Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

LOS CAINGUAS DE MISIONES
Constituyen un universo marginal, una "nación" olvidada y oculta que se resiste a integrarse al país: los indios cainguás, uno de los grupos étnicos más singulares de la familia guaraní, no llegan aún a sentirse argentinos. Su aislamiento cultural fue quebrado hace algún tiempo, cuando un estudioso santafesino -el doctor en psicología Edelmi Griva, ex secretario técnico del Censo Indígena Nacional- compartió varias jornadas de la vida cainguá. Sus conclusiones se publican ahora, por primera vez en exclusividad para SIETE DIAS

Habíamos abandonado Posadas por la Ruta Nacional número 14, impregnada del típico color rojizo arcilloso que caracteriza al 9uelo misionero. Así —después de recorrer más de 200 kilómetros— llegamos a la localidad de San Pedro, en donde bulle como un hervidero la explotación forestal y el mensú —adaptación guaraní de la palabra mensual— deja de ser una alusión en una polka paraguaya o un chamamé, para trasformarse en una realidad viva, tangible.
El desmonte y el trabajo de la madera es la ocupación de la mayoría de los pobladores de San Pedro. Sólo el ocasional descanso dominical les proporciona un alivio para la fiebre que genera la selva. Algunos buscan descargar esas tensiones en cacerías, en el desenfreno del alcohol o recurriendo al contacto con las prostitutas, que llegan —no sabemos por qué vías— hasta los mismos lugares de trabajo.
Además de esta población "criolla" —casi en un ciento por ciento habla el guaraní— que se dedica en su mayoría a talar la selva, encontramos en San Pedro apellidos que atestiguan procedencias extrañas y diversas: finlandeses, alemanes, eslavos y, por último, los infaltables tanos y gallegos.
Sin embargo, cualquiera que observe esta heterogeneidad étnica comprobará, de inmediato, que en una forma u otra está integrada con las exigencias de su medio y que, a su vez, San Pedro es parte del contexto provincial, y éste del nacional. Es que, si bien es cierto que la Argentina es sumamente desarticulada en cuanto a la unidad de sus pobladores en torno de un ser nacional común compartido y creado por todos, ningún habitante de San Pedro —cualquiera sea su procedencia— sentiría que no vive en la Argentina, que no está sujeto a las leyes en vigencia, que el castellano no es la lengua común, que aprender a leer y escribir no tiene significado. Todos comparten, en diferente medida, los derechos y deberes que hacen al funcionamiento del grupo nacional.

LA "NACION" CAINGUA
En cambio, si nos alejamos unos pocos kilómetros de San Pedro y nos dirigimos por el camino que conduce al arroyo Fortaleza —un pequeño y torrentoso curso de agua que cruza la zona— veremos que en la soledad de la selva esa mezcla étnica que configuraba un todo cesa de repente. El todo mismo desaparece. En un sendero que vemos asomar al costado del camino, y que lleva al corazón mismo de la selva, después de caminar 7 u 8 kilómetros aparece en un claro de la espesura otra "nación", próxima geográficamente al Brasil pero que no es Brasil ni Argentina, pese a estar ubicada en su territorio. Para buscarle un nombre, rastrear su origen y detectar su significado hay que remontarse hasta los altores de la conquista de América: entonces, lo indio prevalecía sobre lo europeo, y surgió en todo su esplendor el grupo de los tupí-guaraníes, nombre que agrupa a una serie de lenguas con características afines, habladas por diferentes grupos étnicos —o naciones, o tribus— pero configurando todos una unidad. El legado cultural que dejaron estas naciones fue, y es, inmenso. En esta nota nos referiremos a uno de los grupos étnicos de esta gran familia que aún perdura en nuestro suelo con una característica muy notoria: se desenvuelve como un estado independiente, y poco o nada tiene que ver con el siglo XX. Este grupo —el de los indios cainguás— vive sumergido en un universo propio; hasta ahora no son argentinos, ni expresan la necesidad de llegar a serlo.
