLANA

-Recuadro en la crónica-
Vaivén político

A mediados de julio pasado, gobierno de Santiago envió al de Buenos Aires una nota de protesta por un supuesto incidente fronterizo: gendarmes argentinos habrían disparado sobre periodistas y carabineros chilenos en la zona en litigio de Río Encuentro, 428 kilómetros cuadrados que siguen convertidos en "tierra de nadie", y a los cuales, del otro lado de la cordillera, se conoce con el nombre de Palena. La proximidad de las elecciones presidenciales en Chile viene agravando la ya encrespada disputa: antes del episodio de julio, otras protestas habían llovido sobre la Cancillería argentina; las dos más importantes: se acusaba a la Gendarmería de desalojar a colonos chilenos y se juzgaba como "atentatoria a la soberanía nacional" la erección de una cerca divisoria en el Valle de las Horquetas, valla que fue retirada en octubre de 1963 por disposición del presidente Illia.
La efervescencia chilena alcanzó los mayores extremos: un busto de Sarmiento fue arrojado a las aguas del Mapocho, en Santiago; una pedrea cayó sobre el edificio de la embajada argentina; se sucedieron las manifestaciones.
Ahora bien; entre tanto, sutiles modificaciones parecían empezar a insinuarse en la hasta ahora conciliadora posición argentina. Los más atentos lectores de las notas intercambiadas por los dos gobiernos, en los últimos días, pudieron señalar, casi con exactitud, la fecha de ese cambio: según observadores diplomáticos, todo consistió, por parte del gobierno argentino, en reconocer que la política de apaciguamiento, a juzgar por los antecedentes internacionales, nunca ha resultado demasiado promisoria.
Extraoficialmente, personas vinculadas con la planificación de la defensa y la estrategia internacional argentinas formularon la siguiente explicación:
•La Argentina ha comprobado que, por razones de política interna, Chile se ve obligado a irritar reiteradamente las zonas de fricción fronterizas y a no permitir que esos focos de distracción desaparezcan, no sólo en el caso de la Argentina, sino también en los de Perú y Bolivia.
•Para evitar ser acusada de expansionista, la Argentina ha optado, hasta ahora, por oponer sólo un frente blando y absorbente a las constantes presiones chilenas. Pero en la práctica, la prudencia de la Cancillería y de las Fuerzas Armadas argentinas sólo sirvió para que Chile agravara las dosis. Si bien se admite que tiene algún sentido ceder en cuestiones no vitales cuando se avizora la posibilidad de un acuerdo definitivo, se hace notar que esa posibilidad se ha esfumado, por el momento. Si en los comicios de setiembre próximo triunfara en Chile el candidato marxista Salvador Allende, el nuevo régimen necesitaría exigir más que nunca sacrificios y esfuerzos a su pueblo; en tal caso, una llaga abierta en el orgullo nacional chileno sería, para el nuevo gobierno, de inapreciable utilidad como foco de distracción. Allende, ciertamente, no permitiría que el problema cicatrizara: si la Argentina cediera ahora, dentro de pocos meses se vería provocada otra vez.
•Ante tal perspectiva, los expertos de las Fuerzas Armadas argentinas no creían que fuera conveniente, por ahora, insistir en la política de apaciguamiento que ya fracasó en el pasado; por lo menos, no se creía que fuera útil hacerlo hasta tanto se conozca el desenlace electoral de Chile. Con ese sentido se había hecho llegar asesoramiento al Palacio San Martín, pero se ignoraba cuál sería, en definitiva, la actitud de Miguel Ángel Zavala Ortiz.

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