El hábitat de los cainguás se extiende por casi toda la provincia de Misiones, parte de los estados brasileños de Río Grande, Santa Catarina y Paraná, y el sector oriental del Paraguay. Las fronteras de estos tres países carecen de significado para ellos; las cruzan cuantas veces lo desean por los pasos tradicionales —o sea los que siempre usaron— y rara vez los encargados de custodiar esos límites pueden interceptarlos: para un cainguá, el gendarme es sólo uno de los obstáculos que presenta el mundo más allá de su tribu, y ha aprendido a evitarlo, del mismo modo que elude otras dificultades.
La familia tupí-guaraní era, a la llegada de los españoles, una de las más difundidas por todo el territorio de América meridional; los diferentes grupos étnicos que la componían —y que aún la integran— conservan, salvo raras excepciones, una gran uniformidad lingüística y cultural. Dentro de esta familia, los guaraníes ocupan un lugar realmente importante. En nuestro país habitan, actualmente, dos etnias guaraníes: los chiriguanos —que en número de 14 mil se encuentran en la zona oriental de Salta y Jujuy— y los cainguás.
Antiguamente, diversos pueblos guaraníes llegaban hasta el bajo Delta del Paraná. Los nombres de timbúes, carcarañaes, corondaes, designan a algunas de esas parcialidades; pero éstos son grupos étnicos que pertenecen, desde hace tiempo, a los dominios de la arqueología. Sin embargo, los guaraníes son, juntamente con los grupos del noroeste argentino (los extinguidos diaguitas, humahuaqueños, atacameños), los que más vestigios han dejado de su existencia. El "hombre de hoy, en cualquiera de esas dos regiones, está impregnado de la cultura del ayer, amputada y modificada pero superviviente al fin. Collas y criollos guaraníes son típicos representantes de ese mundo que no se ha ido. Paraguay es más guaraní que hispánica, pese a las apariencias. La casi totalidad de la población rural criolla de Misiones habla el guaraní; lo mismo ocurre en Corrientes y Formosa, aunque en menor proporción.
No obstante la perdurabilidad de la lengua indígena, los pobladores criollos misioneros se diferencian de los cainguás, porque viven coparticipando su destino con el resto de los habitantes del país —en la medida en que lo permiten las estructuras vigentes—. No se aislaron voluntariamente, como ocurrió con aquellos. Con todo, la diferencia es tan sólo de grado, puesto que conservan en alto porcentaje el bagaje cultural guaranítico. Son dos estadios distintos de un mismo proceso de cambio. Ambos, criollos guaraníes y cainguás, provienen de una misma cultura y están actualmente en un mismo marco cultural, a pesar de los rasgos distintivos entre unos y otros. Pero el hecho es que la población criolla guaraní —no existe un nombre mejor para denominarla— no puede ser catalogada como indígena: forma parte de lo que los antropólogos han dado en llamar "grupos o sociedades folk", entendiendo por tales aquellos en los que coexisten rasgos culturales pertenecientes a una cultura distinta de la nuestra, junto con rasgos de nuestra cultura. En la actualidad hablan guaraní más de cinco millones de personas, con el centro neural en el Paraguay, donde más del 70 por ciento de la población sólo entiende esa lengua. Lo mismo ocurre en la provincia de Misiones, habitada —por un lado— por europeos y sus descendientes; por otro lado, por población criolla, casi toda parlante guaraní (grupo folk) y, por último y aislados de los anteriores, más de medio millar de indios cainguás.
El Censo Indígena Nacional detectó, en el relevamiento llevado a cabo en 1967, a 512 cainguás, distribuidos en 18 poblados. Esta cifra tiene que haber sufrido sustanciales modificaciones, ya que la movilidad dentro de cada poblado es muy alta, cuando no es el poblado en masa el que emigra. Esto indica que hoy tanto podemos encontrar el doble de la cifra citada, como sólo a cien o doscientos aborígenes; el resto bien pudo haberse trasladado a los poblados cainguás de Brasil o Paraguay.

EN LA TOLDERIA DEL INDIO SILVA
A partir del camino que conducía al arroyo Fortaleza, otro sendero nos llevó directamente a un asentamiento cainguá. Para el lenguaraz que nos acompañaba eran meramente «indios», personas ariscas a las que sólo les gustaba vivir en la selva. El nombre de cainguá no tenía para él significado alguno —"aquí llamamos indios nomás, a esa gente", insistió—; pero aquel nombre tampoco dice mucho a los mismos indígenas. En este hecho, como en tantos otros, puede observarse la independencia de esos aborígenes con respecto al contexto no-cainguá que los rodea: un indio toba del Chaco; jamás se llamó a si mismo "toba", ellos se autodenominan komblec; sin
embargo, nuestra designación se impuso con el correr del tiempo. Por el contrario, los cainguás todavía no se enteraron de cómo los llamamos.
Lo más singular de esta denominación de cainguás es que ni a los antropólogos sirve: en los trabajos-publicados sobre los diferentes grupos étnicos guaraníes existe una visible confusión en cuanto a la identificación de cada "tribu", y suele ocurrir que un mismo grupo étnico llegue a recibir más de 12 nombres distintos. Intentando poner orden en esta baraúnda de nombres el Padre Müller clasificó a los actuales indígenas guaraníes en tres "tribus": Mbyá, Pañ y Xiripá. El antropólogo Egon Schaden llama a estos mismos grupos Mbüá, Kayová y Ñandevá. Nuestros cainguás serían los Mbyá del Padre Müller y los Mbüá de Schaden. Los otros dos grupos étnicos no habitan en nuestro país, sino en Brasil y Paraguay.
La de los cainguás es la tribu más aislada y olvidada de la Argentina. El último antropólogo que la visitó durante un lapso prolongado —hacia fines del siglo pasado— fue el estudioso ítalo-argentino Juan B. Ambrosetti; desde entonces hasta la fecha no se produjo ninguna investigación de envergadura sobre estos indígenas, aparte de algunas publicaciones de carácter menor que tuvieron lugar dentro del ámbito misionero. Más aún: Antonio Serrano, en su libro Los aborígenes de Argentina, opina que "en la actualidad apenas si quedan algunas familias, casi totalmente asimiladas". Nada más lejos de la realidad que esta aseveración, cuyo desenfoque admite una doble explicación: por una parte, la idiosincrasia de los cainguás, que hallaron en la selva un buen resguardo para evitar todo contacto y permanecer ignorados; por otra, suele ocurrir que los libros que intentan abarcar panoramas globales de un proceso, como en este caso, rara vez mantengan igual precisión en todas sus partes.
Los demás aborígenes que en número de 169 mil (ver SIETE DIAS Nº 125) aún pueblan suelo argentino, de una manera u otra están en estrecho contacto con nuestras formas de vida; mejor dicho, han sido invadidos por ellos. En cambio, los cainguás han adoptado un aislamiento voluntario, enclavando sus poblados —de modo intencional— en plena selva. Por ejemplo, para llegar al poblado indígena de Pastoreo Chico, cerca de San Ignacio, hay que caminar más de 15 kilómetros por un sendero selvático, áspero y tortuoso. Esta distancia implica dos horas de viaje para la ida, y el mismo tiempo —o más— para el regreso. En idéntica situación se halla la mayoría de los otros poblados: Garuhapé, El Soberbio, Garuhapemí, Matto Quemado, Cuñá Pirú ,etcétera.
En el poblado de Arroyo Fortaleza —viven allí seis familias— puede observarse, al primer golpe de vista, lo que queda de esa antigua "nación": la vemos empequeñecida, reducida a su mínima expresión, pero conservando la fuerza suficiente como para subsistir hasta nuestros días, lejos de todo pero con sus propios designios y legado histórico. Habíamos llegado, por fin, a la "toldería del indio Silva", como suelen llamar al lugar los no-indígenas: la media docena de familias se congrega bajo la tutela de Silva, y cuesta creer que hace varios .siglos los antepasados de esos cainguás, y lo que hoy llamamos población criolla guaraní, hayan constituido las famosas misiones jesuíticas, cuyas monumentales ruinas de San Ignacio, Loreto —por citar sólo las más conocidas— quedaron como una huella imperecedera del pasado.

DONDE EL TIEMPO NO PASA
Al acercamos al núcleo de viviendas, lo primero que se destaca es el claro en donde quemaron la selva, para luego limpiarlo de maleza y alzar allí sus casas. Es una tarea que vienen realizando desde hace cientos de años cada vez que se instalan en un nuevo paraje.
"Hace varios años que estamos acá —dice Silva—; tenemos sembrado maíz, batata, mandioca, porotos, zapallos y un poco de algodón. Por ahora pensamos seguir en este mismo sitio", reafirma. Importa señalar que en todas las comunidades visitadas en Misiones, el maíz es ahora, como hace cientos de años, el cultivo más importante. Cada familia posee su zona de sembradío, próxima o no a una vivienda: apenas un pedazo de tierra, que no sobrepasa el cuarto de hectárea. Buscan una porción de terreno fácilmente desmontable, y una vez finalizada la tarea de desmonte proceden a quemar el resto, como método de limpieza. "Cuando ya está listo el terreno —explica nuestro anfitrión— las mujeres se encargan de sembrar"; él está bien provisto en ese sentido: tiene dos esposas, hecho plenamente legal en esta "nación". Inclusive, a través de esta situación puede pulsarse la diferencia que existe entre un cainguá y cualquier otro aborigen de la Argentina. Para Silva, tener dos esposas representa un hecho totalmente libre de censura, puede comunicarlo sin el menor ocultamiento; esta misma situación, vivida por los indios araucanos de nuestro sur, es ocultada por éstos y en lo posible se trata de evitar toda referencia a ella. Es decir, ambas culturas autorizan la poligamia, pero en cada una de ellas se reacciona según el grado de integración con nuestras "pautas ideales" de conducta matrimonial.
Silva habla escasamente el castellano. Apenas escapamos a los términos más elementales, ya necesitamos recurrir al lenguaraz. Por otra parte, es lo que ocurre en todas las comunidades misioneras, en las que sólo una ínfima minoría habla la "lengua nacional". En el grupo de Silva —de 28 individuos—, sólo dos varones hablan el castellano; otros dos lo comprenden pero no lo hablan, y el resto se expresa únicamente en cainguá. Evidentemente, el castellano es la lengua de "los otros". Al conformar un grupo cerrado, no viven en la tribu personas que no sean cainguás, y los casamientos con miembros de otros grupos aparecen como extremadamente raros.
En nuestro contacto con Silva le pedimos que nos muestre las piezas de cestería indígena que se confeccionan en su tribu; entonces, el lenguaraz nos traduce el siguiente diálogo, que se desarrolla frente a nosotros: un indiecito se acerca a Silva, murmura una frase respetuosa y aquél le ordena: "Decile al Cabo López que traiga los canastos que tiene". Preguntamos qué significa eso de cabo, a lo que nos responde: "Aquí nos llamamos de esa manera; yo soy Sargento Primero —el que manda a todos los de acá, en kilómetro 6—; después, tengo al Cabo Primero López, que manda más allá, en kilómetro 4. Nuestro cacique está en El Soberbio, y nosotros tenemos que ir a comunicarle lo que pasa en cada lugar", explica finalmente.
Es indudable que estas denominaciones, además de revelar una organización jerárquica, están descubriendo algo muy importante: el imperio jesuítico no murió, y sus ecos perduran, tanto como en las ruinas, en la antigua organización política de las misiones que sobrevive después de más de dos siglos. En la selva misionera el tiempo no pasó; los cainguás se encargaron de detenerlo. . .
La cestería es una de las actividades económicas más importantes entre los cainguás: con destino al turismo confeccionan magníficos canastos, de varios tamaños; además, hacen también para la venta arcos y flechas que son de pésima calidad, si se los compara con el hermoso arco amazónico, de más de dos metros de altura, utilizado por ellos en la vida cotidiana. Al preguntarle a Silva el porqué de tales arcos relativamente deficientes, contestó: "Para qué hacerlos mejor, si no los van a usar...". En pocas palabras había quedado dicho todo.

LA MAGIA, LA VIDA
Para los cainguás son importantísimas las precauciones y observancias de carácter mágico que han de tenerse en cuenta en los estados críticos que marcan el ciclo de vida de los individuos. Así, una de las esposas de Silva nos contaba los cuidados a que debía someterse durante el embarazo —relativos a los alimentos o a ¡su vida de relación con los demás integrantes de la tribu—, como también así las precauciones que debe guardar el esposo para facilitarle el parto: "No puedo comer eiretxú (miel de abeja), porque en tal caso tendría un parto muy doloroso", nos explicó.
Otro aspecto notorio, dentro de su sistema de creencias, se manifiesta cuando le preguntamos qué podría sucederle a su criatura si ella se pelease con alguien: "Ah, no puedo hacerlo —responde—, porque el enojo pasaría a la carne y luego al espíritu de la criaturita, que se convertiría en un brujo, en un póro-avy-kyá. . ..
Precisamente, al hablar con Silva sobre el futura parto de una de sus esposas, nos cuenta que apenas apercibidos del embarazo, el marido debe abstenerse de atar cualquier cosa, y de modo muy especial evitará construir trampas para los animales o hacer lazos; en tal caso, la criatura quedaría presa en el vientre de su madre.
Pero las prescripciones se observan también después del nacimiento. Por ejemplo, no bien nace el niño —sea varón o mujer— el padre y la madre caen en el estado conocido como "odjekóakú", una suerte de crisis psicológica que origina toda una serie de restricciones. Hasta que el cordón umbilical caiga, la madre no podrá bañarse; tampoco trabajar ni cocinar; además, no puede comer carne, salvo la de "tamandúa", ni chupar caña de azúcar.
Después que cae el cordón umbilical, la madre se lava y se pinta el rostro, las muñecas, rodillas y tobillos: a partir de ese momento queda exenta de cualquier restricción. Por su parte, el padre de la criatura trata siempre de estar pintado con el mismo color, que obtiene de una semilla llamada "ytxy", y evitará todo trabajo pesado.
El diálogo con Silva prosiguió unos pocos minutos más, hasta que en un momento dado nos dijo que tenía que ir a ver sus trampas de caza; comprendimos que, pese a nuestro interés, era imposible continuar la charla con él, y los demás indígenas no hablaban castellano. Con todo, nuestro lenguaraz convenció a las esposas de Silva para que interpretaran una canción, en un instrumento compuesto por una serie de cañitas que ellas manipulaban. La selva se llenó con una melodía dulce, que impregnaba de suavidad y melancolía aquel aire sofocante. El instrumento era el mimbuií, que sólo tocan las mujeres, a dúo; una interpreta la melodía y la otra ejecuta el acompañamiento. Curiosamente, la música así resultante se ajusta a nuestro sistema tonal; ello se debe, sin duda, a la influencia ejercida por las misiones jesuíticas, que en el caso de los guaraníes llegó a su apogeo.
De regreso hacia el camino que conduce a Arroyo Fortaleza pudimos observar el sistema de trampas que utilizaban pará cazar; es de lo más vanado, y de acuerdo con la presa de que se trate existe un determinado tipo de trampa; las hay para tapires, venados y chanchos, y todas consisten en una primitiva cimbra: al pasar el animal pisa un palillo, soltándose así un lazo que lo sujeta por una pata. Hay trampas para roedores pequeños, para tigres, para roedores mayores como los agutí y los paeá —típicos de la selva misionera—, para pájaros y otros animales. Sin embargo, ni la caza ni la pesca constituyen la actividad económica esencial de los cainguás; el lugar principal lo ocupa una incipiente agricultura, y ésta es la diferencia fundamental entre los indios chaqueños —excepción hecha de los chiriguanos— y los cainguás: en tanto aquéllos, a la llegada de los españoles, vivían pura y exclusivamente de la caza, pesca y recolección, los cainguás ya habían desarrollado una agricultura en estado embrionario.
En el viaje hasta nuestro vehículo nos acompañó el Cabo Primero López, con quien tuvimos oportunidad de averiguar algo que nos llamara la atención mientras permanecimos en el poblado: es muy común que cada indio lleve consigo un garrote pequeño —la macana—, arma bastante difundida antiguamente. López nos explicó que cuando dos indios se pelean, usan como arma este instrumento (para ellos, "tacapé"). Le preguntamos si no recurren también a cuchillos, o a los arcos y flechas; respondió que no, que sólo apelan al "tacapé". En realidad, es casi una manera ideal de evitar muertes por peleas: el "tacapé" puede dejar, a lo sumo, algún hematoma de consideración, pero rara vez provoca el deceso de los contendientes.
Sin embargo, toda pelea injustificada tiene su sanción dentro de la tribu. Cada Sargento Mayor, u otro jefe, está facultado para sancionar los delitos que se cometan en su jurisdicción. El castigo más frecuente consiste en hacer ejecutar a los transgresores tareas difíciles, una suerte de condena a trabajos forzados.
En lo que se refiere a la jurisprudencia, los cainguás conservan casi intacto su primitivo sistema, que inclusive les permite disponer la pena de muerte en caso de faltas graves, como la aplicada en 1962 a un aborigen homicida. Faltaría discernir hasta qué punto esas normas jurídicas se relacionan con las que estos grupos tenían antes de la llegada de los españoles, y cuáles fueron incorporadas de las misiones jesuíticas.
Sea como fuere, los cainguás son —hasta el presente— los únicos aborígenes de nuestro suelo a los que todavía no se logró someter, o sea vencer, degradar, humillar. . . Los demás han perdido, en diferente grado, algo que es esencial al mantenimiento de la vida humana: la autovaloración y confianza en sus formas de vida; al perder vigencia esos valores, los individuos vegetan de un lado a otro, carecen de horizonte fijo. Esto ha ocurrido con los tobas, araucanos, mocovíes y otros.
Por lo tanto, todo intento de asimilación de este grupo étnico a la realidad nacional debe partir del análisis y comprensión de la realidad concreta en que se desenvuelve; es decir, su autonomía vital. En un artículo publicado en SIETE DIAS (Nº125) dijimos que los indígenas —en su mayoría— carecen de la fuerza que distingue a los gitanos y judíos, esa energía que les permite mantenerse como tales a través del tiempo y ante las adversidades, aun cuando estén en estrecho contacto con individuos de otros grupos étnicos. No obstante, entre los cainguás encontramos algo de todo eso que caracteriza a judíos y gitanos, y que es la aceptación de su integración al contexto nacional pero conservando su identidad cainguá. Esa identidad es la condición ineludible para poder llegar, más tarde, a ser hombres en plenitud. En lo que pudimos observar en la comunidad de Arroyo Fortaleza —tomada aquí a título de ejemplo—, pero que se advierte en todos los asentamientos cainguás que pudimos visitar en nuestros viajes a Misiones: la homogeneidad entre ellos es muy alta, y todos tienen fe en su destino y pautas de vida que quizás algún día, con medidas gubernamentales adecuadas, íes permitan ser —simplemente— hombres libres.
EDELMI GRIVA
Revista Siete Días Ilustrados
29/12/1969

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba